Leo en prensa que entra hoy en vigor la ley de eutanasia light que tanta polémica despierta entre los sectores más conservadores de la sociedad española y que los socialistas venían planeando desde hace dos décadas, pero no se atrevían a presentar en el Parlamento. Es suave. Sólo alcanza a aquellos que sufran una enfermedad terminal o muy grave y necesita al menos de dos filtros médicos. Yo espero y confío en que no pase mucho tiempo para que la sociedad permita poner fin a la vida de quien lo desee sin necesidad de grandes justificaciones.
¿A quién molesto si yo un día quiero poner fin a mi existencia por razones físicas o psíquicas? ¿Por qué un individuo debe arrastrar su cuerpo y su mente si ha perdido la ilusión de seguir viviendo y no acepta precisamente ese deterioro? El cuerpo y la mente no pertenecen a la sociedad, sino al propio individuo y es él quien tiene por tanto derecho a hacer lo que en un momento determinado más desee. Lo afirmo desde el vitalismo que todavía siento, pero al mismo tiempo desde el temor, real, consciente y lógico, del gradual daño corporal y mental que la biología impone.
Pienso todo ello de un modo sereno, ahora que mantengo la lucidez y afortunadamente gozo de una salud física aceptable para mi edad, pero también desde el convencimiento de que en adelante tendré cada día que viva más sombras que luces. La vida tiene sentido cuando uno encuentra motivos. De lo contrario, es difícil agarrarse a ella como si fuera un clavo ardiente y a la espera de que se apague la existencia. ¿A qué sirve, si, además, uno no tiene creencias religiosas? ¿Qué beneficios reporta a quienes nos rodean, a nuestros seres más queridos? No faltan casos, me atrevería calificarlos de patéticos, que provocan a veces irritación y frustración no manifiestas entre los seres más queridos de un enfermo terminal. Se han dicho tantas estupideces al respecto empezando por los sectores más radicales de nuestra sociedad y con la Iglesia católica en primera línea.
Son pensamientos que con la edad se me agudizan pese a que a fecha de hoy son más las razones que tengo para seguir en el mundo que para abandonarlo. La entrada en vigor de esta ley de eutanasia con condiciones ha sido tal vez lo que me ha llevado a sacarlos a la superficie y a reflexionar. Tal vez yo no veré una eutanasia amplia, pero estoy plenamente convencido de que los humanos podremos en un un futuro no muy lejano disponer de la libertad para acabar con nuestros días sin que haya de por medio una enfermedad terminal. Habrá hasta facilidades y centros donde acudir para tener una muerte plácida y sobre todo exenta de dolor. La literatura y el cine han plasmado situaciones muy parecidas.
El dolor es lo que más tememos cuando abordamos el tema de la muerte. Estuve hace un par de semanas hospedado siete días en el monasterio benedictino de Silos, próximo a Burgos. Era la segunda vez que lo hacía en menos de un año. No buscaba a priori nada ni pretendía regresar al catolicismo practicante que abandoné cuando terminé el bachillerato tras el abrasamiento ideológico que los jesuitas me dieron durante mi infancia y adolescencia. Buscaba, y busco, lugares donde no haya ruido, donde el silencio me permita pensar, leer, escribir, aunque sea malamente, caminar disfrutando de maravillosos paisajes castellanos y hasta acudir, sin ninguna obligación, a los servicios religiosos que los monjes realizan a diario. Me atraen las iglesias vacías. Me sirven para pensar, para no hablar con nadie. Debe de ser poco placentera a primera vista esa rutina del ora et labora tan benedictina. Tal vez la mía, en mi ciudad accidental de Málaga, sea parecida o peor y yo no siquiera sea consciente.
Entablé en Silos relación con el prior y jefe hospedero. Un hombre de mi edad, con prejuicios, para mí demasiado acusados, sobre los progresos de la sociedad actual y un poco obsesionado con el potencial peligro del mal uso de internet en los jóvenes. Yo no fui allí a rebatir sus ideas, sino a intercambiarlas con las mías. Él escuchaba y no me interrumpía. Yo trataba de hacer igual lo cual en sí resultaba una buena disciplina y autocontrol. Me llamó la atención que confesara sentir debilidad, que reconociera tener momentos de duda y miedo al dolor más que a la muerte.
Nada nuevo bajo el sol, pensé. No soy el único que tiene entonces bajones anímicos, dudas sobre la razón de la vida frente a la muerte y miedo al dolor. Sin embargo, a diferencia de mí él lo expresaba con la serenidad tal vez de quien decidió un día ingresar en una orden religiosa y recluirse voluntariamente del mundo. Cuando le pregunté si en alguna ocasión ha sufrido de depresión, la enfermedad universal, me llamó la atención que dijera que no. Seguramente para impedir que mi mente indagatoria ahondara en el tema y buscara grietas en su arquitectura emocional. Recordé, no obstante, que un sacerdote muy abierto con el que establecí buena amistad cuando decidí hacer cooperación social en Bolivia hace cuatro años (tan desorientado y confuso como ahora) me aseguró que él tampoco había tenido una depresión en su vida. Es difícil de creer, pero hay que darles al prior benedictino y a ese cura al menos el beneficio de la duda.
En cualquier caso, pronto pasé del silencio de Silos al ruido a veces insoportable de la sociedad en la que vivo. Volví en medio de la marabunta y del griterío político que nos caracteriza y con el desánimo de que algo no funcionaba en mi cabeza, que procesa cada vez peor lo que sucede a mi alrededor. Me vino a la memoria la introversión reflexiva de Fernando Pessoa en su obra cumbre, Libro del desasosiego (Alianza, 2016). En mi pereza nunca he llegado a terminarla. Casualmente, gracias a la lectura de un centenar de refrescantes e intimistas artículos literarios recogidos en una recopilación del escritor y periodista José Antonio Montano (Inspiración para leer/ JDB Books) decidí retomarla. Y aconsejo su lectura o relectura en momentos como los presentes.
Menos mal que me quedan los amigos y que ni ellos ni yo buscamos el interés y el aprovechamiento de nuestra amistad. Hay siempre grietas, naturalmente, como es lógico. Malentendidos, exigencias o expectativas exageradas. Ofrezco y me ofrecen lo que buenamente podemos, pero incluso en momentos de insatisfacción vale la pena luchar para combatir la desidia y trabajar para no perderlos. Sin embargo, llegado el caso, en la soledad no forzada me quedará el refugio de la literatura o la simple delectación del mar en mi ciudad accidental. De eso por ahora no me canso. Contra el ruido siempre quedará el placer de una buena lectura. Durante mi estancia de silencio monasteril leí dos novelas que me agradaron: La anomalía, de Hervé Le Tellier (Seix Barral, 2021) y Los ingratos, de Pedro Simón (Espasa, 2021).