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Adriana Lecouvreur, un sueño

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Una serie de viajes (Tailandia, Camboya, Laos, Marrakech) impiden al señor Alpeck asistir al principio de la temporada de ópera del Teatro Real de Madrid. Pero al fin lo consigue. Adriana Lecouvreur, de Francesco Cilea. ¡Y qué principio de temporada, amigos! ¡Qué esplendor! ¡Qué lujo! Una de esas noches que pueden bastar para enloquecer a un amante de la ópera. La escenografía (Charles Edwards), la dirección de escena David McVicar), el vestuario (Brigitte Reiffenstuel), la dirección musical de Nicola Luisotti, la inmensa maravilla que es la Orquesta Sinfónica. la titular del Teatro Real, las voces de Elina Garanca como princesa de Bouillon y de Ermonela Jaho como Adriana, dentro de un reparto todo él espléndido…

Ermonela Jaho, soprano albanesa de ensueño, dueña de un instrumento privilegiado y de una musicalidad absoluta, capaz de los más celestiales pianissimos, impulsada por Nicola Luisotti y la perfecta comprensión que tiene el director italiano de este repertorio hasta el corazón y la verdad incandescente de su personaje, conmovió a todo el teatro.

Siempre hay que ser cauto cuando uno va a un concierto, al teatro, a la ópera, después de una larga ausencia. Porque esa sensación de maravilla, de asombro perfumado, de locura opiácea que se mete por las venas, puede ser un producto de la abstinencia y el estado de deprivación a que hemos sometido a nuestro pobre organismo más que de la realidad de lo que estamos viendo. Pero ¿cuál es la realidad de un concierto, de una obra de teatro, de una ópera? ¿Existe tal cosa? ¿No es todo sueño y encantamiento? ¿Hay, en algún lugar de la experiencia artística un gran gnomon central que establezca el cero a partir del cual medir los éxtasis?

Francesco Cilea pertenece a ese grupo de compositores italianos excelsos, que, quién sabe por qué, lograron todos la fama con una sola ópera: Mascagni con Cavalleria rusticana (1890), Leoncavallo con Pagliacci (1892), Umberto Giordano con Andrea Chénier, (1896), Cilea con Adriana Lecouvreur (1902), a los que podemos unir, aunque no por las fechas, a Amilcare Ponchielli y La Gioconda (1876). Las fechas son clave para entender el sufrimiento, la gloria y el ocaso de estos compositores. Ponchielli vivió en pleno romanticiso musical: los demás vivieron ese largo verano stifteriano del romanticismo tardío, aproximándose ya y entrando de lleno en el terrible siglo XX, que empezaba a considerarles anticuados y convencionales. Pensemos en las fechas de Puccini: la temprana Manon Lecaut es de 1893; Tosca, de 1900; Madama Butterfly, de 1904 (la versión definitiva, de 1920), mientras que Turandot quedó inacabada a su muerte en 1924. Salome, de Richard Strauss, es de 1905, y Pierrot Lunaire de Schönberg, de 1912. Gustav Mahler murió en 1911, y los jóvenes compositores y críticos comenzaban ya a considerarle un compositor anticuado.

Pero lo que más nos interesa de una ópera no es su situación histórica, sino su música. La de Francesco Cilea es intensamente hermosa. Su orquestación, milagrosa. Su sentido de la armonía, llena de ese hechizo del romanticismo tardío. Su talento melódico, de primera fila. Y es de señalar que todos estos compositores que terminarían todos sucumbiendo en las batallas de la Primera Guerra Mundial, y me refiero a la Guerra Mundial de la música y no la de las trincheras y el barro, fueron los últimos melodistas de la historia de occidente. Solo Richard Strauss, con su maravilloso aplomo y su divina longevidad y Jan Sibelius, se atrevieron a mantener esta tradición en la ópera, el lied, la sinfonía, el poema sinfónico y la música de escena, dos extraños en medio del terrible y durísimo siglo XX.

El montaje que vemos estos días en el Teatro Real es uno de esos que le hace a uno sentir que está, de verdad, en la ópera, que esto es lo que la ópera debería ser. Es todo tan maravillosamente complejo, tan delicado, tan prodigiosamente lleno de detalles, de rincones que abren espacios inesperados, de telas preciosas que caen llenas de ribetes y frunces y orlas y espuma y oropel en los figurines deslumbrantes de Brigitte Reiffenstuel, de escenarios dentro del escenario, de un escenario que se llena de un público que contempla hacia dentro otro escenario de otro teatro en otro mundo, donde bailan figuras blancas y carmesíes que parecen del final de la mente, de giros casi imperceptibles de la trama, llena de cartas y billetes que corren de un lado para otro y que es casi imposible de seguir, de mujeres de personalidad abrumadora, la actriz Adriana Lecouvreur, que fue amante de Voltaire y creó en la Comedia Francesa una nueva forma de interpretar a los clásicos, la Princesa de Bouillon (la prodigiosa Elina Garanca), el conde de Sajonia, Maurizio, (el gran tenor norteamericano Brian Jagde), del cual las dos están enamoradas y ese personaje conmovedor, Michonnet, el director de escena enamorado en secreto de Adriana Lecouvreur, que nos recuerda al Sachs de los Maestros, un magnífico Nicola Alaimo.

Amor y política. Dos mujeres enamoradas del mismo hombre. Un hombre mayor enamorado de una mujer más joven a la que protege y cuida como si fuera su hija. Una mujer poderosa y apasionada cuyo amante la abandona por otra mujer más joven. La crueldad del poder. Venenos, intrigas. La indefensión de la mujer, uno de los grandes temas de la ópera.

Y por encima de todo, la música de Cilea, infatigablemente hermosa, siempre variada e interesante, sin un solo momento de debilidad en una ópera tan larga y que habla de tantas cosas. Ingeniosa donde es necesario, chispeante y rítmica en la descripción de la batalla de Maurizio, cómica en los jugueteos frívolos del Príncipe de Bouillon y su compañero de farra, uno de esos ridículos abates del siglo XVIII, lírica y apasionada en las grandes escenas de amor y de celos. Uno de sus grandes hallazgos, seguramente por influencia de Wagner, el uso que hace de las dos grandes arias de Adriana, cuya música no suena solo una vez sino que se extiende por toda la ópera y reaparece una y otra vez transformándose y tornasolándose con nuevos matices. El aria “Poveri fiori” es también el origen del preludio del último acto (¿o es al revés?), un motivo musical de dos notas, solo dos notas, que se repiten una y otra vez sobre armonías cambiantes. La ópera termina con un delicadísimo arpegio del arpa, hundiéndose en el silencio. Y entonces, por encima de Adriana, que acaba de morir envenenada también a través de un mensaje falso (porque la letra mata), en el escenario que hay dentro del escenario, los personajes de la obra de teatro, con sus turbantes y sus figurines de fantasía, avanzan en la media penumbra y nos saludan discretamente. ¿O quizá la saludan a ella, un alma que entra en el teatro que hay más allá de la muerte, al que todos iremos, quizá, algún día, y en el que nos aguardan nuevos papeles y nuevas representaciones?