Un fantasma recorre Europa. Los árboles no tienen la culpa. Se limitan a recibir brisas, viento, podas.
Es algo que más bien ocurre a un lado y otro de los telediarios, en la gente que camina estornudando.
Otros muchos se aglomeran con bocinas y banderas sindicales, pero la mayoría permanece en casa o en los bares, melancólicos delante de la botella antiestamínica.
La musa no para de quejarse. Toma paracetamol, ibuprofeno. Necesita muletas pero me las tira a la cabeza cuando las recibe, paramilitar, a mí, ibuprofano.
Hay muchos paramilitares por las calles. Hoy, caminando con paraguas, rocé la cabeza de una mujer. Cuando me volví para disculparme, recibí a gritos el siguiente enunciado: «Estúpido, me has clavado el paraguas en el coso». El acento sonaba argentino, plateado.
La cabeza es un coso, y los árboles expanden su polen por la ciudad.
Precisamente un ciudadano, al oír a la mujer, ha intentado solidarizarse conmigo: «Mejor hubiera sido descalabrarla».
La alergia sucede de fuera adentro, y de adentro a fuera. Una vez contaminado, uno solo se limita a reaccionar.
Ayer se nubló, pero la lluvia no parece suficiente.
Lo que parece es que los coches continúan su camino porque no tienen remedio. Parece que los peatones se inclinan por destinos inevitables. Parece que, mientras tanto, no hace falta pararse a pensar.
Pero no nos engañamos. Somos conscientes de que no hacemos los correcto. Somos conscientes de que nuestro sentido de la libertad y de lo justo nos está pidiendo día a día otra forma de vivir.
No sabemos cambiarla. No sabemos qué hacer ni detenernos.
Sólo en las farmacias. Allí, una vez rebasada la cruz verde, envueltos por el olor a droga empaquetada, un instante de paz.