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Brújula‘Agua de noria’, de Jiménez Lozano, y el género policial. Lecturas al...

‘Agua de noria’, de Jiménez Lozano, y el género policial. Lecturas al margen y en el filo

José Jiménez Lozano

Una novela de detectives describe por lo general a seis personas
vivas que discuten sobre cómo pudo morir alguien. Un libro de filosofía
moderno describe por lo general a seis muertos discutiendo cómo es
posible que alguien siga con vida.
G. K. Chesterton, El detective divino, 1909

 

Nos podemos imaginar la expresión de escepticismo, cuando no de abierto rechazo, ante la pretensión de relacionar a Jiménez Lozano con el género negro. Tampoco es esta la primera vez que se hace. La profesora Guadalupe Arbona ha dedicado un completo estudio, ‘Agua de noria, de José Jiménez Lozano. Del relato policiaco al “interrogatorio” de las víctimas’, que analiza impecablemente las razones por las que esta novela puede encuadrarse dentro de dicho género. Arbona la denomina novela policiaca porque en ella seguimos las acciones derivadas de una investigación policial.

Añadiría, además, de novela policial de Eugenio Fuentes: “a la literatura del dolor –escrita con los impulsos del dolor y los engranajes de la tragedia– se le da una nueva vuelta de tuerca para complicarla con dos ingredientes característicos: el enigma y el daño (…) Una novela negra no solo pretende describir el dolor, también se pregunta por su causa y sus circunstancias, quiere averiguar quién, cómo y por qué ha sido causado”. Es decir, se convierte en una reflexión moral.

Y ahí puede estar una de las razones fundamentales por las que Jiménez Lozano utiliza los andamiajes del género policial para contarnos su historia. Sabemos de este autor su absoluta libertad a la hora de plantearse una obra, cualquier obra: tanto en la temática, como en la ubicación geográfica o temporal. Quizá pensó que una investigación policial le permitía ir desde los sectores más privilegiados a los más desfavorecidos de la sociedad y relacionarlos sin demasiada brusquedad narrativa o compositiva. Y, sobre todo, le da la oportunidad de dar voz a todos sus personajes. Jiménez Lozano no es neutral, ni falta que le hace, pero ninguno de sus personajes es mudo, ni siquiera el señor Eliseo.

Precisamente por eso, en esta novela podemos apreciar una de las características primordiales, radicales de toda la obra de Lozano y que, me permitiréis, he venido en llamar poética de la atención. No es cuestión de establecer una teoría literaria, sino de plantearse qué tipo de personajes aparecen en su obra y desde qué perspectiva, desde qué punto de vista se nos muestran. Podemos llegar a la conclusión, con cierta rapidez, de que son mayoritariamente personajes aplastados o, al menos, silenciados por el poder y la historia. Este planteamiento nos empuja a una serie de cuestiones sobre esto que llamamos poética de la atención.

Jiménez Lozano explicaba que, antes de escribir, “escuchaba a sus adentros”. Creo yo que esto no es más que atender las voces de unos personajes, o mejor, de unas personas que nunca han dejado oír su voz, unas voces que necesitan ser narradas para dejar constancia de su existencia.

La atención implica una actitud ética, no únicamente estética: no solo es que escuche y reproduzca como habla un personaje, sino que supone también la percepción de la existencia del otro. La escritura de Jiménez Lozano no gira en torno a un “yo”, ni a planteamientos teóricos sobre la elección de un tipo de narrador determinado. Gira en torno a unas voces, a unos personajes, a un “otro”, que no podemos dejar de escuchar, porque este otro nos interroga constantemente. El Autrui levinesiano se nos hace evidente en el escritor. Y en Agua de noria lo vemos bien pronto, ya en la página 47:

“La más intrincada investigación de policía no será nunca nada, comparada con la que siempre hay que hacer en las familias para descubrir cualquier razón inexplicable o secreta, o simplemente para lograr alguna nitidez en el retrato familiar de grupo, cuando ya está enmohecido o borroso. Aunque quizá mucho más, cuando está coloreado, o se trata de una fotografía en color de gran técnica, porque entonces es claro que todo es mentira simplemente. La verdad siempre está a una luz débil o se revela entre dos luces como en el ocaso, o entre sombras, porque entonces los rostros y las almas, las sangres de más de cien años, y sus adentros, trasparecen”.

De la misma manera, el canónigo del balneario al que Valtodano iba de niño con la tía Queta:

“Tía Queta le encontraba de la especie o grupo de los realistas, porque no esperaba este hombre mucho ni poco, ni nada, de la especie humana, y la extrañaba, luego, que tuviese tanta misericordia y tanta mansedumbre cuando ella le contaba las desazones de su vida y de la vida de aquellas señoras…”.

Este clérigo únicamente escucha, jamás juzga a nadie, ni da opiniones categóricas.

Por qué un escritor atiende unas voces y no otras es algo que, como el propio escritor apuntó en repetidas ocasiones, no puede explicarse con ninguna teoría ad hoc, desde luego con ninguna teoría de la literatura. En todo caso, creo yo, se puede intentar explicar la aparición de unas voces determinadas en la escritura de un autor. En el caso de Jiménez Lozano, solo el otorgamiento de voz a ese Otro que no ha sido escuchado da sentido a su escritura. Y esto es aplicable a cualquier obra suya y, desde luego, a Agua de noria, donde las voces del señor Eliseo y la señora Claudina, su tratamiento de seres humanos, están convenientemente representadas, cubierta su presencia con esa capa púrpura que los dignifica para la historia. La dignidad que un progreso tecnológico ciego y sordo pretende aplastar, un progreso que solo se concibe a sí mismo en su inmanencia.

Jiménez Lozano no puede aceptar –y su protagonista, Valtodano, tampoco– este rechazo de toda esperanza y transcendencia. Una manera de rebelarse consiste en empeñarse en captar la belleza de las cosas, del mundo alrededor, de lo cotidiano y sencillo:

“Cuando tenían entre manos un caso que creían irresoluble y de repente se veía la punta de una solución, el comisario siempre ponía ese mismo gesto de sorpresa y decía que por fin había amanecido; como en los días claros y fríos del invierno, que eran los que ofrecían el amanecer más hermoso”.

Como explica J. Á. González Sáinz en su artículo ‘El sonido de la hojalata (la ocasión del gozo)’, se aprecia en la obra de Lozano una revelación de lo bello y lo bueno, “de la ocasión del gozo a pesar de todo. La compañía de las buenas obras, la presencia de las buenas gentes, de los actos justos y las cosas verdaderas y los hechos útiles, de los pájaros y los árboles, de los colores y las estaciones, la aparición del cuco, el resplandor de las velas y sus matices de penumbra, la pintura, las historias admirables de la vida cotidiana y también de la historia, la literatura o la religión”.

Una belleza que está para ser captada y disfrutada con los sentidos:

Porque en pleno verano estaba también la gloria de las huertas o de los regadíos, las hondonadas con los chopos, los álamos, y el verdor más austero, pero verdor al fin, del pequeño monte de encinas y de pinos; y, al fondo, el azul de la montaña, muy lejana pero que separaba al mundo entero de esta isla llana. Como si no existiese aquel, y quizás esa frontera era la que hacía pensar al muchacho que aquella gloria estival era un país de otro mundo, y no tendría fin, como si fuera para siempre. Porque seguía siendo su infancia”.

“…el blancor de la terraza, que era donde ponía sus ojos. O en el del comedor mismo, aunque aquí esa blancura aparecía como teñida por el reflejo de la caoba de las sillas y de los dos grandes loceros. O se quedaba embebido también en la candidez de la vajilla con motivos geométricos o vegetales de color azulenco o de un verde desvaído, en el relumbre de los vasos y las copas, o en el de las bandejas y cubiertos de plata; en el negro uniforme de las camareras que resaltaba aún más el blancor de sus delantales y sus cofias;”

Para todo lector habitual de Jiménez Lozano, el término adentros ha de serle necesariamente familiar. Toda su obra ha pasado un largo tiempo de maduración en esos adentros íntimos. La presencia de los personajes en estos adentros es una muestra más de la importancia de la atención en su obra. Sus personajes se asientan en su interior el tiempo necesario hasta poder darles voz. La cuidadosa atención moral a un sufrimiento humano se une a la escucha no menos cuidadosa de unas voces que han de encontrar el tono adecuado para ser contadas o para contarse ellas mismas de una manera que les llene de significación.

Porque toda esta atención de la que hablamos no es sólo una posición ética, una manera de ver la vida desde el punto de vista de los aplastados, es también la capacidad de hacer hablar a sus personajes con palabras que sean verdad. Podríamos decir que damos un salto de la atención a la escucha. Hablaríamos de cuestiones de estilo, del que yo distinguiría como rasgo fundamental para explicar esta poética de la atención la utilización del estilo indirecto libre y una segunda persona, un tú que parece interpelar al narrador, por supuesto también al lector, recursos ambos que nos acercan al personaje, que nos lo muestra de una manera cercana, casi como en un coloquio, un tú a tú entre el lector y el personaje que evita toda psicologización, en un lenguaje preciso y hermoso que huye, por muy coloquial que sea, de toda vulgarización; unos recursos estilísticos  que nos presentizan –nos los ponen en presente y nos los hace presentes– sus sufrimientos:

“Así que era, ahora, cuando todo el mundo se sentía pesaroso de haber hablado todo lo que le había venido a la boca delante del señor Eli, porque todos lo habían hecho con la mejor intención y misericordia, claro estaba, pero ya no estaban seguros de cómo él podía haberlo entendido e interpretado, porque esto era un misterio, y ni delante de los muertos debía de hablarse porque a lo mejor oían y entendían y las conversaciones serían entonces como paladas de tierra que les sepultaban vivos. Y esto era lo más horrible que podía suceder a una persona, así que ellos se sintieron entonces, un poco como los enterradores en vivo de aquel hombre”. (sra Claudina)

“…pero sabía también que en el verano el sol es enseguida poderoso y le acariciaría con su tibia calidez. Y que luego podría tenderse allí junto al estanque, mirando las finas patas del asno una y otra vez, como las de los caballos en las películas de guerra; y luego el vendaje de los ojos del animal, que seguramente se hacía la cuenta de caminar a alguna parte, o quizá deba vueltas y vueltas, aun a ciegas, lleno de confianza.”

“—Ves allí las cosas, en la televisión o en las fotos, y son bien bonitas, pero luego ves las mismas cosas en la realidad, y te parecen pintadas y muertas, y son siempre más como lavadas y desteñidas, no son nada. Ni figura de que fueron. Ya ves este mismo balneario. ¿Te acuerdas de cuando venías aquí con tu madre, y conmigo sola luego?”.

No solo la preocupación por dejar hablar a estos personajes, la poética de la atención, hace tan peculiar esta novela policial. Su propio objeto de investigación es único y difícil de encontrar tipificado en cualquier código penal.

La novela busca detener a los perpetradores de un secuestro, de la extracción y manipulación ilegal de órganos con el resultado de dejar al secuestrado, un mendigo, en condiciones mentales muy degradadas. Pero ante la pregunta de si todo esto no es delito, el comisario Valtodano contesta con el verdadero objeto de investigación de Agua de noria:

“Parece que no. Hay ya filósofos y científicos, y no sé si jueces, que piden que se socialice la propiedad de los cuerpos, a partir de una cierta edad, para que puedan utilizarse, y así propiciar estudios a ver si vivimos cien años, o somos una humanidad de dioses inmortales. ¿Es que no se sacrifican hombres en la guerra para defendernos? ¿Por qué no se habrían de sacrificar en la investigación, si llega el caso, para adquirir más conocimientos en pro de la humanidad? ¿Y es que no habrá que estudiar cómo defenderse siquiera en una posible guerra bacteriológica y psicológica? Así que todas esas prácticas, incluso ahora ya no pueden ser definidas como delitos sin más ni más, por lo menos según una lectura restrictiva de la ley, que ha de hacerse a favor de los experimentadores, claro está”.

Y durante toda la novela, Valtodano y sus policías irán realizando sus pesquisas, interrogando a unos y a otros, como las mulas de la infancia de Valtodano daban vueltas a la noria, siempre igual, un día tras otro, sin moverse del sitio.

Podríamos decir, utilizando un término de teoría literaria, que la historia tiene un final abierto. Pero es que no tiene final, porque un enigma filosófico, ontológico, me atrevería a decir, no puede ser solucionado. Como en tantas buenas novelas policiales en las que, por más que sepamos quién fue el asesino, pervive en nosotros una serie de preguntas sobre el ser humano o la naturaleza del bien y el mal. Y, a bote pronto, me viene a la cabeza Graham Greene, sin ir más lejos.

No es, claro está, la única novela que se centra en las víctimas de un poder aplastador. La singularidad de Jiménez Lozano es el modo de acercamiento, el punto de vista. El escritor adopta las teorías de René Girard del chivo expiatorio. Para Girard –discúlpenme este resumen cuántico– el chivo expiatorio es la victima de una violencia social a la que el victimario hace sentir culpable de su propia victimización y que, por lo tanto, debe aceptarla sin rebelarse (el ejemplo prototípico y clásico es el de los judíos durante las pestes medievales).

Según Girard en el origen de toda cultura hay un hecho violento en el que se ha sacrificado alguna víctima. Desde siempre, cultural e históricamente, los perseguidores están convencidos de la legitimidad de su violencia –tal como los científicos de Agua de noria están convencidos de la legitimidad y necesidad de sus investigaciones–. No se consideran perseguidores, se consideran a sí mismos justicieros. El paso ineludible siguiente es que, para implantar su justicia, necesitan que la víctima sea, o por lo menos crea ser, culpable. Y, así, la cultura, la historia, la sociedad ya ha creado su chivo expiatorio.

“Porque Edipo mató a su padre sin saberlo, y sin saberlo entró en la cama de su madre, pero su padre y su madre, que querían ser reyes inmortales y que nadie les arrebatase el reino y los dineros, le habían abandonado a él, el niño Edipo, siendo un recién nacido, en el monte Citerón, que el frío le matase o le devorasen las bestias. Era un asesinato fundante, como el de Caín y Abel, y, de algún modo, siempre serían así las cosas.

—¿Y si fuera eso la pura verdad? ¿Y si las cosas fueran siempre así, porque el mundo no puede rodar sin víctimas, y los verdugos deber ser siempre exculpados al final?”.

Pero ocurre que, a veces, estas víctimas que han hecho girar la rueda de la historia se niegan a aceptar su destino de tales, como la señora Claudina, que no deja de poner palos a la rueda a ese supuesto progreso técnico que nos hará a todos inmortales. Desde su desinterés a salir por la televisión, “nosotros no somos nadie ni queremos serlo; ni nos hace falta para nada salir en fotos ni en televisión. Y les debía dar vergüenza venir a fotografiar una desgracia” (2008, p. 100); hasta su rebelión contra lo que le han hecho al señor Eliseo: “¿Y es que le parece a usted bien (…) que se coja por ahí a las personas así como así, como a un conejo o a una gallina, y se pongan a estudiar con ellas a ver qué resulta? Y, si resulta mal, ¿qué? Pero como si resulta bien, porque no son cucharada de probaduras las personas, creo yo”.

Y pasando por la defensa constante de una dignidad personal que se niega a vender por dinero:

“—Pues, por eso, lo que yo creo, eso sí –matizó el señor Andrés–, es que deben dar al señor Eliseo una indemnización, como se hace cuando se atropella a alguien con un coche, aunque sea sin querer.

—Pero yo no quiero ni una perra de esa gente, ni tampoco Eli la querrá, cuando se entere de lo que han hecho con él”.

Son los seres de desgracia de Simone Weil de los que la literatura de Jiménez Lozano no puede prescindir: “Pero esta es la historia de España, y que levantase el dedo quien no estuviera comprometido en ella, como no fueran los pobres de solemnidad, que eran como inocentes a la fuerza, y por la gracia de Dios, con más verdad que los reyes”.

O la mirada de l’idiot de village, también de Weil, que el juez sostiene en la del señor Eliseo e intuimos que ese sostenimiento le cambiará su manera de ver las cosas, como si hubiera descubierto esa otredad de la que nos habla Enmanuel Lévinas.

Es decir, y como hemos visto, no es posible darle un final a esta historia de investigación policial porque plantea cuestiones irresolubles.

Para acabar, enlazando con el principio de estas reflexiones sobre la calificación de Agua de noria como novela policial, diríamos que el gran Chesterton estaría encantado. Encantado de ver que en una novela policial cabe mucho Platón, tal como planteaba en un artículo que debía suceder. Es decir, mucha filosofía, mucha poesía, mucha preocupación por la persona.

Porque lo interesante que tiene la novela policial, negra, de detectives o como queramos llamarla es que nos permite la oportunidad de plantearnos interesantes cuestiones sobre el alma humana, realizar un estudio sobre las sutilezas, complejidades e incoherencias del carácter humano. Y, por supuesto, sirve de vehículo de reflexión moral, cuestión esta que debe, o debería, estar presente, en un buen relato policial. Está patente en Jiménez Lozano e interesaba mucho a Chesterton que explica que una narración moral, a lo largo de la historia siempre ha sido una narración de asesinatos. Sólo a finales del siglo XVIII, con la aparición de lo que él llama novelas de mesa camilla, se ha considerado que las historias, los relatos, no pueden ser verdaderamente malas porque en ellas no suceden asesinatos. Y, efectivamente, nos podemos preguntar con Chesterton si hay más maldad en un baile de Orgullo y prejuicio, en una reunión social de Juicio y sentimiento o en una novela criminal.

“…estoy dispuesto a defender que se han discutido tantas maldades en torno a las teteras como en torno a los calderos de las brujas”.

La novela criminal plantea siempre un dilema moral donde la novela de mesa camilla plantea una cuestión de convención social plena de cierta amoralidad.

Siempre habrá novela negra o policíaca o criminal porque, como decía Dorothy Sayers, a la humanidad le gusta que le cuenten historias y, además, historias que hablen de enigmas y sobre todo del gran Enigma.

De manera que la novela policíaca nos sirve de catarsis de todos los peligros que nos recuerdan a la muerte.

Las zonas de penumbra que forman parte de la vida siempre han interesado a la literatura, por lo menos a la literatura occidental. La risa ha resultado sospechosa incluso hasta resultar motivo de asesinato, recuérdese al bibliotecario de Umberto Eco.

El abismo de la muerte provoca en el hombre ansiedad. La falta de sentido de la vida o más bien, la búsqueda de sentido, sitúa al hombre ante las preguntas de por qué la muerte, por qué el dolor. Y para sublimar, postergar u olvidar éstas, el hombre siempre creará y consumirá relatos de asesinatos. En mi opinión, esa es la pulsión que nos lleva a consumir relatos en general, de ahí nace nuestra necesidad de historias.

En el caso de Jiménez Lozano están las voces mudas y laceradas que piden a gritos ser reivindicadas. Y la manera más eficaz y duradera de hacerlo es a través de la memoria y la narración. De una historia que han escrito, y siguen escribiendo los vencedores, que parecen ser los únicos en poseer la prerrogativa de formular juicios sobre el pasado, se deriva la exigencia de una literatura que narre la vida humana en su cotidianidad, en sus alegrías y en sus sufrimientos. El escritor, en el momento de contar sus historias, salda una deuda contraída por la historia con esa víctima que ella misma ha causado. Jiménez Lozano salda cuentas con la historia no sólo por causar víctimas, sino también por victimizarlas, es decir, por hacer creer a esas víctimas que son necesarias e inevitables y que el progreso histórico no podía haber elegido otro camino.

Alguien ha de contar su historia antes de que el Juicio Final nos cuente el final de todas las historias y ese alguien es el escritor.

Este es el camino que debería seguir la novela criminal que muchas veces olvida que su finalidad principal es crear buenos personajes (para matar un personaje primero hay que insuflarle vida) y contar debidamente una historia que plantee un dilema moral o social. Y, desde luego, este es el camino que ha elegido Jiménez Lozano: contar la memoria de las víctimas del poder y de la historia. Y esa narración no sería tan reivindicativa de una memoria, ni tan iluminadora de una realidad velada, ni desde luego tan hermosa, si no fuera por esa sensible, cuidadosa atención a las voces del otro cuyos ruidos oímos en el piso de abajo.

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