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Afganistán: el eterno año cero

 

 

Hace unos meses,  comentando los planes de retirada de las fuerzas militares y civiles internacionales implicadas en el desastre de Afganistán, el periodista pakistaní Ahmed Rashid se preguntaba en uno de sus artículos en The New York Review of Books: ¿Por qué estamos abandonando a los afganos? La respuesta, sobra decirlo, no es simple. Ni geopolítica ni militarmente. Hay que tener en cuenta además que, para explicar con una cierta claridad el papel de la coalición invasora internacional en Afganistán, tendríamos que incluir en la argumentación la gran infamia, el descarado cinismo y la patente incapacidad –suenan como opiniones pero son datos cuantificables- de los grandes actores que han colaborado en el hundimiento del país y que en teoría nos representan, directa o indirectamente, en aquellas tierras: la ONU, la OTAN, la Unión Europea y, a nivel local, el Ministerio de Defensa español.

 

La política interna de los países ocupantes ha condicionado en buena medida el resultado de la ocupación en Afganistán -lo mismo podría decirse de Iraq, cuya ocupación se llevó a cabo sin contar siquiera con el respaldo de la legalidad internacional que representa la ONU-. Por ejemplo, según nuestros ministros de Defensa –incluida la ex ministra-, los soldados españoles no participan en una guerra, están en Afganistán “de Misión”. En ocasiones, la “misión” se ha adjetivado, convirtiéndose, por ejemplo, en “Misión Humanitaria”. Sería absurdo negar que los ejércitos modernos colaboran con las agencias de cooperación nacionales e internacionales que prestan ayuda humanitaria, pero su misión es otra. A nadie –salvo a nuestros ministros, tal vez- se le ocurriría decir que, dado que los soldados se ven obligados a acampar –con sus tiendas de campaña, sus hogueras, ¿sus malvaviscos?-, están en Afganistán o Irak “de acampada”.  Según parece, vivimos tiempos de sinécdoque retórica: se puede hacer referencia a la parte, en lugar de nombrar el todo –lo que permite excluir a los muertos y el sufrimiento de los supervivientes- con total impunidad política.  Si aquellos que nos representan, lo hacen tan mal, cabe suponer que alguna responsabilidad tendremos sus votantes en esos desmanes.

 

En su libro Los Estados inviables (Libros de La Catarata, 2003), el diplomático peruano Oswaldo de Rivero, se refiere a las relaciones entre la política interna de los países desarrollados y la construcción de una realidad internacional más justa: “A los políticos de las grandes potencias les es casi imposible venderle a sus ciudadanos la idea de que es necesario participar en las “guerras justas” de Naciones Unidas. Su electorado no está dispuesto a sacrificar la vida de sus hijos y pagar más impuestos para establecer un nuevo orden mundial. Ninguna sociedad de consumo quiere asumir los costos humanos ni económicos que implica el peace-making. La sola idea de ver a sus soldados regresar en bolsas de plástico aterra a sus gobiernos por el castigo que podría tener ello, más tarde en las urnas. Como resultado de esta percepción, los gobiernos de las grandes potencias tomaron como norma intervenciones militares “cero bajas” y consecuentemente mucha prudencia en embarcarse en las planificaciones onusianas. La práctica política desde entonces es salvaguardar el electorado nacional abandonando el orden mundial”. Mònica Bernabé abre su libro Afganistán con una frase del político y escritor irlandés Edmund Burke que condensa lo expuesto por De Rivero: “Para que el mal triunfe, solo hace falta que las personas justas no hagan nada”

 

Leyendo estos días el libro de Mònica Bernabé publicado antes del verano por la editorial Debate, cuyo título completo es Afganistán. Crónica de una ficción, he recorrido la historia de los últimos diez años de Agfanistán con la sensación –no exenta de un cierto dramatismo impostado, propio del observador de una realidad ajena- de que casi todo lo que podía hacerse mal a la hora de ayudar a construir un país se ha hecho mal con un grado de perfección digno de alabanza.

 

Desde hace más de una década, en las Conferencias Internacionales y en los Seminarios y Másteres de las Universidades más prestigiosas se ha ido entretejiendo una retórica de la conquista y el desarrollo que, al menos en teoría, sólo ofrece ventajas.  Algunos de sus conceptos fetiche: Reconstrucción de países en post-conflicto, Justicia Transicional, Operaciones conjuntas civiles y militares, etc. El problema de estos conceptos es que sólo cobran sentido y existen como tales cuando se llevan a la práctica, y en la práctica suelen  mostrar su perfil menos amable de hoscos rasgos pseudo intelectuales y, aún más grave,  de cínicos propósitos pseudo humanistas. Todos esos conceptos han sido puestos en práctica –c’est-à-dire, “implementados”- en Afganistán y… bueno, vistos los resultados, dan ganas de acompañar en su indignación a muchos de los que votaron a Obama hace cuatro años,  fascinados por sus discursos, y que al escuchar uno de los actuales discursos del candidato demócrata, exclaman ya liberados del hechizo: bullshits!

 

Demasiado a menudo suele confundirse la inmovilidad con la paciencia, la ataraxia con la perseverancia. Al leer el libro de Mònica Bernabé, sin embargo, no hay margen de error. La única periodista española que ha trabajado y vivido en Afganistán de un modo casi permanente durante los últimos años, demuestra sobradamente que para contar la historia reciente del pueblo afgano ha necesitado de un inmenso reservorio de paciencia -resistir cuando cuesta encontrar argumentos a favor de permanecer-, y de la perseverancia inquebrantable que se requiere para seguir contando cuando todo se desintegra a tu alrededor, en especial la coherencia entre los discursos y la realidad.

 

Hay muchos párrafos de Afganistán que merecerían ser citados para explicar por qué se han ido anulando una a una gran parte de las posibilidades de ese país para evitar descender de nuevo en el caos. He elegido como muestra unos fragmentos del libro en los que Bernabé habla de las (pseudo) elecciones de 2009 y de la fiesta que se celebró en su casa –compartía casa con bien remunerados empleados de la ONU- tras la primera vuelta electoral.

 

Elecciones de 2009

“La ciudad estaba desierta, como nunca antes había visto Kabul. No circulaban coches, ni siquiera taxis, y había controles de policía por todas partes. En los colegios electorales casi no había votantes, y en algunos las únicas personas que habían depositado la papeleta eran las que estaban en la propia mesa electoral.

Los talibanes habían advertido de que boicotearían los comicios atacando los colegios electorales y la gente tuvo pánico

[…] Barack Obama había declarado que las votaciones habían sido “un éxito”. El secretario general de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen, afirmó que fueron un “testimonio de la determinación de la población afgana por la democracia”. Y el secretario general de la ONU, Ban Ki-Moon, también se congratuló por la jornada electoral.

[…] Ni hubo muchos votantes en Kabul, ni tampoco en el resto de Afganistán. De hecho, nunca se llegó a conocer el índice real de participación en las elecciones, porque desde el principio no se sabía cuántas personas podían votar. No existía un censo electoral y el registro de votantes fue caótico. Era el inicio de una parodia nacional, o, mejor dicho, de una tragicomedia”

Unos días más tarde:

“Al menos unas cincuenta personas vinieron aquella noche a mi casa. Uno de los trabajadores de la ONU que vivía conmigo celebraba una fiesta e invitó a todos sus colegas. Para garantizar la seguridad, las Naciones Unidas proporcionaron más vigilancia y una decena de policías afganos armados se apostaron en la entrada de la vivienda. Era Ramadán, el mes del ayuno musulmán, en el que la población afgana mantiene una actitud de recogimiento. No se celebran bodas ni fiestas. En cambio, en mi casa se montó una buena juerga.

Yo estaba en mi habitación y podía oír como se reía la gente y como retumbaba la música desde la otra punta de la casa. La fiesta duró hasta altas horas de la madrugada, y pensé que nos merecíamos que hubiera un atentado contra nuestra vivienda. Las elecciones habían sido un caos, llevábamos semanas de atentados, era mes de ayuno y nosotros lo celebrábamos. Parecía que no viviéramos en Afganistán, sino en otra galaxia”

 

Se han cumplido 11 años desde la invasión de Afganistán. ¿Algo que celebrar?

 

 

 

 

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