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AcordeónAgrupémonos todos

Agrupémonos todos

 

El libro de Susan George, presidenta de honor de Attac, Sus crisis, nuestras soluciones, marca el final de la hegemonía cultural del neoliberalismo y el principio de un nuevo relato que puede, sin vergüenza y sin complejos, revisar ciertos principios marxistas. No es un libro marxista, pero esto mismo tiene que dejar de ser una frase con la que tranquilizar a los lectores. ¡Basta ya! Los desastres que han llevado a cabo gobiernos, estados y partidos políticos que se reconocían bajo la etiqueta del marxismo no pueden seguir siendo la justificación de una manera de pensar que se fabrica como lo justo opuesto. En este sentido, es más dependiente del marxismo -como “reverso del marxismo”- el neoliberalismo que esta alternativa que defiende Susan George.

 

Que el neoliberalismo ha vencido y que ocupa un lugar hegemónico es sin duda obvio. La autora cita a Gramsci: la hegemonía está presente en nuestra manera de pensar, de sentir, de actuar, incluso en la configuración del sentido común. Esa hegemonía puede, en algunas ocasiones, adoptar la forma de un fundamentalismo religioso, como dice George Soros al hablar de ciertas doctrinas incontrovertibles acerca del mercado. ¿Cuántas veces no hemos oído que las instituciones privadas funcionan mejor que las públicas? Se critica ferozmente la mala gestión del sector público y se ignoran los graves defectos del sector privado. Se ven las habitaciones individuales de los hospitales privados, pero no las carencias de tecnología; se ve la homogeneización de clase social, raza o religión de las aulas de los colegios privados, pero no se analizan los resultados de los alumnos ante las pruebas externas.

 

Somos prisioneros de esas evidencias neoliberales: creemos que el mercado se autorregula, que lo que es bueno para los bancos también lo es para la economía de un país; pensamos que es mejor que los impuestos bajen, que no debe existir el proteccionismo y que las nacionalizaciones son pecado (Susan George cita un artículo del Financial Times en el que el autor, John Auters, habla de “una palabra que empieza por ‘n’ la solución económica que no se atreve a decir su nombre”). No impuestos, no nacionalizaciones, no proteccionismo y sí mercado y propiedad privada. Lo contrario de ese fantasma del comunismo que planeó sobre el mundo a finales del siglo XIX y durante gran parte del siglo XX.

 

Ya es hora, pues, de superar el marxismo y el comunismo también en sus versiones negativas propias del neoliberalismo. Hay que saber qué conceptos siguen siendo elementos fundamentales para conocer la realidad, qué propuestas no han funcionado y deben abandonarse, qué viejas ideas no son ya adoptables pero tampoco rechazables sino que modificadas, matizadas, encierran un enorme potencial para cambiar el mundo y hacerlo mejor.

 

Empecemos por el principio. El mercado ha existido desde el inicio de la Historia, por lo que “mercado” no es sinónimo del mercado que hoy conocemos. En segundo lugar, los poderosos de la tierra siempre han tenido el mismo comportamiento, que Susan George describe con una cita de Adam Smith: “Todo para nosotros y nada para los demás”. En tercer lugar, existen las clases sociales, aunque no con el esquema burguesía/proletariado: existen las élites ricas en todos los países, incluso en los más pobres y existe una élite internacional a la que George llama “la clase de Davos”.

 

La clase de Davos ejerce una dictadura, la dictadura de las finanzas. Sus miembros controlan los bancos y los gobiernos están infiltrados por los banqueros, lo que significa que, incluso en los países democráticos, el sector privado tiene una acceso privilegiado ante las autoridades públicas. Las altas y prestigiosas instancias formadas por el Fondo Monetario Internacional y por la Banca Mundial sirven a las transnacionales financieras, son una especie de bomberos-pirómanos, como los llama Susan George. Entre los muchos ejemplos de los que este libro está lleno, llama la atención el de las privatizaciones de recursos naturales sancionadas por estas dos instituciones: cualquiera puede razonar que teniendo en cuenta que el agua es un bien escaso, indispensable, limitado e insustituible, si una empresa privada echa mano de este recurso, intentará buscar el máximo de provecho a sus inversiones, lo que conducirá a un encarecimiento del agua y a un mal servicio en las poblaciones más pobres, todo lo cual puede tener como consecuencia un descenso de salubridad, y multitud de conflictos.

 

En el pasado, dice Susan George, los Estados podían hacer que los bancos quebraran. Los bancos prestaban dinero a los Estados para que pudieran mantener los elevados costos de las guerras y después estos no lo devolvían: es lo que sucedió con los Médicis. Pero hoy en día es justo lo contrario: son los bancos los que hacen que los Estados puedan quebrar. Y eso porque las finanzas han ocupado el centro de la vida social, y el mundo de las finanzas a lo que más se parece es a un inmenso casino en el que gente, que actúa como adolescentes excitados hormonalmente, juega con los destinos de la humanidad. Existe un juego financiero que inventó un emigrante italiano en los Estados Unidos llamado Ponzi y que consiste en realizar una pirámide que sigue la siguiente regla: prestar dinero a unos primeros clientes con un alto interés y devolver esos intereses con el dinero que otros, en segundo lugar, aportan; y así sucesivamente. Llega un momento en que, cuando ya no existen personas más idiotas que los anteriores, la pirámide se viene abajo. Pues bien a ese juego se parece lo que ha sucedido en el mundo financiero en estos últimos años. Los bancos han superganado dinero no apoyando empresas reales que producen bienes reales sino productos financieros hijos de otros productos financieros. Han caminado en el aire, como les sucede a algunos lanzados personajes de dibujos animados que cuando corren son capaces de seguir haciéndolo aunque les falle la tierra a sus pies; pero al final se dan cuenta y se estrellan.

 

 

       De todas las conclusiones que saca Susan George, la que más me gusta es la que ella misma practica: hay que ponerse a estudiar a los ricos. Algo así como seguir escribiendo nuevos capítulos de El Capital de K. Marx. Porque “el mundo es riquísimo en conocimientos sobre los pobres”. Nuestros jóvenes occidentales más dotados, formados en las mejores universidades inglesas o americanas, o bien sucumben al aura del pensamiento hegemónico y se convierten en economistas al servicio de las finanzas, poniendo todo su empeño y toda su atención en hacer posible, como decía Adam Smith, que los ricos lo tengan todo y los demás nada; o bien se convierten en economistas que hacen análisis de la pobreza para instituciones internacionales como, por ejemplo, el PNUD, la agencia de la ONU para el estudio del desarrollo, invirtiendo su inteligencia en saberlo todo acerca de los más desfavorecidos: sus necesidades, sus perspectivas de desarrollo económico, el modo en que los cambios climáticos pueden afectar a las poblaciones más pobres, la pobreza femenina, etc. Susan George dice, con un dejo de exasperación, que estamos perfectamente informados sobre la pobreza, que todas las investigaciones sobre las desigualdades y la pobreza que se han llevado a cabo durante 40 años no han mejorado la situación y que sería más interesante y más útil, también para los pobres, saber algo acerca de los ricos: cuáles son sus métodos para seguir enriqueciéndose, en cuánto se incrementan sus fortunas ante las catástrofes naturales o financieras de otros países, quiénes son los miembros de la clase de Davos, dónde viven, dónde guardan su dinero, qué leyes pueden poner freno a sus ganancias, etc. La autora nos descubre algunas cosas interesantes, por ejemplo, acerca de África: que el país con una mayor desigualdad económica entre ricos y pobres es Namibia, que el dinero que las élites africanas tienen en los paraísos fiscales triplica la totalidad de la deuda exterior de todo el continente africano, que por cada euro que se presta a los gobiernos africanos para favorecer el desarrollo, 60 céntimos van a parar a cuentas privadas en países occidentales.

       El capítulo de las soluciones es amplio y muy interesante: poner reglas, legislar, dejar de pensar que el mercado se autorregula o que en nombre de la libertad individual hay que dejar que se cometan todo tipo de desmanes. No podemos seguir pensando que el crecimiento económico puede seguir hasta el infinito porque los recursos son finitos y, por primera vez en la historia de la humanidad, estamos poniendo en peligro la supervivencia. Hay que ejercer un tipo de proteccionismo ecológico, hay que inventar impuestos contra las empresas que perjudican gravemente el ambiente. No es bueno que existan las desigualdades actuales en materia de riqueza: hay que limitar las fortunas. No es comunismo, no es “a cada cual según su necesidad, de cada cual según su capacidad”, no es la abolición de la propiedad privada, pero tampoco es seguir sacralizándola hasta el límite de permitir que los recursos de los que depende la supervivencia sean tratados como fichas de una ruleta.

       Vale la pena leer y estudiar este libro. Está lleno de ideas y pretende ser el inicio de un nuevo relato, un nuevo mythos: el de un futuro mejor al que podemos acceder si juntamos nuestras fuerzas. Sí, podemos, yes, we can, podemos hacer lo que debemos. Demostramos ser muchos aquel 15 de febrero del 2003 contra la invasión de Irak, recuerda Susan George. Agrupémonos todos, no será la lucha final, no somos unos paleomarxistas, ya sabemos, nos lo han dicho mentes ilustres -como la de Simone Weil, como la de Michel Foucault- que siempre habrá luchas. Pero de ellos también hemos aprendido que lo verdaderamente triste es no combatir.

 


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