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AcordeónAl pie de nuestro muro derrumbado. Recuerdos de Berlín

Al pie de nuestro muro derrumbado. Recuerdos de Berlín

 

El callejero me costó 4,80 marcos alemanes occidentales (DM) y parecía actualizado, pues llevaba fecha de 1989, el mismo año de su compra en una librería del Berlín también occidental, y para su lectura había que desplegarlo como un acordeón. Una vez abierto, lo que casi te ponía los brazos en cruz, podías entrar en las 6.200 direcciones que contenía. Personalmente sólo me interesaba la ubicación de un lugar: la Postdam Platz.

No conocía Berlín y no sabía alemán. Salvo unos saludos de cortesía del tipo Guten Morgen –buenos días– que aprendí, circunstancialmente, siendo niño en mi pueblo natal de Sestao (País Vasco) cuando unos técnicos germanos fueron a montar un tren de laminación en los Altos Hornos de Vizcaya, allá por los años sesenta. Así, durante una pequeña temporada, tuve la ocasión de poner cara a algunas noticias que transmitían los partes de la radio de Franco cuando hablaban de Alemania.

Entre las informaciones de aquella época recuerdo especialmente algunas que hacían referencia a que los americanos, que ayudaban al mundo y a que muchos niños españoles tuviésemos leche en las escuelas  durante el recreo, estaban muy enfadados con los rusos comunistas por haber construido un muro que no dejaba salir a mucha gente de un sitio y que quería pasar a otro. La radio del régimen ponía a los comunistas fatal y de todo ello en mi escuela no se hablaba para nada. Los residentes temporales que habían venido a montar entonces para mí un no se qué en la gran siderurgia vasca bebían mucha cerveza y les gustaba ir a las playas cercanas. Eso era todo lo que en mi infancia podía conocer de aquellos señores más bien pálidos a los que el sol les gustaba tanto como la cerveza.

Pues mira por donde, aquel niño de Sestao, del Guten Morgen de los años sesenta, se hizo mayor y periodista y 25 años después el que iba a Alemania era él. Allí se encontró un Berlín dividido por un muro que se había construido durante su infancia y aquel callejero (Stadtplan) de 4,80 DM tenía la ruta que le llevaría ante él.

No ya como un periodista, sino como un eventual arqueólogo de la historia, me acerqué cargado de curiosidad hasta aquella milla circundante a la Postdam Platz donde un muro, más exactamente, la apertura de un muro, se había convertido en noticia mundial. En apenas un kilómetro cuadrado Berlín ardía, Berlin is burning, como recogía en inglés una pequeña pancarta de mano que me mostraba una señora ya metida en años para que le hiciera una fotografía. Llegué a pensar que aquella tela podía ser de algún joven de su familia que incluso podía ser motero de Harley Davidson y que la pancarta-bandera había salido a la calle en otras manos para mostrar un contenido que podía valer igualmente para un acontecimiento histórico-político que en aquel noviembre de 1989 era tan desconcertante como apasionante.

En apenas dos kilómetros se aparecieron ante mí el edificio del Reichstag, con las huellas que le dejó la toma de Berlín por los Aliados durante la II Guerra Mundial, la Puerta de Brandemburgo, que andaba por los doscientos años de historia compleja con una cuadriga en su parte más alta que tuvo sus momentos de quita y pon en función de qué bando ganase la guerra del momento, y el Checkpoint Charly, paso fronterizo norteamericano entre el Este y Oeste de Berlín, un lugar que se había movido entre el drama que dejaba una contienda bélica y varios guiones de películas de espías y acción donde superagentes secretos buenos se enfrentaban, en complejas circunstancias, a otros superagentes secretos malos por necesidades del guión.

Todo aquello se había convertido también en un gran plató de televisión con enormes antenas parabólicas –de la época– donde periodistas y ciudadanos observaban con el mismo interés todo lo que tenían delante, especialmente la mitad superior de la puerta de Brandemburgo, que era lo que el muro permitía ver desde el lado occidental de la ciudad.

Cuando iba dando forma a lo que iba pasando ante mis ojos recuerdo que volví a desplegar mi callejero (Stadtplan del 89) y me coloqué de tal manera que una parte, la derecha, se situase hacia el Este y la izquierda hacia el Oeste y me dije: desde donde yo estoy hasta el mar de Japón en aquella dirección (mirando mi mano derecha) se ha formado un enorme bloque político-económico tan cerrado que llevó a sus dirigentes a construir este muro para evitar la fuga sus propios ciudadanos. Y desde donde yo estaba hasta las islas Hawai en aquella otra dirección (mirando mi mano izquierda) había otro modo diferente de ver las mismas cosas político-económicas que dio lugar a una condena del hecho nada simbólico de levantar un muro. Eso era todo. El mundo divido ideológicamente en dos, y yo en el centro, en la Postdam Platz.

Pero como no hay reflexión que cien años dure, un fuerte griterío me hizo girar la cabeza y observar que un pequeño grupo de personas, unas diez, corría desaforadamente en dirección al muro de hormigón armado con clara intención de asaltarlo. Allí, en la misma línea de ataque, tomaban posiciones para esperarlos varios VoPos (Volkpolizei, policía popular de la República Democrática Alemana) con la misma clara intención, pero en su caso de impedírselo desde una posición más alta. Durante un par de segundos me asusté. Tuve miedo de que pasara algo de imprevisibles consecuencias para la expectante situación internacional. Además, los asaltantes parecían bajitos, muy bajitos. Eran asiáticos, y aunque se apoyaban unos en otros les costaba acceder con las manos a la parte alta de la construcción. Arriba, los policías germano orientales se agacharon con agilidad, y utilizando sus manos y brazos con una efectividad destacable fueron devolviendo al terreno capitalista a aquel grupo de ciudadanos de pequeña estatura que –estaba claro– querían haber vivido una experiencia tan singular como estúpida, porque, que se sepa, nadie quiso entrar en Alemania del Este de tal manera.

Hubo otros intentos similares, y todos con detalles singulares: intentar subirse a aquella pared con una botella de champán en la mano, o como fue el caso de una joven rubia con aspecto de walkiria wagneriana que, ayudada por sus amigos, consiguió alcanzar la altura suficiente para pedirle un autógrafo a uno de los jóvenes policías que vigilaban desde lo alto del muro. Aquello pudo ser un inicio amoroso entre dos jóvenes a los que separaba, de momento, la interpretación que hacía el marxismo de la plusvalía capitalista.

En esa ocasión no pude cruzar a la Alemania del Este por falta de la documentación adecuada, y dejaba atrás la incipiente reunificación de Alemania (y de Berlín), que había comenzado con un entusiasmo demoledor. Así quedaban atrás los Vier Tage im November (cuatro días de noviembre) y regresaba a España, donde se había iniciado un proceso inverso con las comunidades autónomas vasca y catalana, que reclamaban su derecho a la autodeterminación para, de esta forma, tener la independencia más cerca. Durante aquellos primeros  “cuatro meses de 1990” Alemania se preparaba para las elecciones de la reunificación, mientras en el Parlamento Vasco se daba el visto bueno a la autodeterminación (16 de febrero de 1990), después de agrias intervenciones de portavoces como la de Iñigo Iruin (HB): “El derecho de autodeterminación continuará siendo defendido en la calle hasta que se consiga la negociación entre ETA y el Estado”; Julen Guimón (PP): “No permitáis que un nuevo Atila arrase el País Vasco para devolverlo a la cultura  de las cuevas de Santimamiñe”, o Fernando Buesa (PSE-PSOE), que sería asesinado por la banda terrorista años después: “La autodeterminación es un mal servicio a Euskadi y a España, presta apoyos a ETA y divide a la sociedad vasca”.

Pero el movimiento nacionalista vasco no iba solo. En Cataluña era el secretario de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), Ángel Colom, quien anunciaba que su partido iba a iniciar una campaña para que todos los ayuntamientos catalanes presentasen, en sus respectivos plenarios, mociones que apoyaran la autodeterminación. Dicho y hecho. Podría decirse que también Cataluña ardía, pero de otra manera, a tenor de las diversas declaraciones, como las de un presidente de la Generalitat, Jordi Pujol que no reclamaba el derecho de autodeterminación, sino “una autonomía bien interpretada”, o las del cardenal arzobispo de Barcelona, Narcis Jubany, que realizaba unos sorprendentes comentarios al decir que “los obispos catalanes están convencidos de que Cataluña es una nación y que se ha de respetar este punto de vista”. También habría que añadir las palabras del entonces alcalde de Barcelona, Pascual Maragall, quien aseguraba que él no se sentía “en la misma situación política que un lituano, oprimido desde el punto de vista nacional, ni como una colonia del imperio británico”.

Y, por si fuera poco, desde Marruecos el partido nacionalista Istiqlal lanzaría a la calle a 1.500 personas en agosto de ese mismo año para reclamar la soberanía de Ceuta y Melilla con pancartas muy claras en las que se podía leer: “El tiempo de la colonización ha terminado, salid de nuestras tierras” o “Ceuta y Melilla magrebía (marroquíes)”. Afortunadamente, nos dejaban los peñones.

Pero mi regreso a Berlín no se hizo esperar. Unos meses volví a Alemania Occidental con motivo de las primeras elecciones democráticas en la ya agónica otra parte de Alemania, una RDA que había nacido en 1945 entre los muros imperiales del Kremlin moscovita y que estaba previsto se inmolara cuatro meses después de la caída del muro.

Berlín había ganado en tamaño visitable, pero era otra ciudad. Al menos las zonas cercanas que habían estado divididas por el cemento armado. El tránsito ciudadano era fluido, pero la nueva visión urbana era brutalmente diferente. Frente a un Berlín occidental colorido y vivo se descubría un Berlín oriental gris y apagado. Era fácil identificar a los ciudadanos de cada zona con la misma facilidad que se identificaban, entre el tráfico rodado, los automóviles que habían pasado de una parte a otra. Con los BMW, Audi, Volkswagen y Opel de silenciosos motores y líneas de diseño moderno se cruzaban los vetustos Trabant que producía el consorcio estatal alemán oriental IFA a 22.000 marcos comunistas la unidad, una cifra difícilmente alcanzable para una familia oriental estándar.

Se buscaba la unificación alemana y se abría la puerta de la libertad a millones de personas, pero la pregunta económica era ¿y ahora qué? Una magnífica crónica de mi recordado Carlos Bradac señalaba entonces que “A las seis de la mañana del lunes, 10.000 sucursales bancarias, cajas de ahorros, escuelas y comisarías de Policía abrirán sus puertas con larguísimas colas formadas por ávidos ciudadanos de Alemania del Este, ansiosos de confirmar que la papeleta de voto que depositaron el 18 de marzo a favor de la coalición conservadora que Gobierna en Bonn, muchos de ellos con ilusiones y algunos con mala conciencia, se convierte  en los azules billetes de 100 Deutsche Mark, el papel que puede abrirles el paraíso terrenal”. Cierto. Bradac daba en la diana de unas elecciones vitales. En esta línea de tribulación no me es difícil recordar la pregunta que me hizo un ciudadano germano oriental que hablaba un español más que aceptable: “¿Me puede decir usted qué ha pasado para que los alemanes que perdieron la guerra (la Segunda Guerra Mundial) vivan mejor que quienes la ganamos (URSS)?”. Mi respuesta vino cargada de prudencia, y respondió al manual del periodista en situaciones complejas: “Mire usted, yo me muevo mejor haciendo las preguntas que dando las respuestas, lo siento”. Pero nunca olvidé aquello. Así, hablando de dinero y economía, comenzaba la segunda batalla de Berlín, y al igual que en la primera de 1945 también había blindados circulando por las calles. En este caso nuevamente Carlos Bradac, mi compañero de viaje, volvía a aportar unos datos relevantes cuando escribía que “50 camiones blindados, despachados por el Bundesbank, llegaron en la última semana a la RDA con 6.000 toneladas de billetes y 500 toneladas de monedas que eliminarían los 170.000 millones de Ost-mark”. Por cierto, marcos de la Alemania oriental de los que, entre los ciudadanos de esa zona se decía con ironía que era un dinero Monopoly, porque “permitía jugar a ser rico”.

Mi recorrido por la Alemania del Este durante la campaña electoral me llevó hasta la frontera con Polonia, que quedaba delimitada por un largo puente sobre el río Oder y donde para mi asombro no se observaba ningún tránsito. Ni personas ni vehículos. Era una arriesgada apuesta llegar hasta allí para arrepentirte y dar media vuelta una vez que habías sido observado. Además aquella Alemania ni comunista ni capitalista (por el momento) no era un país en el que suponer nada, ni siquiera que circulabas bien respetando las aparentes normas de tráfico. Esas carreteras cimentadas con hormigón apenas tenían marcados los carriles de ida y vuelta, pero las llamaban autopistas, y no tenían peaje, pero sí multas. A mí me soplaron unos gendarmes polizei 180 marcos alemanes (del lado capitalista) con la tonta excusa de que circulaba a 100 kilómetros por hora cuando estaba señalizado (¿?) en esa “autopista” el límite de 80. Al principio me entró la risa, pero me duró poco. En un alemán gestual, aquellos policías uniformados de color verde me dieron a entender que o pagaba al instante o se quedaban con mi pasaporte.

En medio de la nada, incomunicado y seguramente hambriento, horas más tarde decidí mostrar mi mejor sonrisa y pagar lo que me pedían, sin recibo de por medio, para poder continuar hasta la ciudad de Leipzig, donde el canciller Helmut Khol iba a dar un mitin como miembro de una candidatura que llevaba un nombre tan explícito como el de Alianza por Alemania, y que aglutinaba a una serie de pequeños partidos creados para aquellas elecciones. Uno de ellos, Despertar Democrático, estaba presidido por un tal Wolfgang Schur, quien apareció en las fotografías que tomé de aquel acto junto al todopoderoso canciller Khol. Poco después saltó la noticia de que Schur había presentado su dimisión tras reconocer, denuncia mediante, que había trabajado para los servicios secretos (la policía política, la temida Stasi) desde el año 1970. Tal es así que se calculaba que 40 (incluso hasta 60) de los 400 diputados elegidos en aquellos comicios habían trabajado para el Ministerio de Seguridad del anterior régimen. Esa circunstancia generó una irónica denominación, la de agentes-diputados, para los nuevos representantes de la democracia tras el telón de acero berlinés.

De todo esto han vuelto a pasar otros 25 años, y uno envejece a la misma velocidad que sus fotos tomadas. Hoy puedo decir que he estado como periodista en dos lugares-países-imperios que ya no existen: la República Democrática Alemana y la URSS, aquel inmerso lugar que se autodenominaba Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Quiso el destino que aquellos recuerdos volvieran intensamente durante la emisión, el 9 de noviembre pasado, del programa No es un día cualquiera de RNE, en directo desde la pequeña localidad vallisoletana de Urueña, donde actualmente tengo mi residencia. Allí, entre unos muros medievales del siglo XIII, la periodista Nieves Concostrina recordó a los oyentes que en ese momento, hacía 25 años, se estaba abriendo el muro de Berlín. Su explicación de cómo vivió aquel momento histórico emocionó tanto a la colaboradora del programa que acabó saliendo de la sala entre lágrimas, como a mí, que me encontraba siguiendo la transmisión en el salón del Centro e-LEA de la Villa del Libro y me había marchado unos minutos antes. A su regreso, Nieves trató de explicar por qué se había conmovido con el relato de uno de los acontecimientos más trascendentales de la historia contemporánea: habló de Diario 16, el periódico en el que ambos trabajábamos en 1989, y pidió un aplauso para mí, como reportero que estuvo cubriendo la Caída del Muro y al que un cuarto de siglo después encontraba viviendo en un pueblo amurallado de Tierra de Campos.

A Manu Leguineche, in memoriam, por la dedicatoria que me regaló en su libro La Primavera del Este (1990).

 

A Fidel,
currante del tema,
desde la eterna
primavera de nuestra profesión,
al pie de nuestro muro
derrumbado,
con la admiración y cariño
de tu amigo.

Manu Leguineche

Donosti  7-8-90

 

 

Fidel Raso es fotoperiodista. En FronteraD se ha publicado un portafolio dedicado a su trabajo, además de Fotografía y periodismo en los ‘años del plomo’ en el País Vasco y La ciudad envuelta.

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