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Mientras tantoUn ala rota

Un ala rota


 

Pedaleo volviendo de algo. La costa a mi derecha y me llega un grito. Un grito que llega desde atrás, de años atrás. Íbamos en la Vespa, Sergio y yo, a un mes de conocernos, por una ruta italiana rumbo a Croacia, de vacaciones. La costa a la derecha.

Entonces sonó el móvil, este mismo Nokia que uso ahora, y que me trae tanta historia a mi memoria, no a la suya. Sonó el Nokia y era Gaia, la de Mia Martini y el silencio de los muebles en la campiña. Estábamos parados al borde de la carretera porque ya había llamado varias veces; tenía que ser importante.

Me tomé todo un frasco. Un frasco entero.

Ese fue su grito. Esas dos frases dichas a media voz y, sobre todo, el gesto.

Llamo a la ambulancia ya.

No.

¿Estás sola?

Sí. Te extraño.

Me refiero a si estás sola en la casa.

No, están mis padres. No saben nada. Estoy encerrada en el cuarto.

Abrí la puerta, salí de ahí y pasale el teléfono a tus padres. ¡Ya!

No voy a salir. No quiero hablar con nadie más.

Así unos minutos o segundos alargados como eles interminables. El tiempo suficiente para darme cuenta de que había que correr para ahí. Le seguí hablando mientras desandábamos el camino en la Vespa, con el viento chocando contra nosotros y, ahora, el mar a la izquierda. Y más lejos.

Llegamos y me encerré en la cocina con sus padres. Les expliqué lo que estaba pasando, de su dolor, que no hay culpas en el sufrimiento, que los necesitaba, necesitaba su estar para vivir, pero que había que llevarla al hospital ya mismo, antes todavía de que una ambulancia pudiera llegar hasta ahí. Lo dije todo atropellado, como pude, y sus padres, con sus ochenta años de campo a cuestas, gritaban con un silencio de ojos desorbitados y con el súbito temblor de la mano añosa de ella.

La llevamos al hospital ya desvanecida, sacudiéndola para que no se durmiera. La lavaron por dentro. Le quitaron todo aquello que la desvaía de este mundo, que la empujaba hacia afuera de esto. Despertó, volvió de lo borroso a la nitidez.

Los padres a un lado y otro de la cama, silentes los tres, mirándose.

Salí despacio. Tenían mucho que decirse. Aunque no hablaran.

Y luego,

luego,

luego,

otra vez el mar a la derecha, la Vespa roja rumbo este y sur, pero no era igual. Ya no era la alegría salto de gorrión, trampolín. Y ya no podía serlo. Ni podría. No. Entonces, solo eran dos versos de Pizarnik que giraban en loop en mi cabeza, ni siquiera supe-sé por qué: “has terminado sola / lo que nadie comenzó”. Eran versos que, más que significado, clavaban una emoción en mí. Esa era la emoción, una que nadie, salvo Pizarnik, había podido denominar.

Pizarnik, el grito de Gaia y, sobre todo, el de sus padres. El de sus padres, silencioso. Silencioso y trémulo. Trémulo de ojos desorbitados. Desorbitados al descubrir que existía un infierno y que estaba del otro lado del pasillo. Del otro lado del pasillo, en su casa, hundiendo a su hija cada vez más.

Pedaleo sin dejar el mar a la derecha. No puedo dejarlo, aunque me haya pasado y me esté alejando del lugar al que iba. Aunque no sepa a dónde voy. Pedaleo a toda velocidad, agonística, ignara de los autos que me pasan a la izquierda, muy cerca. Pedaleo porque no puedo dejar que este mar me desacompañe.

No lo puedo dejar.

Porque necesito llegar a ese punto de Croacia al borde del acantilado en el que me paré, días después del hospital, para intentar sentir el sentir de Gaia, ese final del camino que buscó; imperativo, intempestivo, y casi involuntario. O involuntario del todo, porque si algo sí había conseguido esfumarse hasta el blanco era su voluntad.

Me paré en ese borde y sentí el vértigo que despertaba algo adentro mío que no sabía que tenía. El mar Adriático rugía, abajo. Y eso adentro mío también rugía. Una explosión de olas contra rocas.

 

Io cerco solo il vento —canta Mia Martini— / e una scogliera / dentro gli occhi miei.

(Busco solo el viento / y un acantilado / dentro de mis ojos.)

 

Entonces una mano, y después otra, me sostuvieron por la cintura y calmaron con un movimiento leve el rugido. Dos manos cesaron una tormenta en el mar. Y aplanaron el vértigo a ras del piso, para volverme a mí, a él, a ese lugar en el que todo estaba bien. En el que provisoria y frágilmente todo de este mundo estaba bien. Eran sus manos lo que estaba bien.

Pedaleo.

Sigo pedaleando.

Detengo la bici en un pequeño acantilado. El mar abajo. Otra vez el borde de un vértigo, pero ahora ya conocido. Aunque sea el borde de un vértigo sin manos.

Me acuerdo de que este es el Nokia de ese día de hace tantos años. Que tiene que estar el número de Sergio ahí guardado. Escribo siete letras.

Sergio?

Y el sms atraviesa el océano. Soy el único número de Uruguay que le puede llegar.

Sí?

Estás ahí? Todavía?

Estoy.

Es bueno saberlo.

 

 

 

 

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