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Alberto


 

Si en Un dios salvaje una mujer dice algo así como «Un hombre que no se atreve a estar solo es ridículo», Alberto Estévez cumplía con creces este requisito. Incluso en la forma de morir, por lo que sabemos, mantuvo hasta el final esta gallardía. Fue capaz de retirarse, atender a sus pacientes, cumplir los compromisos obligados y no quejarse demasiado. Sin ruido ni aspavientos, luchó hasta el final, incluso experimentalmente, contra una enfermedad diagnosticada tarde y de la que nunca tuvo un buen pronóstico.

 

Un hombre apuesto, hay que decirlo, más guapo de lo normal en nuestros pobres medios intelectuales. Y lo digo yo, que soy un envidioso y que además no entiendo de hombres. Pero sus camisas, su corte de pelo, su perilla, sus ademanes educados, irónicos y amables… Todo eso, junto a unas palabras más que precisas, transmitían el estilo de un dandy contenido que quiere vivir en la superficie de su siglo. En paralelo, es curioso, el semblante de aquel otro caballero que recordamos en el campo analítico, Oscar Masotta. Ambos, sobria, discretamente elegantes. Ambos dejando caer que en las formas, en el cómo de los detalles, se juega algo más que el brillo estético del mundo.

 

En este tipo de hombres la puesta en escena es el primer y último signo de un modo ético de estar. Como si lo ético comenzase, más que por cualquier otra cosa, por las maneras con las que atendemos a la alteridad de lo que surge.

 

Buscar la fórmula, dicen que decía él, la forma nueva que puede lograr una bifurcación de las situaciones, haciendo fácil lo que para otros es difícil. De ahí su pasión por ese pensamiento sin escuela que llamamos literatura, un conocimiento de lo real que va por delante de todo saber especializado, por radical que sea. La literatura como esa certeza de que en el detalle, en la forma que tenemos de subrayar las escenas, se juega el curso de una vida. Sólo un ejemplo a propósito de Bienvenido, Bob, de Onetti, que algunos conocimos gracias a Liter-a-turia, el encuentro al que él puso el nombre: «Es un cuento de lectura compleja. La sensación es que no se puede saltar una frase, una palabra, un coma, porque algo se extravía ahí».

 

Desde fuera, algunos adoramos el psicoanálisis como una de las cosas que han contribuido a ayudarnos a vivir. Igual que la música de Wyatt y Cage, la filosofía de Wittgenstein, la pintura y los poemas, los rostros itinerantes de una humanidad desconocida, algunos whiskies tomados al atardecer… Y sin embargo, no veíamos a Alberto Estévez primeramente como psicoanalista. Ocurría con él lo que pasa con ese tipo de hombres que, precisamente por su relación directa con lo real, debido a cierta virilidad en lo trágico, nunca puedes adscribirlo del todo al campo profesional al que sin duda pertenecen. En virtud de su relación con lo impersonal que resuena, la persona (personare) desborda ahí la identificación profesional con tal o cual campo. Se trata de hombres demasiado libres, y heterodoxos, como para no tener siempre un pie fuera, como si fueran también éxtimos a su más propio territorio.

 

Sin duda Alberto encontró en la literatura una vía para confirmar lo latente, reprimido en esta barbarie de la iluminación perpetua, en los lugares y los momentos más insospechados. La literatura como la primera línea de un pensamiento de sombra que se adelanta al cuerpo.

 

Por encima de todo, un hombre que está antes que el intelectual, aunque éste sea lacaniano. Y emanando además la reconfortante sensación de que el psicoanálisis, a la postre, es una de las variantes más dignas del acercamiento moderno a una verdad sombría, y asimismo traviesa, que probablemente comenzó mucho antes de Sócrates. De ahí que cierta clase de psicoanalistas, como Alberto, transmitan ante todo la impresión de una buena relación con la duda. Una desenvoltura en lo negativo (esa ironía, esas camisas, esa educación esmerada) de la que carece la media humana contemporánea, incluso cuando presume de radical.

 

La norma, de la que él se reiría, es un exceso idiota de positividad, este optimismo histórico que (con o sin el canon kantiano) obliga a ignorar, incuso entre los amigos, todo lo que sean zonas de sombra. La excepción consentida a la norma, que constituye a las minorías, es un trato cristalizado con la alteridad, salpicado de algunos nombres propios venerables que justifican un buena competencia profesional en el reverso de nuestra cultura de masas. Pero creo que él no era ni una cosa ni otra. Más bien, digamos, mantenía una buena relación con lo para siempre minoritario, aquello que no cabe en ninguna de las minorías consagradas.

 

De esta buena relación con «lo desconocido sin amigos» (Blanchot) provenía tal vez esa presencia cabal que  inspiraba confiaba y hacía fácil lo difícil. En resumen, él evitaba esos enredos neuróticos con los que tapamos la seriedad cotidiana de lo mortal, el reto común de lo trágico.

 

A su manera afinada, Alberto Estévez mantenía una relación personal con lo impersonal que late en el mundo, este misterio de vivir en unos límites atemporales que nos rodean. Por eso sus maneras no sólo hacían fluido el trato en los terrenos más ásperos, sino que quizás facilitan ahora este inevitable trabajo de duelo. Es posible que, en su  modo de ser y de estar, Alberto ya cuidase y tratase lo imposible que ahora heredamos de nuevo, en el centro de la escena más diáfana.

 

Es así que, en definitiva, su muerte, siendo para algunos de nosotros incluso sorpresiva, resulta cercana a un sentido real cuya inocente dureza hace secundarias las habituales distinciones entre lo laico y lo religioso, entre lo sagrado y lo profano. De alguna manera, él siempre nos habló desde algo impronunciable que latía en su acento. Como si lo que ocurre, con toda su estupefacta contingencia, fuese el único modo contemporáneo de entender lo universal.

 

¿No es esta pequeña alegría, juguetona y sin causa, otra de las herencias que le debemos?

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