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África y el efecto mariposa fuera de foco

 

En su libro Ecuatoria (Anagrama, 2015), el escritor francés Patrick Deville narra algunas de las visicitudes colonialistas en el África Ecuatorial de la segunda mitad del siglo XIX. Siguiendo los pasos de exploradores como David Livingstone, Henry Morton Stanley, Albert Schweitzer y, sobre todo, del italiano Pietro Paolo Savorgnan di Brazzà, Deville recorre los caminos temporales y geográficos a través de los que se fue consolidando el colonialismo en aquella región. Rememora también los pasos africanos de otros personajes como Joseph Conrad, André Gide o el Che Guevara. Las huellas dejadas por todos ellos, entrecruzadas con los rastros de reyes africanos y tratantes de esclavos árabes, sirven para explicar –o al menos comprender- buena parte del presente africano. En el libro de Deville comparecen además figuras más cercanas en el tiempo como los congoleños Mobutu Sese Seko y Laurent-Désiré Kabila, o el angoleño Jonas Savimbi, que pasó sus últimos años combatiendo contra las sombras de sus aspiraciones, como un Kurtz local que ha perdido todo contacto físico y psicológico con el mundo exterior. Los actuales países de la República Democrática del Congo, la República Centroafricana, Tanzania, Sudán o Angola que recorre Deville en la primera década del siglo XXI son, al igual que la mayoría de países africanos, creaciones insensatas de la Conferencia internacional celebrada en Berlín en 1885, en la que las grandes potencias europeas del momento se repartieron buena parte del continente como quien despieza una presa recién abatida.

 

El viaje histórico de Deville en Ecuatoria se complemente con su evocador viaje –primeros años de este siglo- por territorios africanos. Resultan especialmente interesantes sus retratos de algunos de los personajes que se va encontrando en su deambular: irrelevantes para los libros de Historia pero con unas vidas no menos interesantes que las biografías de los grandes nombres si queremos entender la historia reciente de una colonización aún en curso.

 

Una de las muchas historias que cuenta Deville es la de Ernest Kipanga, un congoleño nacido y criado en el Kivu Sur y obligado, como tantos otros miles de compatriotas, a dejar su hogar en 1996 con el comienzo de la Primera Guerra del Congo.

 

La región de los Grandes Lagos, que había vivido la convulsión sangrienta del genocidio ruandés dos años antes, se incendiaba de nuevo ante la ofensiva de las tropas de Kabila apoyadas por Ruanda y Uganda. Las tropas ruandesas entraron en el territorio del antiguo Zaire para, entre otras cosas, arrasar campamentos de refugiados hutus que, según la versión de Kigali, eran antiguos génocidaires que usaban el territorio congoleño como base para continuar amenazando la estabilidad y la paz en Ruanda. Se habla de miles de hutus masacrados como una plaga de insectos. Otro de esos hilos argumentales más repetidos en la Historia: antiguas víctimas convertidas en victimarios. Comenzaban las guerras del Congo. En la relativa invisibilidad que otorgó la falta de atención mediática internacional, fueron asesinadas, torturadas, violadas y desplazados millones de personas. ¿Cuántos millones de muertos? No se sabe: dos, tres, tal vez cinco. Lo que sí sabemos: los minerales nunca dejaron de fluir hacia el norte y, más tarde, también hacia el Lejano Oriente

 

Estamos en 2006. Deville conversa con Ernest Kipanga –treinta años de edad- en el campo de refugiados Nyarugusu (Tanzania), uno de los campos de refugiados más grandes del mundo. Ernest vive allí confinado desde que huyó de su hogar una década atrás. Ernest habla con Deville sobre la vida en el campo, una especie de limbo donde la esperanza es más un estorbo que el combustible necesario para pensar tu vida como algo susceptible de ser mejorado. ¿Para qué esperar algo mejor si lo más probable es que todo empeore? Sin ir más lejos, comenta Ernest, hace un año el precario equilibrio que había estado rige la vida en los campos de refugiados se desmoronó. Y esta vez no fue a causa de los rebeldes tutsis, ni de las tropas ruandesas entrando en el Zaire a sangre y fuego.

 

Escribe Deville:

 

Aunque Ernest se queja a la vez de la inactividad –como la salida de los campamentos está prohibida, todo trabajo resulta imposible- y del régimen frugal y sempieterno, día tras día desde hace diez años, a base de maíz y guisantes, sabe que la situación era todavía peor el año pasado, después del tsunami que devastó las costas de Indonesia. El Programa Mundial de Alimentación estima en 2.100 calorías por día la ración necesaria para que viva un adulto. En razón de la brutal afluencia de donativos hacia esas otras regiones siniestradas, la ración cayó  a 1.400 calorías en los campamentos de refugiados de Tanzania. Las mismas ONG tuvieron que pedir a sus donantes que no enviaran más dinero para las víctimas del tsunami. Entretanto, por una compleja combinación de Historia y Geografía, la gigantesca ola asiática había matado a gente incluso en el corazón de África.

 

Una perversa variación del proverbio chino “el aleteo de las alas de una mariposa puede provocar un Tsunami al otro lado del mundo”.

 

La reciente crisis política en Burundi en los últimos meses –con un presidente que ha desafiado la legalidad presentándose a un tercer mandato- ha propiciado que miles de refugiados sigan llegando al campo Nyarugusu, aumentando la presión asistencial sobre un campo que, como tantos otros, se ha convertido en un contenedor de personas olvidadas, juguetes rotos en los sótanos de la Historia.

 

 

 

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Como todo aquello que es muy complejo, los asuntos internacionales se basan en una serie de cuestiones muy sencillas analizadas una por una. Una de ellas, tal vez la primordial, tiene que ver con la dicotomía Aquí vs. Allí: qué decisiones de las que se toman Aquí tienen repercusiones Allí; qué hechos de los que tiene lugar Allí benefician o perjudican a los que vivimos Aquí, etc. Las diversas formulaciones posibles serán diferentes según la ubicación de los que las formulen: la subjetividad como espejo deformante y como trampa. Conviene tener en cuenta, sin embargo, que las dicotomías no dejan de ser herramientas de comprensión que utilizamos por pereza mental: los canales de comunicación entre el Aquí y el Allí –como entre el tú y el yo- hacen que la lejanía se reduzca y las diferencias se difuminen.

 

La periodista Gemma Parellada, que lleva años informando desde África para distintos medios de comunicación españoles, resume muy bien esta (en muchos sentidos, lo sabemos, falsa) dicotomía entre Aquí y Allí cuando hablamos de África. Entrevistada en la página de asuntos africanos Africaye.org, Parellada comenta que:

 

Curiosamente, insistimos en guardar una mirada condescendiente y poco madura hacia «África» aunque nuestro bienestar dependa tanto de ella. Lo único que tienen en común los países africanos es la ceguera con la que los miramos y la sobredosis de tópicos con los que los contamos.

 

Nigeria sale a borbotones cuando llenamos el depósito del coche -es el primer suministrador de crudo a España-; los móviles y portátiles funcionan gracias a los minerales que se extraen de la guerra de Congo – la más mortífera del planeta-; o tenemos a Costa de Marfil en las chocolatinas y bombones –primer productor de cacao del mundo-,… África es cotidiana en España, en muchos de los gestos diarios hay un trozo de continente. Sin embargo, se sigue percibiendo como algo lejano. Culpa nuestra: los periodistas y los medios. Existe un falso muro entre las realidades que vivo y cubro aquí y la precepción en España. Estamos todos en una misma habitación pero hay un solo foco, el resto queda a oscuras. Hay que abrir la luz de la habitación y darnos cuenta que hay mucha más gente. Nuestro mundo de bienestar no existiría sin los otros mundos – los  que minan, recogen, cargan, pulen y trabajan los recursos naturales-. Es el concepto de Ubuntu a gran escala: el “tú eres gracias a los demás” expandido a “nosotros somos porque ellos son”.

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