Al fresco

Para G. y M.

Intenté pensar en algo que me relajase, y lo primero que me vino a la cabeza fue un patio. No de los arrasados por el turismo, sino de los que aún conservan cierta intimidad. En Córdoba, cualquier puerta entreabierta puede esconder un edén, por eso conviene recorrerla sin prisa, como los antiguos.

No es nuevo esto de construir viviendas en torno a un patio. Ya los romanos construían sus domus fijando como eje central una estancia al descubierto, ajardinada y con un estanque. Y también las arquitecturas islámica o sumeria influyeron en la evolución de los patios en los que hoy, entre otras cosas, nos refugiamos del calor.

Un patio es su mosaico de chinos, sus paredes encaladas y cargadas de macetas, el rumor de una fuente y un clima único, un frescor eterno. Un patio no es una pieza cualquiera de la casa, sino la protagonista. Es el mejor lugar para pasar la mañana, la tarde o la noche. Soporta ruido y silencio, vino y café. Es calma y jolgorio, desollón en la rodilla y agua en la herida, gazpacho y ropa tendida. Unos amigos tienen uno en su casa: son los únicos a los que nunca les reprocharía no tener un barco. La ingratitud es chabacana.

Cuando nos reunimos allí, siempre sucede lo que lleva sucediendo desde hace siglos: comemos, bebemos y charlamos. Podría resultar anodino, pero los patios subliman lo cotidiano. Y no hay rama del saber ni contratiempo doméstico que se les resista. Albergan toda la intimidad y toda la libertad del mundo. La conversación se acelera, las historias se agolpan y la memoria retiene lo que puede. Nunca hay tiempo suficiente para abordar todos los asuntos. Un patio es lo que queda por contar.

Mi amigo se fracturó el peroné el sábado pasado. «Puto 2020», me escribió. Me lo imagino al fresco en su casa, como un sultán con la pierna en alto, intentando aligerar al máximo su recuperación. Y recuerdo unas palabras que Antonio Gala le dedicó a los patios: «Allí se está viviendo. / A trancas y barrancas, pero se está viviendo».

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