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Mientras tanto¡Al kilo de retrovirales!

¡Al kilo de retrovirales!

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Mientras me muero de la risa tras la repetición de unas elecciones en España donde debería ya quedar bastante claro que lo importante no es votar, sino poder ser libre –opinar; cagarte en tu Rey; Reina; tener derecho a ser atendido gratuita, rápida y eficazmente en un hospital; poder morirte bebiéndote un chato de vino al raso sin que te multen por escándalo en la vía pública; manifestarte de tanto en cuando con una olla y tres tenedores sin afilar que deberían ser usados a modo de baquetas; pirarte de esa tierra peninsular poblada de chocantes personas gracias a tu pasaporte– me encuentro con una de esas noticias que deberían hacer rectificar a la manada de progres –algunos cooperantes, otros trabajadores por cuenta propia o ajena; todos ellos residentes en Camboya y países aledaños– que ensalzan –si Moody’s calibrara a los países por sus calidades Camboya sería un barrio muy pobre de Leganés– a un país extraño en sus virtudes básicas: navega continua y placenteramente entre lo inhumano y lo animal disimulándolo de manera infantil gracias a la eterna sonrisa –en algunas naciones de Occidente es causa de ingreso en centro psiquiátrico reírse siempre– que, además, descabalga con mayor violencia cada día que pasa.

 

Ya lo sé: muchos de los que se aferran a la sonrisa ajena del mulato empobrecido son españoles. Porque yo me expreso en español y este medio (FronteraD) también lo es, y por ende, ellos me leen y discrepan. Y claro: la Púnica, los Pujol, Fernández Díaz, Luis Bárcenas, los ERE, la Infanta y su mediocre jugador de balonmano, el PP de Valencia, los diplomáticos que aparte de llevárselo muerto también trincan en sus alrededores, los de la serie de TVE que no declaran lo que ganan (Cuéntamelos/los billetes), cientos de retrasados haciéndoles el pasillo a los Messi que saludan con las manos abiertas antes de hacer perjurio, el Rey que abdicó cazando y follando –en ambos casos fuera del matrimonio– y lo que te rondaré morena. Pues bien: ha ganado el PP. Y Podemos se ha estrellado, incluso juntándose con no sé cuántos partidos minoritarios y uno que lleva hundido desde que se les fue Julio Anguita, allá por los noventa. Y todos estos que se toman muy en serio las elecciones en España y miran para otro lado con las atrocidades jemeres, día y medio después de los resultados evidentes que no sé por qué han sorprendido tanto, hibernan a estas horas en sus apartamentos de diseño en suelo camboyano jugando a la play y fumándose las últimas hierbas de la bolsa mientras hacen como que leen al pajillero positivista de Murakami: lo último en nazismo ilustrado.

 

Que haya ganado el PP no me alegra. Para nada. Lo considero un auténtico retraso –otro más– en una España donde la sorpresa es que la gente siga votando. Pero lo que de verdad toma un cariz nauseabundo es ver como esos españoles expatriados –vale cualquier nacionalidad que haya enviado, queriendo o sin querer, a sus soldaditos de orina a este lamentable, humanamente hablando, sudeste asiático– callan ante noticias como la que, a partir de ya, copará esta opinión: En farmacias y clínicas camboyanas se venden retrovirales contra el sida regalados por gobiernos occidentales y ONG’s.

 

Bien. No estamos hablando de los puentes de Calatrava que supuestamente se tronchan. Ni de Esperanza Aguirre y sus amigos, todos copando puestos directivos en empresas ex–estatales. O de Camps y la Barberá. O de Pujol y sus hijos, tan amantes todos de las bolsas de basura y los billetes grandes, como si no sólo parecieran tontos, si nos fijáramos en lo facial. Tampoco me refiero a la juerga de Andalucía, donde desde los ochenta uno se lo pasa mejor trincando que en el Rocío o en la Feria de Abril, donde también se trinca pero de otra manera. Podría seguir hasta gastar la tinta de este teclado pero prefiero cerrar el entuerto: todo eso que ustedes padecen en España aquí acontece con exponente nueve y con unas características marcadamente diferentes: aquí, en Camboya, no existe ni la educación ni la seguridad social ni la prestación social por desempleo ni las elecciones limpias ni la separación de poderes ni la prensa libre ni… Paro. Eso sí, no me negarán que aún en España no se trafica con retrovirales. Porque les aviso, que como en China, el ser humano, en este tipo de naciones en pañales –y en pañales reutilizados; apestosos; encharcados–, la persona es mucho menos ser humano que en el resto del planeta. Por mucho que Rajoy gane elecciones, Franco llegara a resucitar o Hitler se reencarne en señores con coleta.

 

Hun Sen, el supuestamente primer ministro de esta absurda nación –absurda no por existir sino por cómo crece y decrece–, cuando en realidad es un ex jemer rojo corrupto hasta (el cáncer de) médula que gana elecciones manipulando los votos y encarcelando y asesinando a miembros de la oposición, ya reniega de lo que les ha sacado a flote a él y a su familia –su señora es la jefa de Cruz Roja en Camboya, para vergüenza de Occidente–: el primer mundo y sus también absurdos gobiernos y oenegés que han venido pagando la buena vida de una banda de maleantes –su partido lleva gobernando con él de cabecilla la friolera de treinta años– cuando ahora, esos maleantes, reniegan de la ONU, Unicef y tantas y tantas agencias de cooperación, que aunque tocándose los huevos o trabajando lentamente, han levantado colegios, puentes, carreteras y han intentado enseñar buenas maneras a un pueblo esquilmado.

 

Hace cuatro días Hun Sen anunció, de manera retadora, que Occidente y sus ONG se la traen al pairo, porque, palabras textuales, “con el dinero que China invierte en nuestro país no les necesitamos más”. China, para el que no lo sepa –en realidad con China no hace falta el dato sino basta y sobra con constatar que ellos participan– ha destruido buena parte del país con el mismo truco con el que asolan África y buena parte del continente americano tras haber explosionado el suyo: buscar al jefe de gobierno más corrupto, pagarle bajo la mesa, y llevarse todo lo que tenga valor. En Camboya, aparte de las carreteras que se desfondan tras medio año de servicio, son famosos los tiernos mandarines por un arte cuanto menos extraño y como poco, paleolítico: talaron hasta lo imposible las boscosas provincias norteñas de Ratanakiri y Mondulkiri para luego haber sido incapaces de replantar la zona aunque fuera con matas de perejil. Porque donde no hay mata no hay patata y por ende, tampoco futuro. Hoy, en esa provincias camboyanas remotas, los elefantes que quedaron vivos tras la inversión china enloquecen en un terreno cada vez más desértico. En aquellos días, los cooperantes españoles que se pasean por el Riverside de Phnom Penh, la capital del país, hacían quinielas sobre si Podemos podría ser o no la primera fuerza de gobierno en España. Seguramente los paquidermos norteños no invirtieron el tiempo en lo mismo –saber si Pablo Iglesias sería presidente– porque hasta la selva aún no ha llegado la televisión vía satélite; y menos TVE Internacional.

 

Pues bien. Dejemos a los árboles en paz. Y a los elefantes. Paso de veganos y animalistas. Y centrémonos en un asunto primoroso: en Camboya se hace negocio con los retrovirales que naciones occidentales regalan al gobierno camboyano que luego, oh la lá!, se venden en clínicas privadas –aquí no hay públicas porque las que dicen serlo te cobran antes de que seas atendido, ¿o es que no lo sabían?– además de en farmacias, negocios ambos siempre, absolutamente siempre, gestionados por miembros del gobierno, sus familias o amigotes. Desde que leí la noticia no he visto a ningún extranjero batiéndose el cobre contra este hecho animalesco. Si acaso se habla de que hay que cesar a Del Bosque o de que los abuelos peperos votaron de manera extraña. Que ardan todos. Ojalá.

 

Debe saberse, además, que Camboya es el país más paupérrimo de Asia –Corea del Norte no cuenta, porque el día que se liberen adelantaran a Camboya tras tres meses produciendo mondadientes– siendo además el que posee el mayor índice de enfermos por sida; la mayoría sin acceso a tratamiento alguno. Por lo que, ¿qué les parece la noticia? Yo llevo esperando que alguien extranjero en suelo camboyano –alguien con poder, arrestos, me refiero– se pronuncie. Pero ni la ONU, ni la maléfica UNICEF –no son pocos los infantes infectados– ni el Banco Mundial o las embajadas, mucho más preocupadas en emitir notas absurdas advirtiendo a sus ciudadanos de no salir a las calles si hay una manifestación organizada por la oposición a Hun Sen, son capaces de abrir la boca en una aberración que, ahora sí podríamos decir, ni en España.

 

No lo olviden y coméntenlo con sus vecinos: en Camboya se venden los retrovirales contra el sida que les dieron gratis cuando son el país asiático que posee el mayor número de casos de VIH y el que más penurias pasa. Luego los turistas-paletos, embaucados por las sonrisas interminables, se preguntarán con sus caras de progres, ¿cómo es posible que estas personas hace dos generaciones se mataran los unos a los otros? Y entonces es cuando entro yo: “Los Jemeres Rojos eran ellos. Son ellos. Y a los hechos me remito”.

 

 

Joaquín Campos, 29/06/16, Phnom Penh. 

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