Me gustan los aeropuertos, me gusta observar de madrugada a quienes se montan en esos aviones que probablemente nunca cogeré con destino a Afganistán, Asjabad, Erbil, Bishkek… Si esto fuera Nigeria los libaneses se agolparían ahora mismo junto a la puerta de embarque cargados con fajos de billetes en metálico de tanta pasta que se ven obligados a blanquear. Pero es Estambul y a la purria que viaja a Oriente Medio nos agrupan en el abrevadero-esquina de la terminal.
Una oveja de la libertad le dice al camarero turco que repita con ella “Visca Catalunya” —se pronuncia así—, insiste la mujer con picazón nacionalista. Intento recordar cuántas veces un ruso, un danés, un sueco, un alemán, un chino, un yanqui, no digamos ya un árabe, me han pedido que ensalce la gloria de su país. Pero esas cosas solo las hacen los españoles más paletos…
Por eso de estudiar al enemigo de cerca y porque, en el fondo, me va la bronca, me planto en la sala de espera a Tel Aviv, con el secreto deseo de ver si los pasajeros judíos son capaces de levantar un asentamiento en la sala vecina, la de Irán. Nadie se mueve, los persas caminan con aire gris, las mujeres retrasan lo máximo posible el momento de colocarse el pañuelo en la parte trasera de la cabeza. El eje del mal presenta un aspecto deprimido, en horas bajas, su desazón es tal que prefieren castigarse viviendo antes que apretar un botón nuclear.
Me siento finalmente al lado de un señor gordo con bastante parecido al insigne Ariel Sharon. Míralo a Sharon, si hasta parece majo. Seguro que tiene su familia, sus nietos, les comprará regalitos en navidad… Porque seamos sinceros, ¿quién no ha tenido una mala noche? Una de esas noches en las que resulta imposible pegar ojo, las sábanas se te pegotean a los pelos, hace calor, es verano, los grillos cantan, las campanas tañen, los vecinos del Kibutz se ponen a cambiar los muebles de sitio de madrugada, a un niño se le caen las canicas al suelo… Y tú te levantas hecho polvo, de mala hostia, el aceite de oliva te sabe mal, tienes ganas de acorralar a alguien, te ofuscas en tu barco de guerra y terminan cuatro niños que juegan sospechosamente en la playa de Gaza muertos…
Carraspeo con descaro con la intención de que Sharon dirija su vista al artículo del Times of Israel que leo en pantalla y en el que se asegura que Israel se está preparando para una violenta ofensiva contra Hizbolá. Hizbolá, para quien no se entere, somos nosotros: mi taxista, el heladero, el amable oficial del aeropuerto, los que nos escuchan las conversaciones, los que negocian para que Irán se trague este particular Lebanese way of life… Hizbolá es el Líbano entero. Pero Sharon sigue a lo suyo, con esa sabiduría de hombre zen de la zona, acostumbrado a que cualquier día otro palestino, harto de cagar con 40 familiares en casa y sin nuevos capítulos de la telenovela en agosto, se lance a tirar cohetes por doquier, proclamando, 5.000 muertos después, la victoria.
Tres chavales con un tambor envuelto en una tela con el mapa africano charlan distendidamente. Y tenemos que creernos que estos tres han ido a tocar el bongo a Tanzania, así, sin más… El más atractivo es lo suficientemente masculino como para que empiece a imaginarme como de duro será que te peguen con un candelabro judío… Mis amigas pro-palestinas se escandalizarían solo de oírme y eso que no saben que aquí hay quien, como homenaje, se envuelve el rabo con la bandera de Israel antes de fornicar con árabes…
Sí, septiembre es quizás mi mes preferido. Me gustan las nubes que en el noveno mes dejan traspasar un sol aún cálido. Disfruto despidiendo el verano, aguardando la llegada de todo lo que oscurece la confianza. Volamos ligeros, deprisa, mi yo no recuerda ya quien fue ayer, el pasado es una mentira cuando se está vivo. Desearía abrirle las puertas a todo lo que el miedo mantiene siempre en la distancia, ser un inmenso paraje de acogida en un Beirut al que nunca se regresa. Se empieza, una vez más, de nuevo en él.