Me he terminado acostumbrando tanto a la belleza de una vida rutinaria, que cuando alguien se empeña en mejorarla con lo que entiende son pequeños adelantos no puedo por menos que sospechar y echarme a temblar. Me pasa como a esos viejecitos que acuden al banco y prefieren hacer cola delante del cajero de verdad, el de carne y hueso; ese que les da un poco de conversación mientras se olvidan de los otros cajeros, los automáticos que no terminan de entender y ni falta que les hace.
Y no es que abomine de los avances, simplemente los temo. Soy de las que sostienen la teoría, que si una cosa funciona aunque sea mal, mejor dejarla como está antes de aventurarse a cambiarla. De hecho, la última vez que percibí ese interés sospechoso por mejorarnos la vida laboral con un programa informático, novedoso por lo demás, fue en la editorial donde trabajé durante tantos años. Y es que a resultas de lo que entendían como una sistematización de nuestras tareas, y de jurar y perjurar que aquellas medidas solo servirían para facilitarnos más aún el trabajo, que estuviéramos tranquilos porque la plantilla no se vería afectada, más de treinta de nosotros terminamos en la puta calle. Todavía no me he repuesto del susto.
En realidad, no sé de qué me extraño. Mucho antes que yo, un personaje de película como es Charlot, ya andaba de los nervios a cuenta de los adelantos de los tiempos modernos. También él se vio en la calle tras rebelarse contra una máquina que quería complicarle la vida, y como yo intentó salir a flote reinventándose hasta convertirse en un luchador dispuesto a salir adelante. También Bukowski las pasó canutas durante su época como oficinista en Correos, ni siquiera la botella de whisky que guardaba en su cajón y en la que se refugiaba como el que se mete debajo de la manta una tarde de frio, consiguió envalentonarle lo bastante como para escapar de un trabajo del que renegaba. Por entonces ya escribía y desahogaba sus impulsos sexuales con algunas de las clientas con las que se topaba, pero aquello era lo de menos. No dormía por las noches y cada mañana se despertaba con un ahogo que a falta de mejor medicina intentaba aplacar con un buen trago. Por suerte Bukowski no era un hombre que siguiera reglas sin preguntarse si eran correctas, prefería la satisfacción de hacer lo que le daba la gana y era esa satisfacción electrizante y confusa, la que le servía de aliciente.
De aquellos años tormentosos da fe su primera novela”Post office”, en donde relata sus aventuras como cartero y su vida después como oficinista. Novela, que estos días he tenido la oportunidad de leer de nuevo, y en donde he vuelto a constatar que ningún trabajo está exento de ese riesgo, ni siquiera el que parece más inocente. Los cambios nos acechan hasta en la tranquilidad del aburrimiento. Tal vez por eso, he decidido que escribir tal vez sea una de las opciones menos peligrosa. Sentada en mi mesa de escritora con el ventanal por testigo, soy yo quien dicta las reglas y mis equivocaciones. Sin jefes, sin planes, sin otros cambios que los que yo me impongo. Porque como dice Tallón: “Es en la ignorancia frente a las decisiones que se deben tomar, donde el hombre está más seguro y próximo a acertar”. Y yo que de eso entiendo mucho, no en vano soy la indecisión personificada, me lo he tomado al pie de la letra. No sé si como Bukowski dando un portazo para que se enteren todos, o como Charlot rebelándose antes de ser engullido por la tecnología, lo único que sé es que nunca el vacío de lo incierto fue tan bello como desde que hago lo que me da la gana.
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Fotografía: Charles Chaplin en Tiempos modernos