Todo se precipitó en la suerte literaria de Alejandro Morellón (Madrid, 1985) un día de noviembre de 2017 cuando se anunció que su libro de relatos El estado natural de las cosas (Caballo de Troya, 2016) había obtenido el prestigioso premio hispanoamericano de cuento Gabriel García Márquez, en su cuarta edición. El libro de Morellón pasó por delante de los libros de la también española Soledad Puértolas, la boliviana Liliana Colanzi, el argentino Federico Falco y el mexicano Daniel Salinas Basabe. Su editor, el también escritor Alberto Olmos, en una de sus columnas para El Confidencial (ya habiendo sido anunciado el galardón) dijo que, antes (e incluso después) de haberle publicado, “Morellón no era nadie a ninguna hora del día en la literatura española de cualquier tramo etario”. De ahí la verdadera conmoción de su éxito, ya que, como añadía Olmos, “Morellón había ganado con una limpieza irreprochable el premio más importante del mundo para libros de relatos en lengua española”.
Gracias a ese empujón, El estado natural de las cosas ha seguido haciendo su camino y continuado con sus presentaciones en público; también sus ediciones: ya va por la quinta. Se trata de un libro compuesto por siete cuentos que guardan una estructura especular, siguiendo la secuencia siguiente: 3 (24 páginas) +1 (78 páginas) +3 (23 páginas). En el centro, la nouvelle que da título al conjunto de relatos y, en cada uno de los extremos, tres relatos breves. Dicha estructura, en palabras de Alejandro Morellón, surgió porque: “quise plantearme un diálogo interno con mis preocupaciones más inmediatas, o con aquellas cosas que no logro entender del todo, la idolatría, el amor, la muerte, la soledad, la violencia”. Para el escritor madrileño criado en Palma de Mallorca “la narrativa es diálogo, es comunidad, es agujero por el que asomarse y atisbar las infinitas y variadas formas de la condición humana. Para mí es la mejor forma de conocer el mundo y todo lo que forma parte de él. También es la mejor forma de confundirlo, de atravesarlo y de torcer sus límites”.
El (falso) estado natural de las cosas
El estado natural de las cosas es una suerte de galaxia radial de textos cuyo vértice, paradójicamente, es una inversión de las leyes físicas del mundo, muy al estilo de la alquimia mágica de la artista Rebecca Horn y, en particular, de su serie de instalaciones de 1982 El río de la luna, en la que, como dice Osvaldo Pelletieri [1], se tematizan los polos de Eros y Thanatos y se produce “un complejo cruce de armonías e inarmonías, de provocación y conquista, de posesión y negación, de seducción y adoración”. O, como dice Alfonso Maso: “La casa como cuerpo, el cuerpo como casa […] Cuatro esquinas de un universo soterrado, inaccesible, ajeno […] Dentro sólo sirven estructuras simbólicas para reconstruir, siempre parcialmente, el recuerdo de las acciones. La memoria personal o colectiva intenta desvelar confusas impresiones, pero avanzar en el juego exige la concurrencia de otros, de los de fuera, aunque sea con los ojos y los oídos cerrados, necesita de los de fuera porque la liturgia consiste precisamente en un establecer fluidos, conexiones, nuevas o antiguas, en poner en contacto, aun a pesar de las resistencias de todas las partes; en construir unas provisionales y permanentes presencias, perceptibles aún las inevitables tensiones que muestran en transitorio equilibrio la estabilidad y su disolución” [2].
Así, una madrugada, se escucha “el sonido de un golpe en medio de la noche […] un porrazo contra la pared”. Y un hombre, “tras el recuerdo del vértigo en mitad de la noche y esa sensación amnésica de después del desmayo” aparece en el techo, como si la habitación se hubiese dado la vuelta, hasta que comprende que “el único desplazado es él”. El hombre queda atrapado en el techo mientras, paulatinamente, su familia le va abandonando. Queda en la distancia de todo, siendo “el único en ver el espectáculo” de la soledad de una casa cada vez más vacía. El texto deriva hacia la melancolía, el recuerdo, el psicoanálisis y la soledad. Para consolarse, o quizá para afianzar su “posición de desterrado”, para sacarse de encima esa tristeza sin origen que comparte con el resto de los protagonistas de todos los relatos, el hombre escribe un cuaderno: Diario de latitud. En él da cuenta de su progresiva desaparición, de su nulidad. Escribe: “Me siento solo incluso para mí mismo”. El hombre se sabe un encarcelado, y duerme y sueña; mucho. Hasta que el sueño es definitivo, irremplazable.
Planteando ese mundo inverso, Alejandro Morellón fija muchas simbologías en la mente del lector, analogías de lo humano en un mundo de tiempos dobles, de desdoblamientos de los cuerpos, de cambio en la perspectiva de la mirada. Dicho de otra manera, Morellón explora la subjetividad milagrosa de lo que para este hombre en particular puede ser la realidad. Un conocimiento profundo que provoca el alejamiento de los otros. Más que concebir el absurdo, lo que hace Morellón es desestructurar lo razonable, poniendo en evidencia su decrepitud y su falibilidad. Llama la atención en el texto (y en general en todo el conjunto de relatos) la frialdad con la que se acepta el destino, un desapego que podría tener que ver con la falta de referentes paternos (por su huida o muerte) que sufren los personajes y, en particular, este hombre protagonista de la nouvelle El estado natural de las cosas, padre –a su vez– de un bebé. El narrador lo expresa así, y he aquí quizá la clave de todo: “Debería dejar de pensar en mi padre. Pero no puedo dejar de pensar en mi padre porque pensar en mi hijo y pensar en mi padre son la misma cosa, una prolongación, una misma línea de transferencia, el uno como continuación del otro y yo como eslabón que ensambla a las dos partes”. Y aún añade: “apenas llamo hijo a mi hijo, siempre me refiero a él como Oliver, como al niño […] mi hijo, hijo mío, tengo un hijo que es mío, no me suena nada bien todo lo que oigo con la palabra hijo, tal vez porque me cuesta reconocer en mí la voz del padre, como si lo que dijera desde la paternidad fuera mentira o no acabara de vincularse con el que soy en realidad”.
Preguntado al respecto, Alejandro Morellón dice lo siguiente: “Escribir para mí es un proceso disociativo, un ejercicio de desprendimiento –un desaprendimiento–, un alejarse para mirar más hacia dentro. Todo para preguntarme qué sería nuestra vida si no fuera la que es, cómo sería mirar el mundo desde fuera de nosotros mismos, quizá para entendernos mejor o para entendernos más allá”. El estado natural de las cosas, pues, como lo que hay en el mundo cuando nosotros estamos afuera, sin incidir en él, mirando apenas, valorando lo observando, aceptando nuestra inocuidad. Respecto a esa incomunicación, dice Morellón que “es algo que todos compartimos en algún momento de nuestra vida, ese no saber, esa incomprensión acerca del mundo y sus vicisitudes, una incertidumbre calma en la que vivimos instalados desde que nacemos y comprendemos que no todas las preguntas tienen respuesta. A través de mis personajes exploro esa vacuidad, esa carencia de sentido, esa soledad inalienable que nos conforma, tanto si conseguimos evitarla como si no”.
Romper la realidad
Me cuenta Morellón que concibe el rompimiento de lo real como forma de adentrarse en un mundo alegórico, pero representativo: “una otredad literaria quizá más fácil de abordar en tanto que ficticia, más esclarecedora en tanto que no real, aunque sí que apela a temas existentes”. Y eso es lo que hay en los otros seis textos restantes: desdoblamientos, gestos incomprensibles, reacciones extraordinarias por desacostumbradas, una cierta búsqueda de la plenitud y el vacío. Un interés formal por lo sobrenatural, y un interés narrativo por lo que se oculta a la mirada, lo que queda en los márgenes, en las sombras (de manera muy elocuente, en uno de los textos es precisamente una sombra la causante de la fatalidad). Podrían definirse estos relatos como un conjunto de estrépitos colectivos y de renuncias individuales. El individuo siempre queda aquí, de una u otra forma, como peón sometido por una guerra cuyas reglas (y motivos) desconoce, la guerra del mundo, de la naturaleza y de las relaciones humanas. Lo humano visto como problemático, como causante de todas las desgracias. Morellón lo especifica en términos de violencias, me cuenta pues que “la violencia a menudo no es más que una serie de naturalezas que entran en conflicto entre sí y de las que se desprende un poder narrativo y fáctico. Quise en El estado natural de las cosas hacerme eco de esas controversias y reconvertirlas en ficción a través de la metáfora, del absurdo o, haciéndome eco de Valle-Inclán, de lo esperpéntico”.
En todos los relatos del libro aparece una palabra, Ehio, que toma múltiples significados y funcionalidades. Para mí representa un espacio en blanco, una extensión de lo humano y que puede ser rellenado por cualquier cosa (especialmente por cosas quebradizas y lábiles), pero le pregunto a Alejandro Morellón, sin especificarle mi teoría, y me dice que para él es “una palabra que conjura el carácter imposible de todas las historias, una palabra al alcance de los personajes para comprenderse inventados”. Entonces me acuerdo de la pieza Einhorn (1970-72), de Rebecca Horn, parte de la serie de extensiones corporales que la artista visual alemana completó con Trunk (1967-9), Extensions (1968) y Scratching both walls at once (1974-5), en la que adhiere prótesis difíciles de manejar al cuerpo desnudo como forma de enfatizar la fragilidad y la vulnerabilidad del cuerpo humano. Y pienso que, en cierta medida, así son los textos de Alejandro Morellón, menos fantásticos que preternaturales, más relacionados con el realismo mágico y con la idea de llevar al extremo los límites del cuerpo, tanto en lo referido a su masa corporal como a su situación y relación con las leyes físicas. Un testículo que adquiere un tamaño descomunal, una mano cortada, una sombra que mata, un hombre que vive en el techo o la ofrenda de la muerte a un huracán, con la esperanza de ser absorbido por su enormidad hueca. Estas son las maneras en las que Morellón explora ese ir más allá de los límites de lo humano, su forma de romper la realidad.
Alejandro Morellón lleva ya un tiempo trabajando en una novela, El gesto animal, “una novela difícil de escribir, y sospecho, me temo –añade–, que será también difícil de leer”. Cuenta que, después del premio Gabriel García Márquez, y a raíz de las entrevistas posteriores, se ha encontrado en la necesidad de una mirada reflexiva hacia su escritura, a cuestionarse por qué escribe lo que escribe. Pero que el premio le ha dado, por este orden, “alegría, tranquilidad y cierta perspectiva de lo relativo del éxito y del fracaso”. Tiene previsto publicar en octubre una novela llamada Caballo sea la noche. Y anda pendiente de publicar otro libro de relatos titulado El peor escenario posible, y una compilación de tres novelas cortas. Le seguiremos la pista.
Notas:
[1] Osvaldo Pelletieri, El teatro y sus claves: estudios sobre teatro argentino e iberoamericano, Galerna, 1996.
[2] Alfonso Maso, Qué puede ser una escultura, Universidad de Granada, 2004.