Para perpetrar o consentir actos de
inhumanidad es preciso obtener un alto grado de alejamiento respecto de sus
desdichados pacientes. Esa distancia puede lograrse mediante diversos modos de
autoengaño, que acaban redefiniendo la conducta dañina como honorable, o por la
nivelación eufemística de las iniquidades que se ejecutan, o merced a ciertas
comparaciones que disculpan los daños infligidos o a fuerza de difuminar el
nexo entre los actos propios y sus resultados perversos… Esos y otros
mecanismos de suspensión de la autocensura han sido detectados en los agentes
del daño. Ahora bien, el espectador que no quiere compromiso alguno con lo que
sucede suele hallar en esos mismos mecanismos y creencias de los actores otras
tantas vías de legitimación de su propio consentimiento.
Es
recomendable así emprender un proceso de invisibilidad moral de las víctimas. Comienzan por ser aisladas del
resto de la sociedad a base de suponer que, por grave que fuere lo que les
pasa, tan sólo les afecta a ellas. El desentendimiento prosigue a través del
principio de neutralidad y de no contaminación que tantas instituciones
culturales y profesionales, públicas y privadas, proclaman en nombre de la
razón y del ideal científico. Mucha gente que conoce la injusticia o
persecución que se está fraguando, pero no se atreve a protestar por ello,
procura aliviar el malestar que le provoca su objetiva complicidad y acaba
enorgulleciéndose del resultado. Y, para colmo, con el fin de evitar ser
candidatos a la persecución, las propias víctimas tienden a la aceptación
tácita de las premisas de su perseguidor y, por tanto, a no dejarse ver o a
diluírse entre los “normales”.
Hacer
daño a otro, o bien callarse y desviar la mirada cada vez que eso ocurra en
nuestro entorno, es más fácil cuando crece la distancia respecto de las
víctimas. Por de pronto, la misma distancia física. Los celebérrimos
experimentos de Milgram probaron que la disposición a infligir daño a otro
estaba en función directa de su
proximidad (y visibilidad consiguiente)
e inversa de su lejanía (y, por tanto, de su invisibilidad). A menor o
mayor ocultamiento visual y auditivo de la víctima y de sus reacciones; si el
sujeto de la prueba llegaba o no al contacto físico con ella; si desempeñaba
alguna tarea secundaria sin hacer daño directo o por el contrario le tocaba
causarlo personalmente…, disminuía o aumentaba la disposición a aplicar las dolorosas descargas al sujeto
paciente.
Pero la invisibilidad física desemboca en la
invisibilidad moral, si es que aquélla no procede en último término de ésta.
Bauman ha escrito que la responsabilidad surge de la proximidad del otro, hasta
el punto de que “proximidad significa responsabilidad y responsabilidad es
proximidad (…). La alternativa a la proximidad es la distancia social”. A un
tiempo física y moral, la distancia entre la acción u omisión y sus
consecuencias no elimina la muy probable tensión del sujeto ante lo que hace.
Toda característica que reduzca la cercanía psicológica reducirá esa tensión,
servirá como de amortiguador. A la hora de causar daño, resulta más fácil
apretar un botón o una tecla –algo aséptico, impersonal, científico- que
golpear a la víctima con las propias manos. La mayor distancia neutraliza el
sentimiento moral o, a la inversa, los inhibidores morales funcionan
progresivamente peor a distancia.
Por aquí se descubre una de las mayores amenazas de nuestro tiempo: que los
impulsos morales ligados a la proximidad (la compasión o la indignación, por
ejemplo) permanecen constantes, mientras la distancia a la que la acción humana
puede traer consecuencias nefastas (desde las armas nucleares a la caída de la
bolsa) aumenta sin parar.
Y cuando no existe tal distancia moral,
habrá que fabricarla. Por eso, antes que condenarlos a una muerte física, a los
perseguidos se les somete ya cada día a una “muerte social”. Hay que
deshumanizar a las víctimas mediante el uso de categorías referidas a criaturas
subhumanas o inhumanas, en todo caso denigratorias. Es lo que hicieron los nazis
con los judíos. A los vascos constitucionalistas se les aplican epítetos como
“españolazo”, “fascista”, “txakurra” (perro), etc. para señalarles como
objetivos apropiados de los terroristas y justificar su amenaza. Se les despoja
de su identidad individual, definiéndolas por presuntos rasgos de su grupo
entero; o se les aparta directamente de la gran familia humana. O sencillamente
se oscurecen sus imágenes personales, moralmente significativas, bajo los
estereotipos abstractos en que se clasifican y que los sitúan fuera del ámbito
de la moralidad. En resumidas cuentas, se las expulsa del universo de
obligaciones recíprocas, de suerte que todos se sientan autorizados a
desentenderse de esas víctimas.
Pero
la devaluación de la víctima tanto puede producirse antes de la acción que la
humilla y a modo de preparación de una afrenta mayor, como después y a
consecuencia de esa humillación misma. En ocasiones, para resolver la
disonancia cognitiva, hay que culpar a la propia víctima: ésta sería un
individuo indeseable cuyo castigo se hacía inevitable por sus propias
deficiencias de inteligencia o carácter. Pero en otras ocasiones se la humilla
sin propósito deliberado, como mero producto del desinterés o de la mala
conciencia. Si de la victimación primaria debe responder en primera instancia
el agresor, hay una victimación secundaria (la desatención posterior a la víctima, su olvido, cuando no su
desprecio, etc.) cuya responsabilidad toca por entero al espectador. No sólo es
un golpe tal vez más duro el que ahora se les inflige, porque se lo propinan
los “los buenos” o “los suyos”; también es el modo de reafirmar al agresor en
la convicción de que su comportamiento puede quedar impune. El mismo espectador
que no supo o no quiso detener el primer golpe, no va a indisponerse después
con quien todavía puede dirigir contra él mismo el siguiente. Más le vale
permanecer callado.