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Mientras tantoÁfrica tropieza con la misma piedra

África tropieza con la misma piedra


 

Ayer recibí un mensaje electrónico de Amnistía Internacional en el que se pedía mi firma para la detención del ciudadano estadounidense George Bush y entregarlo a la justicia internacional por crímenes cometidos durante su mandato. Se aprovecharía su inminente visita a Canadá. No lo firmé. Unas horas después de decidir que no lo hacía, y no fue movido por ningún desaforado amor por el país norteamericano, saltaron a todas las pantallas abiertas de todo el mundo interesado las escenas de la muerte del líder socialista Muamar El Gadafi. Cuando vieron lo que había pasado, y pese a que era lo esperado, los africanistas más celosos se pusieron a llorar otra vez. Y su lloro conoció cotas altas de justificación cuando los presentadores de los diversos telediarios introdujeron la duda de si el óbito del famoso y extravagante beduino se debió a las balas conciudadanas o la acción bélica de la OTAN. Si esto se confirmaba, entonces todo se revestía de otro cariz. Occidente había hecho de las suyas con los africanos.

 

Antes de avanzar en la redacción, tenemos que reconocer que cualquier persona sensible se enmudece ante las evidencias sangrientas del ensañamiento y trato vil que dieron al ya difunto mandatario. Fuera o no partidario suyo. Y si es africano, mucho más. Y es que nadie con un mínimo sentido de la humanidad espera que un dirigente que ha estado 40 años en una silla de oro acabe de una manera tan dramáticamente conmovedora. Pero era lo esperado. Y resulta que lo era, y pese a que los portavoces de la aviación atlántica, todos europeos de países restrictivos con la inmigración africana, hubieran hecho creer a los ingenuos del mundo que tenían una tecnología tan avanzada que desde sus aviones hubieran podido distinguir en un coche, en un búnker, en una moto o en cualquier vehículo en movimiento al fugitivo líder. Es decir, era una obviedad insultante decir que Gadafi no era un objetivo de la OTAN si no se conocía su paradero y había orden de disparar desde el aire.

 

Pero el asunto no descansa en esta última obviedad, y ya están despejadas las dudas, sino de si había en África, y en la misma Jamahiriya que dirigió con puño de hierro, alguna voz poderosa que pudiera decidir que su caída se hiciera con menos vergüenza para los hombres que todavía tienen un ápice de humanidad. Y en aquel momento preciso. ¿El que aquellas atrocidades sufría había dado la oportunidad para que su salida, tan rotundamente exigida, se hiciera de otra manera? La respuesta es no. El ciudadano Gadafi, rey de reyes en sus momentos más álgidos de gloria, no creía que podía dar cuenta de su reinado a nadie en el mundo. Apeló a Alá, predijo la caída del mundo árabe, recurrió a vilipendios inaceptables y decidió sembrar la desgracia en el país que lo vio nacer. Llegado aquí, desandamos en el tiempo africano para recuperar la historia reciente. Sucedió con Laurent Gbagbo, el depuesto presidente de Costa de Marfil. ¿Vimos por los medios de comunicación que muchos de los que lo apoyaban, o apoyaban al bando contrario, eran jóvenes vestidos de harapos que se vieron obligados a coger las armas o hacerse con ellas con la fuerza de la violencia? No eran personas de las que se podía esperar que pertenecieran a un ejército regular, y aunque se vistieran con el debido uniforme. Vimos a jovencitos movidos por el sentir étnico o por alguna razón para haber decidido por un bando.

 

Y cuando los fuegos violentos de aquel país conocieron su fin, los mismos africanos de ahora se enmudecieron y a sus ojos afloraron las mismas lágrimas: un ex presidente no se merecía aquel trato. Y, ay, detrás de aquella ignominia estaba la Francia europea, que daba rienda suelta a su racismo apenas disimulado. Podía ser verdad. Pero no creemos que la Francia exigía que los que empuñaran las armas fueran ciudadanos que adolecieran de un mínimo sentido de humanidad. No son las personas de las que se esperaría que formaran parte de un ejercito. Y como este no es un pensamiento de hoy, sino una necesidad ya reclamada antes de aquellos hechos vergonzosos, recordamos a los que nos lean que en la carta que escribimos al socialista José Bono cuando hicimos la huelga de hambre, dijimos esto, como una meta irrenunciable “Con el dinero recuperado, señor Bono, se construirán escuelas y se formarán maestros y profesores y sacaremos del ejército guineano a estos miles de jóvenes secuestrados por la miseria y les daremos educación y formación”. Al decir esto reconocíamos que no podíamos exigir de gente de tan poco recorrido vital y social un comportamiento ajustado a la normalidad. Y que en África, en cada país africano, los presidentes, dictadores o elegidos, entraran en diálogo con verdaderos profesionales de la milicia es un asunto que puede resolverse sin salir de los bordes exteriores del continente.

 

Anteayer mismo supimos que los esbirros del general Obiang, un grupo de estos jovencitos a los que mencionábamos en la carta, dieron trato infame a un ciudadano guineano y acabaron con su vida. Viendo aquel desenlace, lo entregaron, todavía esposado, a los facultativos de un hospital. Fue un hecho que amargó las horas en que lo conocíamos. Y no fue la primera vez. Pero al general- presidente de Guinea le pasa lo que a muchos líderes africanos que tienen a Occidente de enemigo: no acepta ni un atisbo de disidencia. Y como es sabido que mucha de esta disidencia no consentida la ejercen los que sí saben leer y pueden opinar con elementos fundados, hay en Guinea una guerra declarada a los que podrían llevar este nombre. Los que no lo llevan no tienen nada que decir. Los que llevan este nombre llevan muchos años con una carpeta negociadora que contiene unas exigencias:

 

—La liberación de los presos políticos.

—La amnistía y el regreso de los refugiados.

—La institución de la democracia en sus pilares básicos

—La instauración de la legalidad

—La institución de un gobierno de transición

—La celebración de elecciones

 

Con un plan de este tipo, esbozado en líneas someras, está claro que al régimen actual se le está pidiendo, de la manera más civilizada que existe, que se disuelva y deje las riendas del país a otros con mejores intenciones, pues de tenerlas las hubiera llevado a cabo hace 20 años. Pero el régimen del general Obiang no se da por aludido, y pese a la nefasta gestión, conocida en el mundo entero, aumenta sus exacciones sobre las personas que exigen más libertad. El recrudecimiento del enfrentamiento entre el régimen y los luchadores puede degenerar en un conflicto en el que adquieran algún protagonismo alguno de estos jóvenes tan escasamente preparados para decidir sobre la vida de otros. Y, otra vez, ocurrirá lo que ya ha pasado con otros dictadores que durante años desoyeron las quejas ciudadanas: un trato vil e inhumano. Y veremos otra vez cómo los dolidos africanos pondrían sus gritos en el cielo por algo que no debe ocurrir. Pero que sigue ocurriendo en suelo africano. Será cuando topemos otra vez con la misma piedra, el cuento de nunca acabar en la vida de miles de africanos.

 

Como lo más probable es que todo esto tenga alguna relación con cierto comportamiento de Occidente, otro día enlazaré la redacción de los casos africanos y mi negativa a estampar mi firma para que el ciudadano libre George Bush sea llevado a la justicia internacional. Y aquella vez preguntaré por el papel del Tribunal Penal Internacional, y si se puede considerar cómplice de un dictador llevado a la citada corte a un presidente europeo que hubiera recibido maletas de dinero del primero. Y también preguntaré si alguna vez tendré la suficiente cultura para entender por qué un dirigente en ejercicio no puede ser enjuiciado en ninguna parte aunque cometiera los crímenes más horrendos y preguntaré si la ONU tiene algo que decir al respecto.

 

Barcelona, 22 de agosto 2011

 

 

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