Quizá usted, lector, nunca quiso entrar en la habitación 237 del Hotel Overlook. O quizá sí. Halloran, el jefe de cocina, ya le advertía a Danny que bajo ningún concepto entrara en esa habitación porque allí habían pasado muchas cosas “y no todas buenas”.
Yo soy de los que nunca ha querido abrir la puerta de la habitación 237.
¿Quién iba a decirme que después de tantos años un alado y riente mentiroso iba a poner mi mano sobre el pomo para hacerlo girar y adentrarme en una suerte de horror imprevisible según podría referirse a él Joseph Conrad?
Es Alada y riente (Armaenia, 2016) una sucesión de cartas y confesiones y diarios. A través de ella se manifiestan distintos personajes novelescos en una única voz que abarca, comprimiendo con el ímpetu y la estética de un campista plegando una tienda de campaña, todos los mundos posibles. Todos los mundos de la infancia y de la edad adulta a través de los cuáles uno accede a la verdad incómoda en la que desemboca el ser humano como un río infecto.
Un río, sin embargo, que observamos límpido y que vamos recorriendo bajo los árboles y entre los reflejos de un sol que nos deslumbra mientras cantan los pájaros y las ballenas blancas y se escucha el ronco lamento de espíritus muertos, abatidos o temerosos que malviven ya sea en el interior del estómago de Moby Dick, en una humilde pensión de Londres o en Pescimini, un pueblo italiano de improbable localización donde el carpintero Geppetto sufre por la adolescencia difícil de su hijo Pinocho.
Todo eso son los guijarros del fondo del río. En cada uno de ellos hay caras. Un lienzo de terror. Un Guernica sin guerra. El rostro del capitán Ahab mucho más allá de su última imagen prendido al lomo de su enemigo. Moby Dick, de Herman Melville, convertida en un cuento para niños. La historia de Peter Pan, de J. M. Barrie, superada por un cuento para adultos donde Pepito Grillo es un funcionario con problemas laborales y Campanilla un hada al borde de un ataque de nervios. ¿Y Peter?
Al héroe hay que descubrirlo después de abrir la puerta de la habitación 237, tras de la cual uno, no crean, también ha reído, ruidosa e íntimamente (Wodehouse a ratos pasaba saludándome a través de la páginas), como llevado por el recorrido de una casa con espejos deformantes que son las palabras del autor; un lenguaje no preciso sino exacto, a veces imposible, descollante en su cincelado de muerte y de vísceras y de sexo y de odio y de bondad y de esperanza y de siglos.
Imagínense que ustedes son plumas y Alada y riente el soplido que nunca dejará que caigan al suelo. Yo he imaginado a Jesús Bengoechea escribiendo sobre mármol con el martillito de gemas de Andy Dufresne (otra vez Stephen King, como anécdota porque no van por ahí los golpes, o los cortes, salvo el último, ¿oyen la música de Eyes Wide Shut?, de esta mentira original y cierta) sobre su propia alma.
Yo he visto amor y necesidad y locura y seres desgraciados y seres pervertidos. Hombres míticos hechos mujeres, matronas amantes en medio de la oscuridad donde las prostitutas de Whitechapel, las hadas del cuento para adultos (o para niños, ya no sé), son descuartizadas y jamás podrían imaginar por quién. Ni ustedes tampoco. Entren. Es posible que vean a una bella joven desnuda convertirse en una anciana decrépita y que se rían. Mucho. Y una sugerencia: si por el camino se encuentran con el capitán Garfio no crean nada de lo que les diga.
Alada y riente, de Jesús Bengoechea (Armaenia, 2016).
Mario de las Heras (Madrid, 1975) es licenciado en Derecho y Máster en Periodismo El Mundo. Ha trabajado en Marca y colaborado en revistas como Jot Down o Leer, entre otras. Escribe sobre el Real Madrid en La Galerna. En FronteraD mantiene el blog Tiernamente adorables.