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Afropean. Notas sobre la Europa negra

Introducción 

Cuando oí hablar por primera vez de este término me hizo pensar en mí mismo como un todo sin guion: afropeo. Se me abrió un espacio semántico en el que la negritud tomaba parte en la conformación de la identidad europea ampliamente entendida. Sugería la posibilidad de vivir en más de una idea y con más de una idea: África y Europa, o, por extensión, el sur global y Occidente, sin ser mestizo, mulato, negro tal o negro cual. Sugería que ser negro en Europa no significaba necesariamente ser inmigrante.

Las etiquetas son invariablemente problemáticas y, a menudo, provocativas, pero en el mejor de los casos permiten dar voz y visibilidad a algunas cosas. Desde mi punto de vista, a la vez aventajado y parcialmente estancado –crecí en un barrio obrero del Sheffield asolado por las fuerzas externas de la economía de libre mercado y las fuerzas internas y protectoras de la insularidad local que se conformó a partir de las guerras entre pandillas–, empecé a reparar en un mundo que para mí había sido invisible hasta entonces, o al menos inconcebible. En mi pequeño rincón del Reino Unido, siempre me había sentido obligado a reaccionar contra una cultura o a identificarme excesivamente con la otra.

Acuñado originalmente a principios de la década de 1990 por el cantante David Byrne y la artista belga-congoleña Marie Daulne, vocalista del grupo Zap Mama, mi primer contacto con el concepto de la afropeidad se dio en los ámbitos de la música y la moda. Entre muchos otros, el grupo Les Nubians, hermanas espirituales del Chad con la intermediación de Francia, exudaban esa idea, como también lo hacían Neneh Cherry, cuyas raíces están en Suecia y también en Sierra Leona; la cantante Joy Denalane, sudafricana y alemana, o Trace, la revista de Claude Grunitzky. “Estilos e ideas transculturales” era el subtítulo de esta publicación, que reflejaba la propia identidad afropea de Grunitzky: su abuelo materno era polaco, y él nació en Togo, creció en París y lanzó su revista en Londres. Me pareció que había dado con una realidad atractiva y poco explorada: personas negras de Europa, con un considerable éxito y dotadas de belleza y talento, que eran capaces de articular sin esfuerzo sus influencias culturales de manera coherente y creativa. A mí me resultaba especialmente atrayente porque, si bien daba la impresión de que esta nueva iteración de la negritud en Europa había aparecido como si no fuese a tener ninguna relevancia a corto plazo, me resultaba más familiar que el lenguaje político y cultural proveniente de los Estados Unidos –a menudo prepotente– y más integrador y matizado que el “club” de la negritud británica, cuya forma de entender su propia idiosincrasia empezaba a parecer algo pasada de moda, pues a menudo se vendía exclusivamente como una encarnación de la generación Windrush, la de los afrocaribeños que emigraron al Reino Unido y a otros lugares de Occidente tras la Segunda Guerra Mundial.[1]

Así pues, en un primer momento, me pareció que la idea de la “afropeidad” abría un camino de optimismo, una suerte de alternativa utópica a la visión lóbrega y agorera que se ha tenido de la negritud en Europa desde hace años. Yo quería trabajar en un proyecto que vinculase a los actuales afroeuropeos como actores protagonistas de nuestra propia historia. Con toda esta magnificente imaginería afropea en mente, quise creer que obtendría como resultado un fotolibro, de los que se colocan en la mesita de café, con textos que inspiraran buen rollo y varios retratos fotográficos estilosos. El libro hablaría de las “historias de éxito” de los europeos negros: hombres y mujeres jóvenes cuyo estilo callejero era capaz de transmitir con elegancia y espontaneidad un estado de ánimo de empoderamiento a sus iguales.

Una visita a la llamada “Jungla de Calais” en 2016 me empujó a reconsiderar este planteamiento. Ante un aromático té árabe con leche, Hishem, un joven sudanés que regentaba una de las muchas pequeñas y bien organizadas cafeterías, y que había llegado a la Jungla diez meses antes, me contó que lo había perdido todo y que ninguno de sus familiares había sobrevivido. Tenía dolorosos recuerdos y una visión poco halagüeña del futuro. Se sentía atrapado en aquel limbo entre África y Europa, entre su antiguo hogar (parte del cual había recreado milagrosamente en su café decorado con almohadones) y la anonimidad. Cuando me disponía a abandonar su chirriante local de madera contrachapada, me pidió que escribiera sobre su historia y sobre la vida en la Jungla, propuesta que me puso un poco nervioso. Ese hombre era inteligente, culto y elocuente: ¿no sería más apropiado que escribiera él mismo sobre la vida en la Jungla? Quizá yo podría ayudar a llamar la atención sobre lo que escribiera o publicar una noticia en el sitio web que dirijo, pero ¿qué sabía yo de primera mano sobre lo que significaba perder amigos en una masacre, huir de una guerra, esconderse para salvar la vida en el contenedor de un carguero o subirse a pateras en pésimas condiciones para llegar sin un céntimo a un poblado de chabolas azotadas por el viento helado en un apartado lugar del norte de Francia?

Tras intercambiar datos de contacto, me alejé de la Jungla en mi bicicleta y, al poco, me di cuenta de que gendarmes de la policía militar francesa me estaban siguiendo por las ventosas calles de Calais. Cuando quise traspasar la verja blanca del puerto para coger mi ferri de vuelta al Reino Unido, me dieron el alto antes de llegar al control de pasaportes, me registraron, me pidieron mi identificación y me preguntaron de dónde venía y adónde iba, cuánto tiempo llevaba en Francia y por qué. Por fin, tras varias preguntas y unas cuantas miradas suspicaces, me permitieron acceder a unas instalaciones oficiales que había visto cómo otros hombres de piel oscura y de mi misma edad contemplaban con mirada anhelante desde la distancia. Yo estaba dentro y ellos no.

A diferencia de las personas que conocí en la Jungla, yo no vivía en un limbo, sino en la liminalidad. Estaba “dentro” porque tenía un carné de identidad. Y tenía carné de identidad porque había nacido y me había criado en Inglaterra, mi historia personal tenía vínculos con Europa y sabía cómo funcionaban las cosas. Y, sin embargo, aun en este ámbito geográfico y con esta idea de Europa en mente, muchas veces se me recordaba que, en realidad, no estoy “dentro” del todo. En una ocasión, durante las celebraciones del Remembrance Day o Día del Recuerdo –día que celebra los sacrificios de las fuerzas armadas británicas en las guerras mundiales, y al que he llegado a temer por cómo despierta un feo nacionalismo por el que a veces me he sentido mal mirado–, me gané el consabido ataque de turno cuando un iracundo señor de mediana edad y rostro enrojecido me espetó un “vete a tu país” cargado de racismo. El color de mi piel había ocultado diversos hechos, entre ellos, que mi abuelo había luchado por el Reino Unido tras las líneas enemigas en la Segunda Guerra Mundial y había ganado una medalla por ello. Mi piel había ocultado mi europeidad; europeo seguía siendo sinónimo de blanco.

Si el “afropeísmo” como nueva realidad podía ayudar a abordar este problema, tenía que descubrir qué había detrás de aquello y en qué ideas se cimentaba. Serían ideas concebidas y firmadas por personas negras, ciertamente, pero en ese momento para mí no era mucho más que un concepto atrayente que se me vendía a través de responsables de relaciones públicas, estilistas, fotógrafos de moda y directores de arte. En el Reino Unido, el Nuevo Laborismo de Tony Blair recurrió a esta visión de un multiculturalismo corporativo, con su pátina de inclusión, para dar al país un cariz internacional, abierto, avanzado y dispuesto a participar de la economía global, pero no sirvió, sin embargo, para crear políticas a largo plazo que mejorasen el trato a los inmigrantes por parte del Estado. ¿Eran afropeas solo las personas negras (a menudo con la piel más clara) bien parecidas y económicamente exitosas?

El afropeísmo como aspiración era una cosa, pero, mientras escribía sobre la interacción entre las culturas europeas y africanas, me di cuenta de que esta utópica visión de la experiencia negra en Europa me empujaría a ignorar deliberadamente las realidades que compartían la mayoría de personas negras que vivían en este continente. Me empujaría, en efecto, a invisibilizar completamente a los numerosos grupos de hombres negros desempleados que pululan por las estaciones de tren, o a las mujeres negras que limpian baños, o a las comunidades privadas de derechos que malviven en las periferias de las ciudades. Además, me parecía bastante hipócrita dejar a un lado mi propia experiencia –culturalmente rica, pero menos glamurosa–; es decir, la experiencia de haber crecido en un Reino Unido multirracial y de lo que se siente al viajar por Europa como alguien que se identifica como negro. Me di cuenta de que debía contar a quienes leyeran este libro de dónde vengo, para que pudieran entender mejor adónde y por dónde voy, a saber, las áreas poco documentadas de Europa que a menudo contradicen las homogéneas y monoculturales descripciones que ofrecen las guías de viaje y los patronatos de turismo. Viajé por el continente, además, cuando campaba a sus anchas el “contramulticulturalismo”, el cual daba a entender que tanto yo como quienes son como yo éramos la prueba de que el experimento de la multiculturalidad había fallado. Me sentía en la necesidad de reafirmar y “reagrupar” mi propia pluralidad dentro de una misión más amplia, consistente en mostrar que el multiculturalismo, más allá de lo que vertiera la prensa reaccionaria en sus páginas, podía funcionar, y quería hacerlo desde dentro del multiculturalismo que yo había heredado y que hundía sus raíces en las calles de las ciudades europeas. El “afropeísmo”, parafraseando al diputado laborista Jon Cruddas, debía ser algo más que una búsqueda sincera y obsesiva de sí mismo; debía convertirse en algo parecido a una aportación a una comunidad, con sus demandas y sus compromisos. Como concepto, debía tender un puente que salvara la brecha que nos hace estar dentro o estar fuera y conformar cierto tipo de alianza cultural informal.

Leí mucha literatura académica y teorías sociológicas de gran valor, pero, en muchas ocasiones, ese tipo de obras habían acumulado demasiado polvo en las bibliotecas universitarias o simplemente predicaban a los conversos. Se trata de obras mayoritariamente firmadas –también las citas que incluyen– por eruditos blancos, cultos y con recursos, no por las personas sobre las que versan, y están redactadas con un frío y distante academicismo. Muchas veces, la educación formal está impulsada por el conocimiento de otras personas: ¿quién creó y dio forma a ese discurso? ¿Quién posee los conocimientos que se vierten en tales obras? ¿Quiénes tienen acceso a ellas? ¿Qué hay de la Europa negra que se extiende más allá del escritorio del teórico y bulle en las equívocas y desordenadas experiencias vitales de sus comunidades? ¿Qué hay de la Europa negra menos visible?

No tenía otra opción que dejar que la luz de mi subjetividad se filtrase por los resquicios y recordarme a mí mismo que yo no estaba intentando meter con calzador ese término –“afropeo”– que parecía describir mi experiencia vital como muestra de un nuevo discurso autoritativo sobre política racial. Me parecía que las librerías se estaban llenando de demasiados libros que abordaban el tema de la raza desde una perspectiva que tenía en cuenta el bosque pero no los árboles, precisamente en un momento en el que estaba rompiéndose el diálogo cotidiano, en el que las interacciones en las redes sociales carecían de talante y buena fe, y en el que los blogueros y los autores se presentaban como portavoces infalibles.

Esta obra pretende usar el reportaje de viajes sobre el terreno como herramienta para zafarse de las presiones que ejerce la teoría y revelar con sinceridad tanto los placeres secretos y los prejuicios de los otros como los míos propios. Es decir, quería hablar sobre el ser humano, y aprender a sentirme cómodo con el color de mi piel y con mis imperfecciones desde las páginas de un libro, en un viaje que me llevara desde lo personal hacia lo universal.

Así pues, si bien me entrevisté con agitadores y promotores culturales –artistas, pensadores, fashionistas, intelectuales, escritores y académicos–, muchas de las historias que he querido contar están en el extremo opuesto al lustre del escritorio o la mesita de café. Hablan de activistas, pero también de personas sin hogar, ladrones, camellos y drogadictos. Pero hay algo más. El artista de hip-hop Mos Def tiene una canción cuya letra describe la representación de la cultura negra en los medios de comunicación: We’re either niggas or kings, we’re either bitches or queens [Somos negros de gueto o reyes, somos zorras o reinas],[2] y a mí me parecía que en la Europa contemporánea las personas negras eran representadas o bien como dandis retro y hípsters superestilosos, con gafas de pasta y un toque de estampado africano, o bien como el peligroso gánster de barrio con la capucha puesta. En el medio de estos máximos y mínimos de la negritud aparece quizá el elemento que más inclusivo hace este trabajo: los encuentros fortuitos con gente corriente y las entrevistas improvisadas con dependientes, vendedores ambulantes, agentes de turismo, estudiantes, activistas, porteros de discoteca, músicos, trabajadores sociales especializados en jóvenes y muchas personas más con las que simplemente trabé amistad en cafeterías, bares, clubes sociales u hostales. Todos ellos me ayudaron a descorrer el velo que a veces oculta la vida cotidiana, aparcando por un momento los relatos grandiosos: la belleza en la banalidad de la vida negra. Los viajes no me los financiaba ninguna institución académica y no tenía que rendir cuentas al respecto, así que no me dediqué a pasear por los hoteles cool del continente (no podía). Esta manera de trabajar traía consigo diversas consecuencias prácticas: las páginas de este libro reflejan el periplo en tercera clase de un viajero negro solo; es una odisea negra, independiente y de clase trabajadora.

La visión que me quedó fue la de una utopía mancillada. Un espacio de luchas y esperanzas, de matices silenciosos y dramas vociferantes sobre el que extraer algunas conclusiones, pero que dejaba en el aire muchas ambigüedades; un lugar marcado por los vínculos, pero también por las disyuntivas, y atravesado siempre, no obstante, por el buen humor y la humanidad que caracterizaron todos mis encuentros e interacciones. Parafraseando al poeta Robert Frost, me peleé con el continente como con una amante. He viajado mucho por todo el planeta, incluida África Occidental, donde arraiga mi negritud. También he recorrido una y otra vez las calles de Brooklyn, ese crisol de la cultura negra donde nació mi padre y donde he encontrado una inacabable fuente de inspiración. Sin embargo, en ningún lugar me he sentido más en casa que en Europa. Aprendí a leer y a escribir aquí (aunque no necesariamente las cosas más apropiadas). Hablo las lenguas europeas y participo de algunas de sus costumbres. Disfruto de la belleza intrincada y a veces decadente de su vieja arquitectura, y de los museos y galerías gratuitos, algunos de los cuales existen gracias a la sangre y el sudor vertidos por hombres y mujeres negros sometidos a imperios explotadores. Como escribió el poeta martiniqués Aimé Césaire:

 

Et je me dis Bordeaux et Nantes et Liverpool et New York et San Francisco
pas un bout de ce monde qui ne porte mon empreinte digitale et mon calcanéum sur le dos des gratte-ciel et ma crasse
dans le scintillement des gemmes!

(Me digo: Burdeos y Nantes y Liverpool y Nueva York y San Francisco.
¡No hay rincón de este mundo que no lleve mi huella digital, mi calcáneo sobre la espalda de los rascacielos y mi mugre
en el centelleo de las gemas!).[3]

 

Como miembro de la comunidad negra europea, esta Europa de la que hablo también forma parte en su totalidad de mi legado. Había llegado la hora de vagar y de celebrar este continente como si fuera mío. Un continente que, con mucha frecuencia, por citar a Frantz Fanon, protegido de Césaire, “me ha entreverado de mil detalles, anécdotas e historias”.[4] Una Europa que, tal y como descubriría, estaba poblada también por nómadas egipcios, restauradores sudaneses, musulmanes suecos, activistas negros franceses y pintores belgo-congoleños. Un continente de favelas caboverdianas, mercadillos argelinos, chamanismo surinamés, reggae alemán y castillos árabes. Sí, también todo esto forma parte de Europa, y estas realidades deben ser entendidas y acogidas con los brazos abiertos por el continente si desea disfrutar de sociedades plenamente funcionales. Y los europeos negros, por su lado, tienen que entender Europa y exigir la participación en sus sociedades, para poder demandar el derecho a documentar y difundir nuestras historias.

Dicho esto, son varias las omisiones de que adolece este libro y que están íntimamente vinculadas a la experiencia negra en Europa, lo que podrá resultar frustrante para algunos lectores. Por ejemplo, el papel del cristianismo en la trabazón de las comunidades negras. Me considero una persona espiritual, pero no religiosa, y concluí que correspondía estudiar este tema a alguien más versado en los asuntos relacionados directamente con la fe. Por razones similares, no hablo tanto del islam como quizá cabría esperar: del mismo modo, me pareció algo ajeno al propósito fundamental de este libro.

Como nativo de raza negra del norte de Inglaterra frustrado a menudo por lo que yo llamo la brixtonización del Reino Unido negro –es decir, la reducción de la experiencia de la comunidad británica negra al relato limpio y monolítico emergente de Brixton, el famoso barrio negro de la capital–, me resultó igualmente frustrante tener que restringir mi viaje, por cuestiones de tiempo y de dinero, a las grandes capitales del continente. Por ejemplo, no hablo sobre Liverpool, Cardiff, Southampton o Bristol, en el Reino Unido (de Bristol proviene muy probablemente mi apellido: un bristolense llamado Robert Pitts fue propietario de plantaciones y esclavos en Carolina del Sur, donde he podido rastrear mis raíces afroestadounidenses), y tampoco hablo sobre otras ciudades de todo el continente que han mantenido importantes vínculos históricos con la comunidad negra, presente en Europa desde hace siglos. Las ciudades de mayor población han sido tradicionalmente dinámicos espacios de encuentro para personas de todo tipo de orígenes, y muy a menudo son las que albergan las comunidades negras más antiguas y consolidadas. Estas eran de especial interés para un libro como este, centrado sobre todo en la Europa negra de segunda, tercera y última generación, y cuya pretensión es presentar la historia reciente como un “tejido conjuntivo” y una plataforma de conocimientos para los recién llegados como Hishem.

Algunas grandes capitales, especialmente en la Europa meridional, central u oriental –Viena, Varsovia, Roma o Madrid– están ausentes en este libro o se les dedica un espacio mucho más pequeño del que habría querido. Me habría encantado estudiar la historia de la presencia musulmana en Montenegro, por ejemplo, o los vínculos de la antigua Yugoslavia con África dentro del Movimiento de Países No Alineados durante la Guerra Fría, que buscaba cultivar una amistad transnacional entre países que intentaron resistirse a la hegemonía tanto occidental como soviética. He hecho todo lo posible por pintar un lienzo justo y equilibrado sobre la vida contemporánea de las personas negras en Europa, pero no podía dejarme arrollar por lo que el poeta James Baldwin llamaba “la carga de la representatividad”. Lo único que puedo esperar es que quienes lean este libro sepan encontrar las virtudes de un trabajo llevado a cabo por una persona de raza negra de manera casi totalmente independiente de cualquier institución académica o gubernamental. Me gustaría, asimismo, alentar a cualquier persona que se sienta insatisfecha con la lectura a causa de los vacíos que no he sido capaz de rellenar, a que haga sus aportaciones en Afropean.com y en los animados debates en línea que desde ese sitio tratamos de fomentar. En él hemos publicado hasta hoy ensayos firmados por autores que han vivido la experiencia afropea de primera mano, ya sea desde Eslovaquia, la isla de Wight, Barcelona, Ginebra o Viena, así como desde el continente africano. En última instancia, alguien podría preguntar: “¿Dónde está la parte europea de esta ‘afropeidad’?”. Del mismo modo, algunas personas se preguntan por qué existe en el Reino Unido un “mes de la historia negra” pero no un “mes de la historia blanca”. Esto es como preguntar por qué en Londres hay un Chinatown pero no un “Barrio Inglés”. Inglaterra y la blanquitud son tan omnipresentes que llegan a parecer invisibles. La historia de la comunidad blanca no se proyecta como “historia blanca” porque es simplemente “la historia” que nos rodea constantemente y que se impone en los programas de televisión y los planes de estudios de las universidades. Yo escribo en una lengua europea, he viajado por calles de ciudades europeas y ando constantemente a vueltas con la historia de Europa, aunque, ciertamente, no sea ni antropólogo ni historiador. Soy escritor y fotógrafo. Y también soy un ciudadano negro que vive en Europa hoy, y en este viaje quería, ante todo, encontrarle un sentido a todo ello. Con mi piel marrón y mi pasaporte británico –en el momento de escribir estas líneas, seguía siendo un pase gratuito a la Europa continental–, una fría mañana de octubre partí en busca de los afropeos.

 

Notas:

[1] En el último censo nacional, por primera vez más negros británicos se identificaban como africanos que como afrocaribeños.

[2] Thieves in the Night, Mos Def & Talib Kweli Are Blackstar (Rawkus: 1998).

[3] Aimé Cesaire, Cuaderno de un retorno al país natal, traducción al español de Agustí Bartra. Ediciones Era: s. l., s. d., pp. 53-54.

[4] Frantz Fanon, Black Skin, White Masks (Grove Press: 1967), p. 111.

 

Este fragmento corresponde al libro del mismo título que, con traducción de Miguel Marqués y María José Borrego, acaba de publicar Capitán Swing.

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