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Al teatro que le den

Las cifras de asistencia a los espectáculos de artes escénicas y la recaudación de los mismos evidenciaron en 2010 el peso angustioso de esta crisis que ha caído sobre nosotros como un mamut enfermo. Según los datos recopilados por la SGAE, ha descendido el número de espectáculos, lo que ha contribuido a la disminución del número de espectadores y, en sintonía con los anteriores parámetros, los ingresos fueron menores que en el ejercicio anterior. Un panorama no más desolador, ni menos, que el que se divisa desde las torres de vigilancia de otros sectores productivos, culturales o no.

Resulta sorprendente, aunque quizás no tanto, que en relación inversa con esas cifras la actividad creativa presente un aspecto la mar de saludable. Ante una perspectiva tan desazonadora, la imaginación no puede probablemente estarse quieta. O sea, que como saben los teatreros argentinos, nuestros primos del otro lado del Atlántico, la crisis es un combustible de primera para aprovechar cualquier hueco que se abra o apañárselas para abrir el propio. Nuestros escenarios dan fe de que los autores, directores  y actores españoles atraviesan un momento de creatividad estupendo. No es cuestión de enumerar exhaustivamente, pero así, a vuelapluma, recuerdo muy buenos montajes recientes escritos y/o dirigidos por Andrés Lima, Blanca Portillo, Ernesto Caballero, José Ramón Fernández, Álex Rigola, Miguel del Arco, Ignacio García May, Alfredo Sanzol, Lluïsa Cunillé, Margarita Sánchez, Luis Bermejo, Enric Benavent, Carles Alfaro, Juan Mayorga, José Manuel Mora, Juan Cavestany, Amelia Ochandiano, Mario Gas, Gerardo Vera, Sergi Belbel, Jordi Casanovas, Rodrigo García… Y que me disculpen los actores, porque la lista sería interminable. Permítanme, no obstante, una debilidad: Irene Escolar, una jovencísima actriz (El mal de la juventud, Oleanna…) que crece y crece a ojos vistas. A principios del próximo diciembre la podremos ver en Agosto (Condado de Osage), de Tracy Letts, dirigida por Gerardo Vera en el Valle-Inclán. Habrá que estar atentos.   

Tras el introito, aquí viene el motivo de la disquisición. Ante este panorama teatral efervescente, testimonio de la salud creativa e indicador de las inquietudes culturales, morales y sociales de nuestro país, ¿cuál es la postura de los medios de comunicación? En el título quedó expresada: al teatro que le den.

La presencia de asuntos culturales en los medios audiovisuales es escasísima y si lo circunscribimos al ámbito teatral, menos que testimonial. Y en los medios escritos, empieza a serlo. El teatro viene a ser, lo he repetido en más de una ocasión, la ilustre fregona a la que se valora de boquilla o con ocasión de algún acontecimiento insoslayable informativamente hablando, pero a la que se relega inmediatamente a los sótanos de la cuasi inexistencia. Tal vez exagere un ápice y la generalización exigiría ser pasada por la aduana del matiz, pero lo cierto es que la información teatral se ha reducido paulatinamente en los periódicos y la expresión crítica se adelgaza hasta extremos de desnutrición. ¿A quién le interesa el teatro y quién necesita la crítica?

Hay directores de diario –me consta y seguro que a ustedes también: no hay más que oírlos o leerlos, si se dignan a escribir– que se afanan por primar sobre cualquier otro los fatigosos, reiterativos y clientelares contenidos políticos, o la caricatura inane que ellos entienden por contenidos políticos; al tiempo, se ufanan de que a los lectores solo les interesa la política, una conclusión a la que han llegado tomando como punto de referencia el centro justo de su propio ombligo. ¿Se asoma alguna vez a la calle esta gente o se limita a contemplarse complacientemente en el espejo? Cuando en algún consejo o reunión de redacción alguien utiliza el subterfugio de aludir que a “nuestros” lectores les interesa esto o aquello, está diciendo realmente: esto me interesa a mí y, por ende, al resto del orbe. «No me vengáis con teatro, con autores que decís interesantes, con libros que seguramente no hay quien entienda, porque no les interesan a ‘nuestros’ lectores». Son los perfectos españolazos que describió Antonio Machado: desprecian cuanto ignoran.

Cualquier película pedorra genera más información que una obra teatral interesante. Los festivales de cine se siguen con una dedicación que no se tiene con los festivales teatrales, aunque presenten una programación de altura y transcurran en la misma ciudad donde el diario se edita. Hablo, discúlpenme, de medios nacionales, pues desconozco la realidad provincial, lo que no significa que la considere con menoscabo; en todo caso, es una falta mía.

Ese desinterés se aprecia también en más de un pretendido representante del estamento culto, que habla, sacando pecho como un pichón endomingado, de las virtudes de tal o cual película, de la intensidad de tal libro o de la bondad de la cocina de tal restaurante, pero enmudece o tuerce el gesto cuando de teatro se trata. Les voy a contar una anécdota. Hace un par de años o así, escuché decir a un poeta, editor con buen gusto, novelista galardonado, diarista diarreico y hasta adaptador teatral en alguna ocasión, para más inri, que el teatro era un aburrimiento. Le pregunté de inmediato qué obra u obras había visto últimamente y le habían llevado a emitir un juicio tan categórico. Así respondió: “No, si yo al teatro no voy desde hace muchos años, pero es un rollo”. Sin comentarios.

El teatro, como he dicho, es un indicador de la salud social de un país, un termómetro fiable desde los clásicos griegos a nuestros días. Quienes escriben, dirigen o actúan involucran al espectador en aquello que le ofrecen, son capaces de comunicar y convertir en comunes las emociones personales, hacer de lo singular plural, transmitir ideas y sentimientos, avizorar qué asuntos inquietan al ser humano de cada época, convencer a quien contempla una función de que aquello lo atañe de forma directa, de atraparlo, de conmoverlo, de persuadirlo de que puede reconocerse en el espejo que le ponen ante los ojos. Ese es el secreto de la misteriosa llama del teatro, que deslumbra y sobrecoge en el momento único de la representación, que hace que nos sintamos partícipes de ese fulgor oscuro, prístino y cercano a la vez, cuyo latido es el de nuestro propio corazón.

Por eso se equivocan quienes desprecian el teatro. Pero, me dirán ustedes, ¿no es verdad que hay menos espectadores? Sí, pero también hay menos espectáculos, la reducción de los presupuestos culturales de las administraciones públicas y la morosidad de los Ayuntamientos a la hora de abonar lo acordado a las compañías que antes contrataron han repercutido muy directamente en la disminución de la producción teatral. Pero, créanme, los espectáculos, menos sí, que llegan a los escenarios están llenos de un público entusiasta, entregado y crítico. ¿Que le den al teatro? Pues bueno: aquellos que lo desprecian, medios o personas, estarán criando malvas –dentro de muchos años, tampoco va uno a desear la muerte de nadie– y el teatro seguirá emocionando a los espectadores.




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