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África: el frustrado sueño de la integración

 

Resulta imposible entender lo que fueron la Organización para la Unidad Africana (OUA), fundada hace 25 años, y lo que es la actual Unión Africana (UA), sin tener en cuenta la idea básica y las circunstancias concretas que los suscitaron: la ilusión de la  integración de todos los negros en una gran patria común, la búsqueda de unos Estados Unidos de África que no sólo agrupen, sino que fortalezcan política, económica y culturalmente a un continente postrado desde hace más de cinco siglos. Dicho de otra manera: la intención o aspiración de los forjadores de la OUA, heredada por la Unión Africana, fue hacer realidad el concepto teórico del panafricanismo. ¿Y qué es el panafricanismo? En esencia, un movimiento político, filosófico, cultural y social que promueve la dignificación del negro, su hermanamiento a nivel universal, la defensa de sus derechos y la unidad de África bajo un único Estado soberano, cuyos ciudadanos procedan tanto de África como de su diáspora; es decir, abarcando a los descendientes de los esclavos trasladados de manera forzosa e inhumana a América y otras partes del mundo. Estas ideas surgieron en la segunda mitad del siglo XIX, formuladas por intelectuales afroamericanos, ante la confluencia de diversos factores: el esclavismo occidental, que explotaba a los negros tanto en África como en América; el colonialismo europeo en África; la emigración hacia Estados Unidos de trabajadores y estudiantes negros procedentes de las Antillas, área donde eran frecuentes las rebeliones antiesclavistas y los movimientos de emancipación; así como la progresivamente vasta y fructífera producción intelectual de los afrodescendientes. 

 

Ya en 1869, J. J. Thomas, negro jamaicano, había refutado en un documentado tratado la falacia de un determinismo en boga –por desgracia aún vigente-, según el cual los negros somos incapaces de autogobernarnos. Sus argumentos llamaron la atención del abogado negro Henry Silvester Williams, nacido en Trinidad y residente en Londres. Preocupado por las condiciones en que vivían los negros y los abusos que se ejercían contra ellos, Williams fundó en la capital británica, en 1897, la Asociación Africana, de la cual surgirían otras agrupaciones similares en el sur y suroeste de África, en Liberia, en Estados Unidos y en el Caribe. De la unión de todas ellas surgió la Asociación Panafricana, organizadora de la Primera Conferencia Panafricana, reunida en Londres en junio de 1900. Sus objetivos básicos fueron “asegurar los derechos civiles y políticos para los africanos y sus descendientes alrededor del mundo; motivar a las personas africanas donde estén a llevar a cabo proyectos educativos, industriales y comerciales; y mejorar la condición de los Oprimidos Negros en África, América, el Imperio Británico y otras partes del mundo”. Puede apreciarse la extraordinaria similitud con los fines de numerosas organizaciones no gubernamentales (ONGs) actuales, lo que nos lleva a constatar que, más de un siglo después, apenas ha cambiado la condición del negro en el mundo. 

 

El secretario de esta primera Conferencia Panafricana fue el Dr. William Edward Burghardt Du Bois, un erudito y activista afroamericano, nacido en Massachusetts (Estados Unidos) 1868 y fallecido en Accra (Ghana) en 1963, a los 95 años. Primer negro que se doctoró en la universidad de Harvard, donde luego sería profesor de Economía, Sociología e Historia. Doctor también por la universidad alemana de Heidelberg, enseñó asimismo en la Universidad de Atlanta (Georgia) y en la universidad Humboldt de Berlín, entre otras. Es considerado el padre del panafricanismo, por su incansable activismo durante casi un siglo, y por su ingente aportación teórica: 25 libros de ensayo, tres autobiografías y seis novelas, e innumerables artículos, publicados sobre todo en la revista The Crisis, que dirigió durante años, uno de cuyos logros fue impulsar a las autoridades de Estados Unidos a legislar contra los linchamientos de negros, entonces frecuentes. Impulsor del llamado Renacimiento de Harlem, un movimiento sobre todo artístico y literario, también se le atribuye al profesor Du Bois la invención del término panafricanismo, aunque no existe unanimidad al respecto. Fue, asimismo, cofundador y la figura más prominente de la Asociación para el Progreso de la Gente de Color (la famosa NAACP, en sus siglas en inglés, que años después presidiría el Dr. Martin Luther King). Fue promotor y alma del I Congreso Panafricano, que tuvo lugar en París en 1919, centrado en las condiciones en que los negros africanos y afroamericanos lucharon durante la I Guerra Mundial, y sus consecuencias para ellos. Asistieron 57 delegados procedentes de las colonias inglesas y francesas, las Antillas y de Estados Unidos. Las Resoluciones de Londres, emanadas del II Congreso Panafricano, celebrado en la capital británica en 1921, supusieron un avance en la concreción del concepto, al cuestionar la esencia del colonialismo y propugnar la igualdad en un mundo dominado por el racismo y la pretendida superioridad de los blancos, con el fin de que África fuera gobernada por los africanos. A este II Congreso acudieron ya 130 delegados, entre ellos 41 procedentes de África. Con los altibajos de rigor, inevitables en una lucha tan desigual entre los poderosos del mundo y una minoría negra marginada y carente de derechos, la idea panafricana fue adquiriendo cuerpo y adeptos. Es el V Congreso, reunido en Manchester (Reino Unido) en marzo de 1945, muy poco antes de finalizar la II Guerra Mundial en Europa, el que consagraría el panafricanismo como doctrina, gracias, sobre todo, a la activa participación de  Kwame Nkrumah, figura también esencial en la que nos detendremos después. El Congreso de Manchester –al que asistieron otros líderes nacionalistas, como los futuros presidentes de Nigeria y Tanzania, Namdy Azikwe y Julius Nyerere, respectivamente- es histórico sobre todo por dos razones: el impulso decisivo y prácticamente definitivo que proporcionó a la lucha anticolonial en África y en el Caribe, y porque inició una verdadera integración continental, al trascender el área de los territorios anglófonos e incorporar a las colonias francófonas y, por extensión, a todos los territorios africanos dependientes de las potencias europeas.

 

Casi a la par que la Conferencia de San Francisco, que creó la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en 1945, y años antes de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, y bajo la inspiración de George Padmore, el V Congreso Panafricano ya consagró “el derecho de todos los pueblos a autogobernarse”. “Afirmamos –continúa la declaración final- el derecho de todos los pueblos colonizados a controlar su destino. Todas las colonias deben ser liberadas del control imperialista externo, sea éste político o económico. Los pueblos colonizados deben tener el derecho a elegir su propio gobierno, un gobierno sin restricciones de una potencia extranjera. Decimos a los pueblos de las colonias que deben luchar por esos objetivos por cualesquiera medios a su alcance”.

 

En el segundo aspecto, el V Congreso consagró la incorporación del resto de las posesiones europeas al movimiento panafricanista, sobre todo la négritude, la versión francesa del renacimiento y del orgullo negros. Dicha corriente política, filosófica y cultural había nacido en Francia en el período de entreguerras, propuesta por estudiantes negros procedentes de las colonias francesas en el Caribe y África. Entre ellos destacan el poeta y profesor Leopold Sedar Senghor, de Senegal, y los antillanos Leon Gontras Damas y Aimé Césaire. Pero, al mismo tiempo que se producía la confluencia, emergían las diferencias: frente a la claridad y contundencia de las reivindicaciones de los anglófonos, los francófonos adoptaron una postura más gradualista y conciliadora con su potencia colonial. Nacían, así, las dos tendencias  que dividen la política africana desde entonces: los llamados radicales, y los considerados moderados. Esas diferencias se acentuarían a medida que en África avanzaba el proceso hacia el autogobierno, pues fue siempre manifiesta la ausencia de empatía entre Nkrumah y Senghor, los máximos representantes de ambas corrientes, la rupturista y la colaboracionista con las potencias coloniales. Durante el V Congreso, Nkrumah esgrimió el concepto de “personalidad africana” frente a la “negritud” de Senghor, que despreció el líder ghaneano al considerarlo “un movimiento literario elevado a la categoría de ideología política”. En cierto sentido, subsiste esa división en el seno de los organismos integradores políticos y económicos de nuestro continente.    

 

Aunque Du Bois es, sin duda, la figura más prominente en la teoría y en la praxis del movimiento panafricano, conviene recordar, siquiera brevemente, a otros destacados activistas. Entre ellos, Marcus Mosiah Garvey, nacido en Jamaica en 1887, y fallecido a los 52 años en Londres, en 1940. Editor, periodista y sindicalista, en 1914 creó la Asociación Universal para la Mejora del Hombre Negro (UNIA, en sus siglas inglesas). Dos años después, emigró a Estados Unidos, donde estableció secciones de la UNIA y fundó una revista llamada Negro World (Mundo Negro). Así inició una intensa actividad de conferenciante, con la idea básica de convencer a los descendientes de los esclavos para que regresaran a África, su tierra madre. Para Garvey, “el éxito educativo, industrial y político se basa en la protección de una nación fundada por nosotros y esa nación sólo puede estar en África”. Se oponía así a las tesis integracionistas de otros afroamericanos, como Du Bois, con quien mantuvo duras polémicas. Pero esa idea coincidía también con las tesis supremacistas blancas del Ku Klux Klan, la organización racista más radical de Estados Unidos. Puede decirse que, frente al racismo radical blanco, Garvey opuso el racismo radical negro, precursor del Black Power. Para materializar su plan, Garvey fundó una empresa de transporte marítimo, la Black Star Line. También fundó su propia iglesia, la Iglesia Ortodoxa Africana. En 1918, Garvey afirmaba que la UNIA tenía dos millones de afiliados. Exagerada o no esta militancia, lo cierto es que, en agosto de 1920, logró  que 25.000 personas abarrotaran el estadio Madison Square Garden de Nueva York para escucharle. Allí lanzó su famosa Declaración de los Derechos de los Pueblos Negros del Mundo, un programa de 54 puntos. Tres años después, sus enemigos lograron que fuera encarcelado por un supuesto delito de fraude fiscal. Indultado por el entonces presidente de Estados Unidos, Calvin Coolidge, fue sacado de la cárcel de Atlanta dos años después y repatriado a Jamaica. Allí fundó el Partido Político del Pueblo (PPP), primero que reivindicó la independencia para Jamaica. Al no poder desarrollar plenamente sus actividades, emigró al Reino Unido en 1935, y murió  en  Londres cinco años después, olvidado y desacreditado por determinados sectores del nacionalismo negro. Conviene recordar que Garvey es, hoy, el más importante héroe nacional de Jamaica, reivindicado como creador de los rastafaris, movimiento religioso, político y cultural que sigue propugnando el retorno a la madre África de los negros de la diáspora. Sabido es que uno de los iconos más célebres de este movimiento es el cantante Bob Marley, creador del ritmo reggae, cuya estética es fácilmente reconocible en numerosos jóvenes, blancos, negros y mulatos, de todo el mundo. La palabra rastafari proviene de Ras Tafari, el título que ostentaba el emperador de Etiopía, Haile Selassie I, antes de su coronación en 1930. Los seguidores de Garvey vieron en esa figura la encarnación de sus aspiraciones. Su derrocamiento y asesinato en 1974 provocó una reacción profundamente pesimista, y, desde entonces, los rastafaris esperan la caída de la “gran Babilonia”, o sea, del “capitalismo explotador encarnado por la raza blanca”.    

 

El tercer pilar del panafricanismo histórico es Malcolm Ivan Meredith Nurse, que cambió su nombre por el de George Padmore, por el cual es conocido. Nació  también en Trinidad, en 1902, y, como su compatriota Garvey, murió en Londres, en 1959. Siendo joven, Padmore viajó a Estados Unidos para estudiar Medicina en la universidad de Tennessee, y posteriormente en Harvard. En este período inicia su militancia y su activismo comunista. En 1922 abandonó Estados Unidos para establecerse en la Unión Soviética, donde defendió la causa de los negros a través de la revista Negro Worker. Decepcionado por el estalinismo, en 1934 abandonó la URSS y la militancia comunista y se trasladó a Londres, donde colaboró con el movimiento panafricano desde posiciones políticas profundamente radicales. Fue el secretario del V Congreso Panafricano, y una de sus estrellas más brillantes. Desde la independencia de Ghana en 1957 hasta su muerte, fue consejero del presidente Nkrumah.

 

Este radicalismo –expresado en unas ideas políticas de izquierdas, en un lenguaje  enérgico, contundente, y en un planteamiento doctrinal que a veces roza el racismo antiblanco- impregnaría al panafricanismo casi desde sus inicios hasta el derrocamiento de Nkrumah, en febrero de 1966, y es una de las razones por la cual los occidentales –en un mundo y en un período polarizados por la Guerra Fría- han visto con recelo toda formulación unionista africana. Porque conviene recordar que tanto Du Bois como Garvey también coquetearon en algún momento de sus vidas con las ideas comunistas, muy atractivas para importantes segmentos de una población  como la negra, humillada y explotada históricamente. Pero también conviene resaltar que, si buena parte de sus principales figuras encontraron atractivas las ideas marxistas sobre igualdad y antiexplotación, muy pronto rompieron con su praxis totalitaria, evidenciada por la tiranía de Stalin.

 

Esa tendencia hacia el radicalismo de izquierdas se hace progresivamente evidente en el II, III y IV Congresos, celebrados en 1921, 1923 y 1927, que incorporaron a un número mayor de delegados africanos anticolonialistas y, como invitados, a partidos de izquierda europeos, como los laboristas británicos, en un intento de alianza contra el capitalismo colonialista, su enemigo de clase común.                                                      

 

Si bien esa retórica y esa estrategia lograron considerables avances hacia la emancipación y la igualdad, como, junto a otros factores, sucedería a partir del V Congreso de Manchester, también cabe anotar, al menos como hipótesis, que serían obstáculos determinantes para abortar, o al menos dificultar, la consecución de los objetivos. Así, al menos, se desprende de la intrahistoria de la OUA, cuyo fracaso se hizo patente a medida en que perdían el poder de forma violenta sus principales valedores, empezando por Nkrumah y, por supuesto, a medida que las fuerzas neocoloniales pasaban a la contraofensiva para controlar a las naciones emergentes de África. Dicho de otra manera, la respuesta sólo puede ser negativa a la cuestión de si el panafricanismo histórico fue una especie de quinta columna o un instrumento al servicio de la expansión del marxismo. Pero en aquel mundo maniqueo, sus detractores utilizaron su retórica igualitarista para demonizarlo, al alinearlo junto a las ideas del bloque oriental. Ya hemos visto que tanto Du Bois, como Garvey y Padmore, coquetearon en algún momento de sus vidas con el comunismo, pero también es cierto que lo abandonaron, porque la prioridad de la lucha por la emancipación racial y política era alcanzar la libertad. Lo mismo podemos decir de algunos de los  líderes políticos e ideológicos del nacionalismo africano de la primera hora: ¿Kwame Nkrumah, Patrice Lumumba, Frantz Fanon y otros fueron realmente marxistas? Ninguno de ellos asume esa doctrina en sus textos, al menos en los que conozco. Nkrumah, por ejemplo, se consideraba un “socialista moderado” y valoraba algunos de los postulados del capitalismo como motor de desarrollo; lo cual le sitúa en el área de la socialdemocracia. Lo indudable es que fueron profundamente anticolonialistas, y, por tanto, antiimperialistas. Y ser anticolonialista no es   necesariamente ser comunista. En  cualquier caso, dejamos aquí sólo enunciada esta   cuestión fundamental para comprender el África de las décadas de los años 50 y 60 del pasado siglo –período de la concepción y creación de la OUA- donde se encuentran las claves de la deriva posterior del África independiente. Porque la contrarreacción de las fuerzas procoloniales ante la eclosión soberanista tuvo como base la argumentación según la cual el África independiente se estaba convirtiendo en  un campo abonado para la expansión del comunismo; y sobre esta tesis se diseñaron las estrategias neocoloniales que llevaron a la muerte a Patrice Lumumba, provocaron el derrocamiento de Nkrumah, instauraron el golpismo como única forma de alternancia, se consagró la inestabilidad y se recrudecieron las guerras coloniales, retrasando el acceso a la libertad en las posesiones portuguesas y en Suráfrica, por ejemplo, todo lo cual condiciona, hasta hoy, las legítimas aspiraciones africanas a la libertad y al desarrollo. Zanja esta cuestión un argumento contundente: al revés que los socialistas ingleses y franceses, los comunistas europeos y asiáticos nunca apoyaron el panafricanismo, considerado un movimiento “pequeño burgués”. 

 

También conviene siquiera esbozar otro tema importante que condiciona el desarrollo de la idea panafricana. Y es que el movimiento nació dividido. Ya hemos visto los planteamientos antitéticos que enfrentaron a sus principales figuras, Du Bois, un intelectual de porte aristocrático, y Garvey, un activista populista, que no pararon de insultarse. Si para éste Du Bois no era más que “pura y simplemente un negro del hombre blanco”, “enemigo declarado de la raza negra”, “mulato perezoso y vendido”, Du Bois consideraba a Garvey “o un lunático o un traidor”. Padmore resumiría esta polémica eterna en una frase, al considerar que Du Bois creó la “ideología política rival” del “sionismo negro” de Garvey. También son destacables las polémicas entre el poeta martiniqués Aimé Cesaire con algunos afro-estadounidenses, así como la clara y amarga decepción expresada por integrantes de la diáspora que habían intentado establecerse en África, o la habían visitado, para descubrir que allí no se sentían en casa. Particularmente destacable es el testimonio al respecto de Richard Wright, uno de los mejores escritores de Estados Unidos.  

 

Antes de cerrar este bloque sobre el panafricanismo, veamos cuál es el estado de la cuestión en la actualidad. Desde la creación de la OUA en 1963, pero, sobre todo, desde que fue imponiéndose la reacción neocolonialista ante el soberanismo y la afirmación nacional, la idea panafricanista empezó a declinar. Prueba de ello es que entre el V y el VI Congresos mediaron casi 30 años. En junio de 1974 se reunió el VI  Congreso Panafricano en Dar-es-Salaam, Tanzania, a instancias del presidente Julius Nyerere. La reunión se desarrolló en un ambiente tenso, a causa de  los planteamientos raciales y políticos de los Panteras Negras de Estados Unidos. Entre sus logros, sólo destaca el reconocimiento oficial de la multirracialidad en África. El  VII Congreso se celebró veinte años después, en abril de 1994. Se reunió en la capital de Uganda, Kampala, y consagró la división del panafricanismo en múltiples facciones y corrientes. Los representantes negros criticaron con dureza la nutrida presencia de políticos e intelectuales del norte de África, considerados “arabistas”, acusados de “desvirtuar” el espíritu original del movimiento. Su única resolución destacable fue la creación de la Organización Panafricana de Liberación de la Mujer (PAWLO, en sus siglas inglesas).

 

Desde entonces languidece el panafricanismo, convertido en un cajón de sastre para todos los demagogos. Lo prueba el hecho de que el VIII Congreso ha sido aplazado en numerosas ocasiones. Que sepamos, el último aplazamiento se produjo en 2006, cuando ya había sido convocado en Harare, Zimbabue, porque algunos sectores consideraron al régimen dictatorial de Robert Mugabe un marco poco idóneo. El panafricanismo se halla atomizado en la actualidad. Tres son las corrientes principales: la llamada posibilista, que advierte sobre la “imposibilidad de realizar la unidad africana” debido a la diversidad social y política del continente; los críticos insisten en que el panafricanismo es una “ideología nociva para África”, al estar relacionada con un cierto “esencialismo”; mientras los panafricanos militantes acusan a los anteriores de “agentes occidentales” y “enemigos del panafricanismo”, cuyos objetivos serían minar el proceso de integración y la culminación del Estado panafricano. Junto a ellos, coexisten –sin convivir- otros grupúsculos. En Estados Unidos se reivindican como panafricanistas diversas agrupaciones extremistas que propugnan la supremacía negra; en Estados Unidos y en el Caribe, otras asociaciones surgidas de los rastafaris predican el racismo antiblanco; sin olvidar a tiranos como Idi Amin, Sékou Touré, Mobutu Sese Seko o Francisco Macías, que decían sustentar  en un supuesto panafricanismo sus políticas totalitarias y sus continuas violaciones de los derechos de sus compatriotas africanos. Para intelectuales panafricanos como Ali Marzui y Mbuyi Kabunda Badi, estos dictadores son “representantes de un panafricanismo distorsionado y esencialmente falsificado”.  

 

El nuevo orden surgido de la II Guerra Mundial era profundamente anticolonialista. Tanto los Estados Unidos de Harry Truman como la Unión Soviética de Stalin, los verdaderos vencedores de la contienda y cabezas de los bloques hegemónicos resultantes, apoyaron las reivindicaciones nacionalistas de los nuevos líderes de las naciones oprimidas de Asia y África. Esas ideas, plasmadas en la Carta de las Naciones Unidas y en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, coincidían plenamente con las tesis formuladas por el V Congreso Panafricanista de Manchester. De ahí que el independentismo africano fuera imparable. En 1946 se creó en Londres el Secretariado Nacional del África Occidental, una conferencia en la que participaron, por parte francófona, Suru Migan Apithy, quien sería presidente de Dahomey, hoy Benín, promotor de la idea de una Federación del África Occidental como “palanca indispensable para la realización de la esperanza panafricana de los Estados Unidos de África”. La Federación Panafricana estableció vínculos estrechos con el Consejo Nacional de Nigeria y Camerún, primera entidad política organizada del África bajo dominio británico, dirigida por Namdi Azikwé, y con el Partido de la Convención del Pueblo, del doctor Kwame Nkrumah. Recordemos que Nkrumah fue el orador y activista más exitoso, y principal ideólogo, del V Congreso Panafricano de Manchester. Nacido en Nkroful, Costa de Oro, en 1909, Francis Nwla Fofie Kwame Nkrumah se formó en las misiones católicas y se graduó como maestro en 1930. Ejerció el magisterio en varias escuelas, y en esa época se convirtió en un nacionalista apasionado gracias, sobre todo, a la lectura de los escritos del doctor  Azikwé, que vivió un tiempo en Costa de Oro, donde editaba un periódico. En 1935, Nkrumah partió hacia Estados Unidos, donde estudió Economía y Sociología en la Lincoln University, graduándose en 1939. Después realizaría estudios de postgrado en educación y filosofía en la universidad de Pensylvania. Influido por las teorías de Marcus Garvey, inició su activismo en pro de la emancipación de las colonias europeas en África, sobre todo tras ser elegido presidente de la Organización de Estudiantes Africanos en América y Canadá. En 1945 se estableció en Londres para estudiar Derecho y terminar su doctorado en Filosofía. Allí se incorporó a la política activa. Elegido vicepresidente de la Unión de Estudiantes del África Occidental – fundada en 1925, entonces un verdadero hervidero de ideas nacionalistas y escuela de futuros líderes independentistas-, desde ese cargo trabajó estrechamente con Padmore, cuyas ideas compartía desde sus años en América. Además de la praxis política, Nkruma dejó marcada su ideología y su visión en varios libros esenciales para comprender África: destacaremos su Autobiografía, publicada en 1957; África debe unirse (1963); Consciencism (1964) y Neocolonialimo, última etapa del imperialismo (1965). 

 

Tras ser encarcelado acusado de subversión, en 1952 Nkrumah fue nombrado primer ministro de Costa de Oro, y en marzo de 1957 proclamó la independencia de su país, con el nombre de Ghana. En ese momento, volvió a lanzar la idea de un África unida ante sus invitados, los dirigentes de Etiopía, Sudán, Egipto, Libia, Marruecos y Liberia, entonces únicos países independientes del continente, y de Sylvanus Olyimpio, líder de la Unidad Togolesa. Así, en abril de 1958 se reunió en Accra, la capital del nuevo país, la I Conferencia de los Estados Independientes de África. Eran ocho: cuatro norteafricanos que propugnaban el panarabismo –Marruecos, Egipto, Túnez y Libia- y cuatro subsaharianos panafricanos: Ghana, Sudán, Etiopía y Liberia.

 

En su discurso inaugural, Nkrumah  reclamó la independencia de todas las colonias y el reforzamiento de la unidad continental, y propuso la creación de una organización permanente que agrupara a los Estados africanos independientes, así como un frente africano común, un bloque que adoptara una actitud neutral en la guerra fría de las superpotencias y reforzara los vínculos económicos entre sus miembros. Entre los acuerdos suscritos en su declaración final destacan la exigencia de una fecha precisa para la obtención de las independencias y la condena del régimen racista surafricano. 

 

Por su parte, a finales de julio de 1958, se reunieron en Cotonou, Dahomey (hoy Benín), 500 delegados procedentes de  casi todas las colonias francófonas africanas, para fundar el Partido del Reagrupamiento Africano, que presentaron como un paso hacia la unidad. Asistieron también delegados de Sierra Leona y Ghana, representada por George Padmore. Como destacó Senghor al presentar el informe doctrinal del partido, “resulta evidente que la creación del PRA es un acto de fe en el África Negra. Cuando decimos África Negra, no olvidamos ni a las Antillas ni a las islas del Pacífico, y menos aún a Madagascar, territorios todos a los cuales estamos ligados por nuestra situación de colonizados y por los vínculos de sangre”. Podemos creer en la sinceridad de las palabras de Senghor y en la honestidad de los convocantes del Congreso de Cotonú, pero lo cierto es que las colonias africanas de Francia tomarían un rumbo distinto, que a veces puede considerarse divergente, desde que en mayo se  sublevaran las tropas francesas destacadas en Argelia, hecho que devolvió al poder al general Charles de Gaulle, poniendo fin a la convulsa IV República; el referéndum convocado en la metrópoli y en las colonias instauró la Comunidad Francesa, en cuya órbita girarán desde entonces los francófonos, salvo la Guinea de Sékou Touré y, hasta cierto punto, el Malí de Modibo Keita. 

 

En diciembre de 1958, se reunió en Accra la I Conferencia de los Pueblos Africanos, la primera que congregó a casi todos los países del continente. Doscientos cincuenta delegados y varios centenares de observadores, entre ellos partidos nacionalistas de Angola, Suráfrica y el Congo bajo dominio belga –incluido Patrice Lumumba- prepararon la estrategia de lo que llamaron “revolución africana pacífica”, con objetivos recogidos en consignas como “Tierra para los africanos”; “Derechos de voto idénticos para todos, sin distinción de raza, tribu, color o religión”, “Aplicación de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre” en África. Se examinaron proyectos de reagrupamiento de los Estados, con propuestas de ajustes de las fronteras artificiales, fusión o federación sobre bases regionales y federación o confederación progresivas. Además de Lumumba, participaron en esta conferencia africanos después muy prominentes: Julius Nyerere, de Tanganika; Josua Nkomo, de Rhodesia del Sur (hoy Zimbabue); Kenneth Kaunda, de Rhodesia del Norte (Zambia); Hastings Banda, de Niasalandia (Malaui); Amilcar Cabral, de Guinea-Bissau y Cabo Verde; Holden Roberto, de Angola, y Tom Mboya, de Kenia.

 

La II Conferencia de los Pueblos Africanos tuvo lugar en Túnez, en enero de 1960. Entre los 32 miembros de su comité directivo figuraban el congoleño Lumumba y el camerunés Félix Moumié. En su resolución económica, denunció a las potencias extranjeras presentes en África como “factor de división”. Acordaron apoyar y reconocer a los nacionalistas argelinos en guerra contra  Francia, y condenaron con energía los colonialismos belga, inglés y portugués.

 

La III Conferencia de los Estados Africanos Independientes (que había adoptado el nombre de Estados Unidos Africanos) se reunió en Addis Abeba, capital de Etiopía, en junio de 1960. Asistieron 300 delegados y observadores de los doce Estados ya independientes, más grupos nacionalistas representativos de Kenia, Tanganica, Uganda, Angola y Suráfrica. En su discurso inaugural, el emperador Haile Selassie afirmó que “los pueblos africanos sólo conocerán su pleno desarrollo cuando cada uno de ellos haya alcanzado la independencia y la libertad totales”. Se instauró el boicot  a Suráfrica, cuya expulsión de la Commonwealth fue exigida, así como el fin de la tutela sobre Namibia.

 

La III Conferencia de los Pueblos Africanos se reunió en El Cairo, Egipto, en marzo de 1961. Allí, 250 delegados de partidos políticos, sindicatos y organizaciones sociales aprobaron “la necesidad de recurrir a la fuerza para liquidar el imperialismo”. Con el liderazgo de Nasser, se exigió la retirada de Suráfrica de Namibia, y se invitó a todos los Estados africanos a romper relaciones con su gobierno racista; denunciaron “las maquinaciones de la ONU en el Congo”, reclamaron la independencia de las colonias portuguesas, y recomendaron el establecimiento de un Consejo Consultivo africano, la creación de una agencia de información africana y la convocatoria de una Conferencia Africana del Trabajo.

 

Como se ve, poco a poco se iban diseñando y definiendo los objetivos de una unidad continental en teoría deseada por todos los africanos, aunque difiriesen las estrategias para lograrla. Junto a estas conferencias multilaterales, se iban perfilando los intentos de unificación a través de uniones, federaciones y confederaciones de los países que progresivamente accedían a la plena soberanía, hecho particularmente notable durante el año 1960, en que surgieron 17 nuevas naciones al sur del Sáhara, casi todas francófonas. Como sería largo y tedioso mencionar todos los intentos de agrupación regional, consignemos sólo algunas de las más llamativas.

 

—La Unión Ghana-Guinea-Malí. El 23 de noviembre de 1958, se anunció la unión de  los dos primeros países mencionados, como núcleo de los Estados Unidos de África. Se produjo cuando estaban en un punto álgido las tensiones entre Francia y Reino Unido sobre el Mercado Común y la zona de libre cambio, por lo cual Francia acusó a los británicos de favorecer dicho acercamiento. Recordemos, además, que arreciaba la hostilidad entre Francia y Guinea-Conakry, que meses antes había proclamado su independencia unilateral, al rechazar Sekou Touré incorporarse a la Comunidad Francesa propuesta por el general De Gaulle. Además, los franceses, y todos los miembros de la OTAN, temían que Guinea se volviera hacia la órbita soviética. A estos inconvenientes internacionales deben añadirse otros factores que explican su efímera existencia: los dos países están separados, sin frontera común, por Costa de Marfil; la cuestión lingüística, al ser Ghana anglófona y Guinea francófona; no existía línea férrea, marítima, aérea, telegráfica o telefónica entre ellos; la economía de Ghana era mucho más floreciente que la guineana, y su población doblaba a la de su socio; por último, y pese a sus profundos lazos de amistad, la fuerte personalidad de los respectivos líderes no auguraba una armónica convivencia bicéfala. El derrocamiento de Nkrumah en 1966 puso fin a este proyecto. Exiliado en Conakry, Sekou Touré mantendría para el depuesto presidente ghanés el título de copresidente de su país hasta su muerte, ocurrida en Bucarest, Rumanía, el 27 de abril de 1972. Malí se sumó brevemente a esa Unión, tras la ruptura de la federación con Senegal. El trío Nkrumah-Sekou Touré-Modibo Keita suscitó siempre el recelo de sus vecinos más conservadores, socios principales de Francia en la zona, como los dirigentes de Senegal, Leopold Sedar Senghor, y Costa de Marfil, Félix Houphouet-Boigny. Junto a éstos cabe mencionar a la Liberia de Tubman, tradicional aliada de Estados Unidos.

 

—La Federación Malí. Reunidos en Asamblea constituyente en Dakar el 17 de enero de 1959, 44 representantes de Senegal, Dahomey (después Benín), Alto Volta (hoy Burkina Faso) y el Sudán francés (Malí), decidieron  agrupar sus países en la Federación del Malí. Abarcaba la mitad del África Occidental Francesa, con el 60 por 100 de su población, pero el predominio del eje Dakar-Bamako era preponderante. Esto provocaba reticencias en los “socios pobres”, Dahomey y Alto Volta; por otra parte, Alto Volta estaba tradicionalmente más vinculada a Costa de Marfil –contrario a la Federación-, y Dahomey tenía lazos más estrechos con Níger y con Nigeria. Francia tampoco era propicia a dicha Federación, de la que se retirarían muy pronto Dahomey y Alto Volta, apenas cinco meses después, quedando reducida a Senegal y Sudán. La presidió Modibo Keita, con Senghor como presidente de la Asamblea. Aunque la Federación ganaba en cohesión y equilibrio económico, la nula sintonía entre Keita y Senghor –a la que no fueron ajenos los intereses de la metrópoli- llevaría a la ruptura. El 2 de agosto de 1960, Senghor proclamó la independencia de Senegal, y en septiembre Sudán se independizó estrepitosamente, rompiendo todo vínculo con Francia. Adoptó el nombre de República de Malí, bajo el liderazgo de Modibo Keita.

 

—El Consejo de la Entente. También es conocido como Unión Sahel-Benín. Formado por el grupo de los países francófonos más conservadores, se creó para contrarrestar la influencia de los radicales de la Unión Ghana-Guinea-Malí. Constituido en Abiyán en agosto de 1960 por Costa de Marfil, Alto Volta, Níger y Dahomey, una reunión celebrada en Uagadugú (Alto Volta) definió los principios de acción común: una constitución idéntica, la independencia de cada Estado, interacción de los Ejércitos nacionales, una política común, la diplomacia concertada y, sobre todo, un sólido acuerdo de cooperación con Francia. En su programa figuraba la intención de agrupar en su seno al África Occidental Francesa y al África Ecuatorial Francesa, así como a Congo-Kinshasa, e incluso a Nigeria. Será el embrión que después inspirará el Grupo de Monrovia, como veremos.

 

—La Unión de los Estados Ecuatoriales. Surgida en la reunión de París en enero de 1959, una conferencia de jefes de gobierno del África Ecuatorial Francesa decidió el mantenimiento de la Unión Aduanera del África Ecuatorial, antecesora de la Unión Aduanera y Monetaria del África Central (UDEAC), hoy convertida en Comunidad Económica y Monetaria de África Central (CEMAC). Si bien existe una voluntad de integración política, esta agrupación –integrada al principio por Gabón, Congo-Brazzaville, República Centroafricana y Chad- está basada en la coordinación económica y en una moneda común garantizada por Francia. Con el tiempo, se adherirían a esta organización subregional Camerún y Guinea Ecuatorial. Aunque el entonces presidente de Brazzaville, Fulbert Yulu, propuso la creación de los Estados Unidos del África Central, en febrero se decidió estudiar la constitución de unos Estados Unidos del África Ecuatorial, y, poco después, se lanzó la idea de la Unión   de las Repúblicas del África Central”. En 1958, Barthelemy Boganda, entonces alcalde de Bangui –República Centroafricana- y líder del MESAN, principal partido soberanista, lanzó la idea de unos Estados Unidos del África Latina. El mensaje de este discípulo de Nkrumah y sincero panafricanista, hoy olvidado, no obtuvo eco alguno.

 

—En la otra parte de África también existieron intentos unionistas. Destacan la Federación del África Central, compuesta por Rhodesia del Norte (Zambia), Rhodesia del Sur (Zimbabue) y Niasalandia (Malaui), y la Federación del África Oriental, integrada por Uganda, Kenia, Tanganika y Zanzíbar. Al desintegrarse, permanecerían unidos estos dos últimos países con el nombre de Tanzania. Anotemos que, más de medio siglo después de obtenidas las independencias, y descolonizado todo el continente, han fracasado todos estos intentos de reagrupamiento y de integración política, aunque existen organismos regionales que tratan de coordinar sus economías. Ni siquiera intentos como la Senegambia o la Gran Somalia, lógicos por la geografía, la economía o la población, han fructificado. Al contrario: la  atomización aparece como la solución de todos los problemas –fronterizos, étnicos-, como ocurrió en Etiopía/Eritrea y en Sudán/Sudán del Sur, y pudiera ocurrir en Somalia y en la República Democrática del Congo.                                                                                                                                                            

 

El camino hacia la integración continental seguía jalonado de obstáculos. En octubre de 1960, el presidente Houphouet-Boigny convocaba en Abiyán a los dirigentes de los doce países francófonos recién independizados para intentar una mediación en la guerra de Argelia. No hubo ningún resultado. Un año después, se reunieron de nuevo en Brazzaville y decidieron formar una asociación permanente, la Unión de Estados Africanos y Malgache, conocida como Grupo de Brazzaville. En su declaración final, expresaron su intención de “realizar nuevos progresos en la vía de la cooperación interafricana, fundada en la vecindad, la cultura y la comunidad de intereses”. Pero la cuestión de Mauritania, independiente desde hacía poco y cuya soberanía no era   reconocida por Marruecos, que reivindicaba como propio su territorio, dividió al Grupo. Lo mismo había sucedido poco antes a propósito del conflicto de Congo, cuando los países africanos fueron incapaces de adoptar una postura común, divididos entre los minoritarios partidarios de Lumumba y los que apoyaban a sus rivales, Joseph Kasavubu y Joseph Desiré Mobutu. En la tercera reunión, en noviembre de 1962, en Tananarive (Madagascar), el Grupo de Brazzaville adoptó la Carta de la Unión Africana y Malgache (UAM).

 

La división ante la cuestión mauritana se consagró cuando Marruecos creó su propio grupo afín, al convocar la Conferencia de Casablanca a principios de 1961, desbordando el marco africano al invitar a países extracontinentales como Ceilán, hoy Sri Lanka. Al llamamiento del rey Mohamed V –que moriría semanas después- acudieron siete países africanos, los considerados más radicales: Ghana, Guinea-Conakry, Malí, Egipto, Libia, el Gobierno Provisional argelino y el propio Marruecos. Además del tema mauritano, se discutió sobre Congo, Argelia, Palestina y, claro, la unidad política africana. Incluso en este marco afín, Nkrumah se vio aislado al plantear su visión de Congo, recién asesinado Lumumba, al negarse a apoyar al gobierno de Gizenga y mantener sus tropas entre el contingente de cascos azules. Cuatro meses más tarde, los cinco ministros de Asuntos Exteriores y el representante de los guerrilleros argelinos firmaban el Protocolo de la Carta de la Unidad Africana, que establecía un mecanismo ejecutivo y cuatro comités, encargados de los asuntos políticos, culturales, económicos y militares. A diferencia del Grupo de Brazzaville, el Grupo de Casablanca se declaraba abierto a todos los Estados africanos. Es claro que se avanzaba hacia la unidad, pero, valga la paradoja, la unidad africana nacía dividida entre los moderados de Brazzaville y los radicales de Casablanca. Pero tampoco había unidad de criterio entre estos últimos: frente a un Marruecos monárquico y conservador, coexistían los revolucionarios argelinos, el egipcio Gamal Abdel Nasser, Nkruma, Sékou Touré y Modibo Keita, considerados filomarxistas y aliados potenciales del bloque soviético por los  líderes del Grupo de Brazzaville y las potencias occidentales. El tiempo iría evidenciando los desajustes en el trato mutuo entre los jefes de estos Estados y sus políticas respectivas.

 

Ante la polarización de la política africana en torno a dos grupos ideológicos antagónicos, surgió un intento de intermediación. Tras la ruptura de la Federación Malí, Senghor temía ser aislado por un Houphouet-Boigny respaldado por el Grupo de Brazzaville. Sugirió al presidente de Togo, Sylvanus Olympio, que hablase con el de Liberia, Tubman, y el de Nigeria, sir Abubakar Tafawa Balewa, para que se abriese el Grupo de Brazzaville y, así, disminuir la influencia de Costa de Marfil. Este trío convenció asimismo al líder de Camerún, Ahmadou Ahidjo. Se realizaron gestiones ante Malí y Guinea-Conakry, pero la firme negativa de Nkrumah frustró la que habría podido ser la primera Conferencia Continental. Así, a mediados de mayo de 1961, se reunieron en Monrovia, capital de Liberia, los doce países del Grupo de Brazzaville, más Liberia, Nigeria, Sierra Leona, Somalia, Togo, Etiopía, Túnez y Libia, que había desertado del Grupo de Casablanca. De esta reunión no salió más que una Declaración de Resoluciones, pero hubo una compenetración entre los asistentes y suscitó nuevas esperanzas de una unidad de acción a nivel continental. Pero la clara beligerancia del Grupo de Casablanca no auguraba un entendimiento fácil. Los medios oficiales de Ghana no ahorraron descalificaciones hacia los reunidos en Monrovia, a cuyo presidente calificaron de “agente occidental de América”. Para Nkrumah, el resultado de Monrovia no era sino “unidad sin unificación”. Los medios nigerianos respondieron con duras diatribas contra el líder ghaneano: “la verdad es que el doctor Nkrumah debe estar a la cabeza de algo o fuera de ello –escribió el periódico de Azikwé-, porque él siempre debe llevar la dirección. Es el Mesías y no un seguidor, este hombre”. Otro editorial del mismo periódico decía: “Hasta recientemente, África fue un torneo entre Nasser y Nkrumah; pero hoy tiene muchas estrellas y meteoritos, todos ellos buscando posiciones de preeminencia”. Se habían consagrado, pues, las dos Áfricas; según la terminología de la época, el Grupo de Casablanca sería el África revolucionaria, opuesto al África reformista, o moderada, representado por el Grupo de Monrovia. En cualquier caso, en Monrovia la idea de la unidad continental tomó cierto impulso, pues el Grupo de Brazzaville traspasó sus propios límites lingüísticos y políticos francófonos al incorporar a países como Nigeria, Liberia, Sierra Leona, Somalia y Etiopía. Pero también se constatan sus limitaciones: los objetivos eran poco definidos, se soslayaron los verdaderos y espinosos problemas del continente, y dos tercios de sus componentes mantenían acuerdos especiales con Francia, la antigua potencia colonial.

 

En enero de 1962, los jefes de Estado y de Gobierno del Grupo de Monrovia se reunieron en Lagos, Nigeria. Túnez y Libia no acudieron porque exigían que los nacionalistas argelinos fueran invitados, pero hubo nuevas incorporaciones: Tanganika y la República Democrática de Congo. El Grupo de Casablanca se negó a participar, pretextando la exclusión del Gobierno provisional argelino. Se adoptó un proyecto de Carta Africana, perfilado poco después por los ministros de Asuntos Exteriores. Nacía así la Organización Interafricana y Malgache. La Conferencia de Lagos evidenció el cansancio de los dirigentes africanos por tantas luchas estériles, y tuvo la clarividencia de tender una mano al Grupo de Casablanca. Se inició una acción conciliatoria entre el África ideal y el África real. Los acontecimientos facilitaban el entendimiento: la firma, en julio de 1962, de los Acuerdos de Evian que consagraban la independencia de Argelia, y la entrada de Mauritania en la ONU restaron argumentos al Grupo de Casablanca. Así, Sekou Touré se desmarcó de Nkrumah y tomó la iniciativa de organizar una Conferencia en la Cumbre en Addis-Abeba, apoyado por el presidente tunecino Habib Bourguiba, que mantenía excelentes relaciones con el Grupo de Monrovia. El objetivo de la cumbre sería acercar posiciones entre todos los jefes de Estado con la mirada puesta en la unidad africana. Con motivo de la celebración del cuarto aniversario de la independencia, el dirigente guineano anunció la formación de un Comité Político compuesto por siete jefes de Estado, representantes de todas las tendencias y matices, encargado de preparar la reunión. Dicho Comité Político lo formarían Etiopía, Egipto, Costa de Marfil, Senegal, Congo-Brazzaville, Nigeria y Liberia. Nkrumah propuso, a su vez, organizar una Conferencia en Liberia, pero la idea fue acogida con frialdad incluso por aliados como Marruecos. Existieron otras iniciativas convergentes: la Unión Africana y Malgache, reunida en septiembre en Libreville, Gabón, abogó por una Conferencia General; reunidos de nuevo en Uagadugú, Alto Volta, en marzo de 1963, los jefes de Estado de la UAM declararon que estimaban “su deber no sólo participar en la Conferencia de Addis-Abeba, sino contribuir a su éxito tomando contacto con sus colegas de los otros grupos africanos”. 

 

De esta manera, entre el 22 y el 25 de mayo de 1963 se reunieron en la capital etíope, y por primera vez, los 30 jefes de Estado del África independiente. Esta Conferencia fundacional de la Organización para la Unidad Africana (OUA) tuvo dos fases. A mediados de mayo se reunieron los ministros de Asuntos Exteriores, y posteriormente los jefes de Estado. El principal objetivo era redactar la Carta Africana o Carta de Addis-Abeba. Sería prolijo relatar los pormenores de las arduas negociaciones, pues las posturas eran a veces hostiles. Pero el 25 de mayo los jefes de Estado dieron carta de naturaleza a la OUA. En su preámbulo, la Carta consagra “el derecho inalienable de los pueblos a determinar su propio destino”, así como la “libertad, la igualdad, la justicia y la dignidad” como objetivos esenciales e irrenunciables; “el progreso general”, “la consolidación  de una fraternidad y de una solidaridad integrados en el seno de una unidad más vasta que trascienda las divergencias étnicas y nacionales”; objetivos primordiales fueron, asimismo, la paz y seguridad del continente, la salvaguarda y consolidación de la independencia de cada Estado, la integridad territorial, y combatir el neocolonialismo bajo todas sus formas; la OUA se adhirió a la Carta de las Naciones Unidas y a la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y, finalmente, declararon que la creación de la Organización respondía al  objetivo de promover “el bienestar” de los pueblos africanos.

 

La parte orgánica de la Carta comprende 33 artículos, entre los que destacan su composición (art. 1) por los Estados africanos continentales, Madagascar y otras islas vecinas de África; los objetivos se exponen el art. 2; además de los ya citados, se habla de la coordinación y armonización de las políticas económicas, de transportes, diplomacia, educación, sanidad, ciencia, defensa y demás. Los principios están recogidos en el art. 3: igualdad soberana, no injerencia en los asuntos internos de otros Estados miembros, integridad territorial según las fronteras heredadas de las potencias coloniales, arreglo pacífico de las diferencias; se condena el asesinato político, se consagra el anticolonialismo y se adopta el No Alineamiento. Para el cumplimiento de estos objetivos, se crean una serie de organismos: la Conferencia de Jefes de Estado y de Gobierno, máxima instancia; el Consejo de Ministros; la Secretaría General; la Comisión de Mediación, Reconciliación y Arbitraje, etcétera. Además de la adopción y firma de la Carta, la primera cumbre de la OUA examinó temas como descolonización, apartheid y discriminación racial, África y las Naciones Unidas, Desarme general, Cooperación económica, etcétera. Fue éste un momento de máxima euforia, dentro y fuera de África. La ansiada unidad parecía lograda. Resumen el optimismo generalizado las siguientes palabras del presidente Sekou Touré al diario Le Monde, sin perder la ocasión para lanzar una pulla a Senghor: “se dice que los valores africanos son el sentimiento y la pasión. Pero nosotros acabamos de probar que África ha alcanzado la edad de la razón”.

 

Resulta difícil y fácil, al mismo tiempo, resumir la labor y trazar la trayectoria de la OUA. Difícil, porque necesitaríamos varios volúmenes muy gruesos para analizar con extensión y profundidad los escasos logros y los ingentes fracasos de una organización que abarca todo un continente durante 39 años de existencia, con miles de discursos, resoluciones, etcétera. Y fácil porque sólo cabe constatar su ineficacia, la tremenda decepción que supuso para las ilusiones de cien millones de africanos, inoperancia que la llevaría a su inevitable disolución. Porque la OUA no cumplió ni uno solo de sus objetivos: no se avanzó ni un milímetro en la construcción de la unidad continental; no se dignificó al africano; no solucionó ni uno solo de los conflictos que padeció África en esas casi cuatro décadas, fueran internos o entre sus Estados miembros; tampoco supo hacer frente a los innumerables retos que condicionan nuestras vidas, que exigían soluciones urgentes e imaginativas. Mucha palabrería, mucha apariencia, mucho boato, pero al final todo sonaba a falso, a mero teatro, o, en el mejor de los casos, a un voluntarismo vacuo. Porque no hubo coordinación en los transportes, ni en las comunicaciones, ni en la economía, ni en ninguna de las infraestructuras, ni en la política exterior; infinitas reuniones en Addis-Abeba y otras capitales sólo testimoniaron la impotencia africana para resolver conflictos especialmente largos y virulentos como los de Nigeria, Sudán, Sierra Leona, Liberia, Sáhara Occidental, Somalia, Congo-Brazzaville, Ruanda, Burundi, Etiopía/Eritrea, Angola,  Mozambique, o los múltiples acaecidos en la República Democrática de Congo desde el mismo día de su independencia hasta la caída de Mobutu, y después, por citar sólo algunos; guerras y matanzas especialmente asquerosas que contribuyeron de manera decisiva a fijar en el subconsciente colectivo del resto de la Humanidad la repugnante percepción del salvajismo innato de los africanos, de nuestra congénita crueldad, de nuestra supuesta incapacidad para la convivencia pacífica.

 

La OUA fue incapaz de hacer frente a situaciones como la planteada en Rhodesia del Sur, hoy Zimbabue, cuando Ian Smith proclamó la independencia unilateral de la minoría blanca; tampoco se preocupó seriamente de encontrar soluciones a problemas de primera magnitud como las hambrunas recurrentes y la seguridad alimentaria; la pobreza generalizada; las epidemias y pandemias; el analfabetismo; la continua y tremenda violación de los derechos humanos; la protección de los más mayores, de la infancia y de la juventud, y la mejora de la condición de la mujer; ni el amparo y pervivencia de los aspectos positivos de nuestras culturas autóctonas, que, así, van desapareciendo, con las trágicas consecuencias derivadas, entre ellas la pérdida de nuestros valores y la despersonificación que caracterizan al africano actual. El golpismo, el asesinato político y la inseguridad jurídica se convirtieron en rasgos característicos de nuestro continente; los rumbosos jefes de Estado no fomentaron ni el desarrollo ni el bienestar de nuestras poblaciones, ni la solidaridad entre nuestras naciones; al contrario: pasaron a dominar la política africana tiranías despóticas y genocidas, con psicópatas y asesinos en serie presidiendo nuestros Estados. Porque es imposible calificar de otro modo regímenes como los que padecimos en la Uganda de Idi Amín, la República Centroafricana del grotesco emperador Jean-Bedel Bokassa, el Zaire de Mobutu Sese Seko, la Guinea-Conakry de Sékou Touré, la Etiopía de Mengistu Haile Mariam, la Guinea Ecuatorial de Francisco Macías, la Liberia del sargento Samuel Doe, la Nigeria del general Sani Abacha, el Chad de Hiséne Habré, la Kenia de Daniel Arap Moi, el Zimbabue de Robert Mugabe, la Liberia de Charles Taylor, y un larguísimo etcétera. El período comprendido entre las independencias generalizadas en 1960 y la disolución de la OUA en 2002 se caracteriza por las horrendas y espeluznantes violaciones de los derechos de los africanos por otros africanos, el aumento de la pobreza, la expansión de la corrupción y, en fin, por la instalación de los peores hábitos de gobierno conocidos por el mundo tras la derrota de Hitler. Durante las cuatro décadas de existencia de la OUA, África fue un continente inhabitable, con millones de africanos asesinados por sus dirigentes, ninguno de ellos elegido, generando millones de exiliados y refugiados; fue el período álgido de las dictaduras de partido único, de presidencias vitalicias, con total ausencia de las libertades más elementales. Los hipócritas que nos gobernaron –alguno de ellos sigue en el poder- por la mañana pronunciaban encendidos discursos contra el apartheid de Suráfrica, y por la tarde hacían suculentos negocios con los carceleros de Nelson Mandela, violando los embargos aprobados por ellos mismos en la OUA y en la ONU.

 

Fueron los años dominados por el neocolonialismo más descarado, hasta el punto de que millones de africanos se preguntaban si no hubiese sido mejor seguir bajo el régimen colonial directo. Mientras se llenaban la boca con la retórica anticolonialista, se llenaban los bolsillos con las ayudas y donaciones recibidas de Occidente. La paradoja del África independiente es que países inmensamente ricos figuran entre los más pobres de la Tierra, ahogados por la corrupción y la deuda externa, mientras sus dirigentes gozan de una vida de fábula, con cuentas multimillonarias en los paraísos fiscales y mansiones de ensueño, y hasta castillos, en las antiguas metrópolis y otras urbes de occidente. Y cuando algún africano osaba protestar, cuando alguien intentaba mirar por el bienestar de sus compatriotas y los intereses de su país, era derrocado si había conseguido el poder, o asesinado si clamaba desde la oposición. Toda idea que no cuadrara con las previsiones de beneficios de las empresas con intereses en nuestros países era etiquetada de comunista, de antioccidental, y este estereotipo se ha mantenido inamovible durante décadas, y sigue vigente hasta cierto punto, como si fueran incompatibles el libre comercio y la libertad, como si el africano estuviese predeterminado por la biología a ser humillado y explotado. Porque debemos reconocer con claridad y sinceridad nuestra realidad: en 50 años de independencias, África sólo ha generado lo que se ha dado en llamar Estados fallidos; más de medio siglo después de las independencias, África apenas cuenta en el mundo: ni en la política, ni en la economía, ni en el comercio, ni en la cultura.     

 

Por todo eso y mucho más, los simples ciudadanos africanos estábamos muy avergonzados de la deriva de nuestros países y de nuestro continente, y empezamos a considerar a la OUA un mero sindicato de dictadores que sólo se protegían a sí mismos, que sólo estaban pendientes de los privilegios conseguidos a costa del sufrimiento de sus poblaciones; componían la OUA dirigentes a cuál más extravagante, que habían perdido el norte, que no vivían en este mundo, una serie de lunáticos tribalistas, crueles, cleptócratas, ignorantes y acomplejados, cuyo único interés era permanecer en el poder a cualquier precio. Pero durante años nadie nos hizo el más mínimo caso. Si treinta naciones firmaron la Carta Africana en 1963, 40 años después se sentaban en el Palacio de Addis-Abeba 53 Estados independientes –Marruecos se retiró tras la admisión de la República Árabe Saharaui Democrática-, de los cuales no llegaban a una decena los que habían accedido a regímenes de libertades tras padecer décadas de opresión. Democracias desgraciadamente frágiles, como evidencian los casos de Congo-Brazzaville y Malí, entre otros. La trágica consecuencia de todo ello fue la degradación del africano, la generalización de la percepción de que  éramos incapaces de autogobernarnos, que los negros somos seres desvalidos que sólo pueden vivir bajo la tutela de otros, como, de modo oportuno, se apresuraron a divulgar los racistas y los neocolonialistas. La consecuencia fue el total  desprestigio de África y de los africanos. Una organización tan ineficaz, que sólo costaba centenares, quizá miles de millones de dólares anuales a los depauperados africanos, entre cuotas, viajes, dietas y las francachelas de nuestros dirigentes, no podía subsistir. Era clamorosa la necesidad de un cambio en los modos de comportamiento de nuestras autoridades, una redefinición y readaptación de la idea panafricana. Rompieron la inercia, sobre todo, la nueva Suráfrica y el renovado clima mundial surgido tras la caída del Muro de Berlín en 1989. Y hasta nuestros déspotas terminaron rindiéndose a la evidencia, aunque una década después.   

 

Así, cuando la OUA se reunió en Sirte, Libia, en septiembre de 1999, los jefes de Estado y de Gobierno se comprometieron –no sin presiones externas- a renovar el impulso del proceso de integración continental, a lograr un mayor protagonismo en la economía internacional, y atender de manera más eficaz los problemas sociales, políticos y económicos de un continente agobiado, postrado. La V Cumbre Extraordinaria de la OUA, celebrada también en Sirte a principios de 2000, adoptó una nueva Carta normativa que establece los ideales, principios y objetivos de la Unión Africana (UA). Aunque entró en vigor en mayo de 2001 tras su ratificación por la mayoría cualificada de los Estados, su inauguración oficial tuvo lugar en Durban, Suráfrica, el 9 de julio de 2002, bajo la  presidencia de Thabo Mbeki. El planteamiento general, en 19 puntos programáticos, es más amplio que el de la OUA, aunque su estructura sea un calco poco original de la Unión Europea. 

 

En su corta existencia, la Unión Africana ya adolece de muchos de los vicios de la extinta OUA. Pese al ideal de la unidad continental, en la que incluye a los africanos de la diáspora, todavía se ignora la fórmula para llegar a esa unificación. Mientras unos sostienen que los países más grandes y pujantes deben expansionarse y absorber a los microestados, otros proponen unificar los Estados actuales. La corriente mayoritaria se inclina por la fórmula europea, acceder a la unidad política desde integraciones económicas regionales, planteamiento a muy largo plazo que irrita a los panafricanistas militantes. Aun asín destacan iniciativas como el NEPAD, o Nuevo Partenariado para el Desarrollo de África, propuesta surafricana cuya novedad principal es poner el acento en la democracia, en el buen gobierno y en el desarrollo humano, junto a las infraestructuras y la integración económica, como motores de la ulterior unión política.  

 

En efecto, la segunda crítica que puede hacerse a la Unión Africana es muy simple, aunque de mayor calado: no es ni ético ni realista plantear la unidad continental desde posiciones totalitarias, en las que cada dictador defiende su feudo. Nuestros mayores exigieron las independencias para recuperar aquello que nos negaba el colonialismo: la libertad, el desarrollo, el bienestar. Ese concepto de libertad no puede circunscribirse de modo exclusivo a la soberanía del Estado, sino que debe partir del reconocimiento y aplicación efectiva de las libertades individuales y colectivas de los africanos. Frente a quienes desde hace medio siglo sostienen que la seguridad debe primar sobre la libertad –de ahí la proliferación de regímenes fuertes sostenidos por Occidente-, la realidad africana demuestra que sin libertad no hay desarrollo  económico ni político. No puede hablarse de panafricanismo ni de unidad continental mientras cada país está jalonado de barreras interiores que dificultan enormemente la libre circulación de personas y bienes. Los obstáculos que ciertos países ponen a mecanismos de integración ya aprobados como los pasaportes regionales comunes o la superación de las líneas aéreas nacionales, todas deficitarias y mal gestionadas, indica cuál es la verdadera voluntad política de ciertos gobernantes.

 

Y, por último, sólo apuntar que pocas esperanzas puede suscitar una organización como la Unión Africana, cuando se fundó –y por tanto se diseñó- bajo la inspiración de individuos como Muamar el Gadafi, y ha sido presidida por gente que preferimos no calificar –cada cual puede sacar sus propias conclusiones- como Teodoro Obiang Nguema, presidente de Guinea Ecuatorial.

 

Pese a lo expuesto, no hay lugar para el pesimismo, pues cabe anotar algunos signos positivos. El principal es la constatación de que el ideal panafricanista  no ha muerto; subsiste en la conciencia de los africanos, sobre todo de nuestra juventud; también está vivo en las nuevas generaciones de afroamericanos. Y no me refiero sólo a los estadounidenses, o a los caribeños, sino a toda esa otra negritud hispanoamericana y latinoamericana, que reafirma cada día su africanidad y sigue soñando con una Madre África. Esto se comprueba a través de su cada vez más extensa producción literaria, artística y musical. También lo corroboran las cada día más importantes inversiones en África de empresarios negros de la diáspora, que serían mayores y más fluidas si no existieran las trabas impuestas por las dictaduras, como la corrupción y otros malos hábitos de gobierno. Los obstáculos son importantes, cierto, pero no insalvables, y algún día los pueblos africanos recuperaremos las libertades, premisa para la realización de los sueños de dignificación e integración en entidades y estructuras culturales, políticas y económicas superiores que aporten a nuestro mundo común nuestras esencias específicas.

 

Otro de los datos para el optimismo reside también en la toma de conciencia de las nuevas generaciones. África no ha fracasado. Las independencias son, y deben ser, irreversibles. Nuestra situación actual no nos lleva inevitablemente a resignarnos a ser recolonizados, como se propone por ahí; sólo nos lleva a la convicción de que se pueden hacer las cosas de otra manera. África necesita una regeneración, y ésta sólo es posible si africanos honestos asumen las riendas de sus países. Africanos que sientan África, que trabajen por su dignidad y dignificación, que antepongan los intereses generales a los egoísmos personales y a los particularismos estrechos. Y para la construcción de esta nueva África necesitamos de la complicidad de todos: de los europeos, de los americanos, de los asiáticos, puesto que ya no vivimos en una Tierra de compartimentos estancos, sino que nos debemos todos a una interconexión que hagan posibles la paz y la solidaridad. Si nuestros mayores consiguieron la soberanía de nuestros Estados, a nosotros nos toca luchar por la libertad y el desarrollo, escalones esenciales y necesarios para acceder al estadio superior de un continente unido desde la libre y soberana voluntad de sus habitantes.

 

 

 

Este texto, con algunas variaciones, fue la conferencia con la que el autor abrió el XXV Encuentro Antropología y misión, organizado por la revista Mundo Negro, el 2 de febrero de 2013. El padre Ismael Piñón, director de Mundo Negro, le encargó a Donato Ndongo-Bidyogo, hablar de la Organización para la Unidad Africana (OUA), medio siglo después de su fundación, que en 2002 desembocó en la actual Unión Africana (UA).  

 

 

 

Donato Ndongo-Bidyogo es periodista y escritor ecuatoguineano, colaborador de Mundo Negro (donde desde 1996 escribe la columna mensual ‘Al margen de la noticia’) y autor de ensayos como Antología de la literatura guineana y de las novelas Las tinieblas de tu memoria negra, Los poderes de la tempestad y El metro

 

 

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