Aún siente la necesidad de llenar con palabras los espacios que quedaron en blanco porque es la única forma de responsabilizarse, aliviarse y emanciparse. “Cuesta hablar de según qué cosas”, asegura Jordi, pero ha tomado la decisión y es irrevocable.
Charlaban animadamente en un banco del paseo de Cervera, cuando de pronto un grupo de ocho/nueve chavales se acercó a increparles. Les culpaban de haberse metido con la novia de uno de ellos esa misma tarde en las atracciones y aunque éstos, sorprendidos, lo negaron, sin más preámbulos les tiraron piedras, les propinaron alguna que otra patada e incluso les escupieron en la cara. Un tiempo después, ya en el instituto, Jordi se cruzaría en el pasillo con uno de ellos. Con semblante amenazador, lo volvería a acusar, esta vez, de haber pegado a un compañero: “si mientes, saco la navaja y te rajo”. No le tembló el pulso a la hora de denunciar las amenazas a la dirección del instituto, lo cual enfadó aún más al chaval. Éste, al salir de clase, agarró a Jordi por el cuello y lo estampó contra la carrocería de un coche estacionado. Desde entonces “ya no quería ir al instituto”, asegura Ramon Vilaseca, su padre. Denunció las agresiones y las amenazas a los Mossos d’Esquadra, así como los hechos ocurridos aquel fin de semana de feria. A partir de ese momento, Jordi iría con una navaja en la mochila y con agentes escoltándolo a la puerta del instituto. Al cabo de unos meses se celebró el juicio. Aunque el chaval lo confirmó todo delante del juez, le impusieron una pena de “arresto domiciliario”. Entonces sucedió: “Hay algo que no funciona en este sistema”. A raíz de este episodio Jordi se politizó, se desmarcó del sistema y decidió combatirlo. Tenía solo quince años.
Torà es una pequeña población del noreste de la Segarra, la más oriental de las comarcas de Ponent. Un pueblo limítrofe de mil doscientos habitantes en el valle del Riubregós, al cual se llega a través de una carretera sinuosa que enlaza la provincia de Barcelona con las planicies leridanas. La mayoría de sus habitantes trabaja en la empresa de iluminación Leds y en la Cooperativa de Guissona, una de las industrias agroalimentarias más importantes del país. En invierno, la densa niebla desciende lentamente moviéndose a escasos metros del suelo y, en verano, los rayos del sol reverberan en las extensiones de trigo, cebada y avena que dominan el paisaje mientras las calles del pueblo se revuelven de calor.
Una vecina de Torà alquiló a los jóvenes una especie de garaje de pequeñas dimensiones. Más adelante se trasladaron a una granja que acondicionarían a su gusto y luego terminaron alquilando el que sería su último local en la calle Orient, a pocos metros del bloque de pisos donde vivía Jordi. Su amigo Jordi Torner se movía en el local “gran” mientras que Toni Codina y Jordi Vilaseca, junto a una quincena de chavales de la misma edad, acudían al local “xic”. Allí se juntaban y pasaban las horas escuchando música punk de temática social y combativa –Polla Records, Kortatu, Negu Gorriak, KOP– que combinaban con notas de ska y reggae y, en cuanto se presentaba la ocasión, acudían a sus conciertos reivindicativos. Los jóvenes de Torà defendían ideologías libertarias e independentistas con reminiscencia punk y destacaban por llevar cresta y cabellos largos, chupas de cuero cosidas de chapas, pantalones ajustados y botas militares Termans.
1 de enero de 2001
Más acicalados que de costumbre, seis/siete chavales del local xic charlaban animadamente y se reían formando un coro. El jolgorio propio de la noche de fin de año los envolvió y se envalentonaron, “venga va, ¿qué, lo hacemos?”. A sabiendas de que en el interior de la casa, que no dejaba de ser una vivienda eventual, no había nadie, treparon por el muro y, una vez en el patio, rompieron el cristal de la ventana, rociaron con gasolina el interior del chalet y le prendieron fuego. Al día siguiente, Manuel Miret, candidato a las elecciones municipales de Torà por el Partido Popular, denunció los hechos en comisaría.
6 de octubre de 2001
En el municipio de Montmaneu se eleva un repetidor que da servicio de telefonía móvil y televisión al altiplano de la Segarra y a la Conca de Ódena. Los tres amigos –Jordi Vilaseca, Jordi Torné y Toni Codina– se subieron a un coche de madrugada y enfilaron el puerto de la Panadella llevando consigo unas garrafas de gasolina. Mientras uno esperaba en el coche, los otros dos accedieron al recinto agujereando la alambrada que rodea las instalaciones y, acercándose a la caseta donde se aloja el sistema informático de las torres de comunicación, prendieron fuego a un trapo colocado dentro de una botella y la arrojaron al interior, provocando una gran explosión. Salieron corriendo entre trozos de tea que caían del cielo mientras una de las paredes del edificio se derrumbaba. El incidente interrumpió la señal de telefonía durante algunas horas en su zona de influencia. Después de aquello, alguno dudó de la legitimidad de la acción que acababan de protagonizar. Decidieron no contárselo a nadie.
12 de octubre de 2001
Jordi y otros colegas del pueblo decidieron sumarse a la contramanifestación del Día de la Hispanidad convocada por la Plataforma Antifascista, aunque no llegaron a Barcelona hasta el mediodía, con lo cual la manifestación habitual de ultraderechistas en la colina de Montjuïc ya había terminado. Por el camino se encontraron a otros compañeros con quienes decidieron ir a almorzar, cuando de pronto, a unos cien metros de la salida de la estación de Sants, un agente se interpuso entre ellos y les gritó “¡vamos, contra la pared!”. Le siguieron otros agentes y otra docena de antidisturbios quienes, sin motivo aparente, “quizás por las pintas”, comenta Jordi incrédulo, los estamparon contra un muro, los cachearon, los esposaron y los metieron en un furgón policial. Los encerraron dos días en los calabozos –entre La Verneda y Via Laietana– alegando desorden público y atentado a la autoridad: “Agazapados, manipulando unos objetos, y acechando a los componentes de la Unidad de Intervención Policial”, figuraría en el informe. En el momento de la detención, desconocían que había habido altercados. Los trasladaron a los sótanos, donde fueron distribuidos aleatoriamente en celdas que compartían con otros jóvenes detenidos ese mismo día en la misma manifestación. Los mantuvieron de pie frente a la pared, los insultaron, alguno recibió un golpe en la cara mientras encendían y apagaban la luz o propinaban golpes a la puerta. Los familiares, apostados frente al juzgado de Barcelona, intentaban controlar la rabia que se adueñaba de ellos y el desasosiego producido por la desinformación y la imposibilidad de ver a sus hijos. “Nunca antes había pasado nada similar en nuestra casa”, asegura Albert, el hermano de Jordi, seis años mayor que él. El juicio fue un despropósito cosido de contradicciones por parte de los agentes interrogados. Dos años más tarde, tanto a Jordi como a sus compañeros los absolvieron. A raíz de este episodio Jordi se repolitizó, se desmarcó aún más si cabe del sistema y decidió combatirlo con más dureza. Tenía dieciocho años.
Con motivo de las detenciones del doce de octubre, los jóvenes de Torà crearon “Disbauxa Kombativa”, un colectivo que se encargaba de organizar conciertos, charlas y “botifarradas” para recaudar fondos, a la espera de la celebración del juicio. A veces venían colegas de los pueblos más próximos como Calaf, Ponts, Sant Guim de Freixenet, o de la ciudad de Igualada, y bebían cerveza con limonada, Coca-cola mezclada con vino y charlaban, reían, flirteaban. En definitiva, hacían lo que les venía en gana, sin normas, sin tener que dar explicaciones y llegando en ocasiones a traspasar los límites de la legalidad. Canalizaban su disconformidad con una sociedad que juzgaban conservadora abalanzándose sobre los estamentos más representativos del sistema. Jordi, junto con otros dos compañeros, estaba decidido a ir más allá y emprender por su cuenta acciones directas. “Siempre quería hacer cosas, siempre quería más”, aseguran sus colegas.
6 de octubre de 2002
Aunque Jordi seguía pendiente del juicio, y por lo tanto desconocía que meses más tarde lo absolverían, decidió seguir adelante y emprender, por su cuenta, otra “acción directa”. Pero esta vez “salió mal”. El artefacto, compuesto por un petardo adosado a un volcán de pirotecnia, estalló antes de tiempo y la deflagración lo propulsó contra el vidrio del cajero automático de la Caixa de Sant Llorenç de Morunys. Rompió el cristal en pedazos y su cuerpo magullado terminó tendido en medio de la calle. Cuando recuperó el sentido, se levantó aturdido y echó a correr. Más tarde se daría cuenta de que había perdido una vieja tarjeta de control de la empresa Leds con un número que lo identificaba.
Consciente de su error, al cabo de unos días notó la presencia de coches Seat que deambulaban por los aledaños del pueblo y estacionaban, siempre vigilantes, en las céntricas calles de Torà –cerca del local, frente al bar, en la entrada del mismo pueblo–. Llevaban a cabo más controles de tráfico de los que solían ser habituales y los vecinos percibían la gran antena que sobresalía de la carrocería de los coches. Era habitual ver gente desconocida en diferentes puntos del pueblo. Lo vivían con incredulidad, nadie sabía quiénes eran ni qué hacían y empezaron las preguntas que aún no tenían respuesta.
—Noto que me siguen –sospechaba Jordi.
—¿Quieres decir…? –le preguntaban sus colegas, dejando traslucir incredulidad.
—Que sí, que sí –aseguraba, con cara de circunstancias.
Lo vigilaban cuando se encontraba en su casa, en la de su pareja, en el trabajo, yendo a lavar el coche. Su móvil se apagaba y se encendía sin razón y escuchaba interferencias al otro lado de la línea. Incluso a la salida de un concierto, en el pabellón polideportivo de Torà, se encontró a dos hombres tumbados boca arriba manipulando los bajos de su coche. Ante el acecho, presentó una denuncia en los juzgados de primera instancia de Cervera por intimidación y persecución. Veía que el cerco se iba estrechando con el transcurrir de los días, de las semanas y de los meses, y la asfixia era tal que deseaba que acabara cuanto antes.
Quería que lo detuvieran.
1 de abril de 2003
Ocurrió casi tres meses después, volviendo del trabajo. El espejo del retrovisor proyectaba la imagen del Seat que le seguía desde Calaf a Torà cuando, a la altura de Castellfollit de Riubregós, un vehículo atravesado en medio de la carretera le cortó el paso. Le obligaron a desviarse hacia la derecha a través de un camino de tierra que sube al pie de la iglesia de Santa Maria del Priorat. “Hasta aquí”, pensó Jordi al ver el dispositivo orquestado. Era uno de aquellos instantes en que una cosa está a punto de convertirse en otra. Bajó la ventanilla y la voz del policía le informó: “Control rutinario de documentación”. El Seat seguía detrás, estacionado, vigilante. Antes de que pudiera quitarse el cinturón, aparecieron siete/ocho personas encapuchadas, abrieron la puerta y le agarraron del brazo para sacarlo del interior del vehículo, lo estamparon contra la carrocería del coche, le esposaron las manos en la espalda y, envolviéndole la cabeza con una chaqueta, le dijeron la frase que marcaría su vida para siempre: “Estás detenido por terrorismo”. Jordi procuraba mantener la calma sin que la sorpresa se reflejara en su rostro. Lo introdujeron en el interior del coche de los Mossos, los codos reclinados en la espalda y la cabeza apoyada entre las piernas. Se había informado de los procedimientos de una detención de estas características. Sabía que era mejor callar, sabía que serían cinco días.
En el bolsillo de los pantalones llevaba el móvil y éste no dejaba de vibrar. Eran las llamadas de sus padres, familiares y amigos extrañados por no recibir noticias suyas. No había ido a casa, como de costumbre, ni había llamado para avisar de que aquella noche no volvería. Sospecharon que había tenido un accidente. Con el transcurrir de las horas, Ramon llamó a la comisaría de los Mossos de Cervera pero negaron que estuviera allí.
—Vayan a dormir tranquilos que no ha habido ningún accidente –respondió una voz al otro lado del teléfono.
Después de un viaje de cuarenta minutos que a Jordi le parecieron horas, de recibir amenazas y de escuchar con insistencia “lo sabemos todo”, entre golpes y empujones le encerraron en los sótanos de la comisaría de los Mossos d’Esquadra de Lérida. Recuerda que le confiscaron el reloj y los cordones de los zapatos y que posteriormente lo condujeron a una sala muy grande, sin ventanas, con unas colchonetas esparcidas por el suelo como único mobiliario. Aunque guarda recuerdos parciales e inconexos de aquellos días, recuerda que le situaron en una esquina, de pie, cara a la pared.
—Me voy a dormir a mi casa. Vete haciendo memoria que mañana vuelvo –le espetó el jefe de la operación–. Cuando vuelva, te quiero ver en el mismo sitio.
Recuerda que hacía mucho frío y que la luz estuvo toda la noche encendida. Permaneció de pie, sin moverse, detenido en horas arbitrarias. A pesar de las circunstancias se mostraba sereno y dueño de sí, con el dominio que proporciona la incredulidad ante los acontecimientos. Diez horas después cayó al suelo preso de un agotamiento incontrolable. El policía se acercó a él y cogiéndole por el cuello con una sola mano, lo empotró contra la pared en repetidas sacudidas y lo empujó hasta caer al suelo.
—No ha venido a dormir, no está en casa, no sabemos nada de él, le llamamos y no responde, nadie lo ha visto, su coche tampoco está –le decía Maria Teresa a su hijo mayor. Su voz reflejaba toda la angustia y urgencia que delataban sus insistentes llamadas. El rumor creciente se esparció entre los vecinos, familiares y amigos del pueblo, quienes junto a los bomberos voluntarios organizaron la búsqueda por márgenes y bancales de la carretera de Calaf a Torà y por la carretera vieja de Solsona. “Se habrá caído por un barranco”, “vete a saber qué le ha podido pasar”.
Había desaparecido.
“Aquel día un coche al final de la calle, apostado en la esquina, nos estaba vigilando”, diría más tarde Maria Teresa. A la mañana siguiente Jordi no acudió como siempre a Metalúrgica Riera donde trabajaba como fontanero y electricista. Ramon, junto a Ivan, un amigo de Jordi, se dirigió a la comisaría de Cervera para poner una denuncia. Recuerda que les hicieron pasar a una sala donde tuvieron que esperar un largo rato hasta que les condujeron a un despacho. Allí un agente les tendió un papel donde constaba que su hijo estaba detenido por orden de la Audiencia Nacional.
—¿Dónde está mi hijo? –exigió Ramon, contrariado.
—No lo sabemos, no os podemos informar.
Sin conocer aún su paradero contactaron de inmediato con el abogado que llevaba la causa del 12 de octubre, Francesc Arnau, letrado antisistema con más de una decena de expedientes abiertos por desacato. Preguntaron en Cervera, en Lérida, también en Barcelona. Era un ir y venir en un desconcierto generalizado, nadie sabía nada. Finalmente, en Barcelona les proporcionaron una pista: tratándose de la Audiencia Nacional lo más probable era que estuviera en Madrid.
Al día siguiente lo colocaron en otra esquina de la misma sala, esta vez de rodillas, con las manos enlazadas a su espalda sin permitir que se sentara sobre sus talones. Después de permanecer horas en esa misma posición y sin pegar ojo, las piernas adormecidas, los brazos entumecidos ¿era de día o de noche?, la médico forense se personó para hacerle un chequeo rutinario. Jordi le enseñó las muñecas doloridas y las rodillas magulladas, aunque a ella le pareció “normal por la situación” y le restó importancia. Se dio cuenta enseguida de que no podía confiar en ella, de que se mantendría distante sin dejar de garabatear notas en la libreta que más tarde coparían sus informes. Estaba cada vez más nervioso, pues temía por lo que iba a suceder. ¿Tomas drogas?, le preguntó. Aunque Jordi no fumaba ni tomaba sustancias más allá de un flirteo ocasional, la formulación de la pregunta en un contexto como aquel le sorprendió, desconcertándolo. Había algo que no encajaba. Un “no” rotundo fue su respuesta.
En las costuras de las horas iban entrando y saliendo policías. No recuerda que le preguntaran acerca de lo sucedido, las preguntas insistentes eran “quién más hay, quién lleva la organización, cuáles son tus contactos”. Le interrogaban sobre personas concretas a quienes sí conocía pero que no habían hecho nada, preguntas relacionadas con gente de la CUP, “conoces a éste, conoces al otro”. También le preguntaban por gente italiana para hallar conexiones entre movimientos anarquistas de ambos países, tras las acciones ocurridas en los últimos dos años. “No nos hagas enfadar, si colaboras, te rebajarán la pena”. Las amenazas que recibió sigue recordándolas años después con nitidez.
—Te llevaremos a la cárcel sin que nadie lo sepa y allí te esperarán presos con el sida que te violarán.
—Mientras tanto nosotros nos tiraremos a tu novia, sabemos donde vive y donde esperarla.
—En Torà te marginarán y nadie te querrá por ser un terrorista.
“Son cosas que te afectan”, confiesa Jordi.
También le mostraban fotografías para que reconociera a las personas que salían en ellas. En algún momento de esas interminables horas uno de los policías lo cogió por el cuello y lo estampó contra la pared. En otro momento de la incomunicación le rodearon el cuello con los hilos que sujetaban la trenza que se había dejado crecer en el cabello: “¿Ves qué fácil es simular un suicidio?”.
La ley antiterrorista supone una restricción de los derechos que asisten a los detenidos, sin embargo su aplicación no puede contravenir el artículo 3 de la Convención para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales, que dice: “nadie podrá ser sometido a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes”.
Después de que la forense terminara con su informe sacaron a Jordi de la sala y se lo llevaron en coche a Torà. Hizo el trayecto en silencio y sumido en una desazón interior que le había embargado desde el instante en que lo detuvieron. Primero se dirigieron a la masía abandonada en las afueras del pueblo donde Jordi guardaba, entre otros utensilios, material pirotécnico, bombonas de camping gas, botellas de disolvente y gasolina, tubos de electrodos, una máscara anti-gas, cizalla y mazo, guantes, dosieres, libros y pegatinas antisistema. Mientras Jordi permanecía de pie en la entrada, dos agentes con pasamontañas procedieron al registro al tiempo que el juez tomaba nota de cuanto hallaban o sucedía. En un momento de la inspección, un agente condujo a Jordi a una esquina y sosteniéndolo contra la pared, con semblante contrariado, le preguntó: “¿Dónde está todo lo que falta? Ahora porque está el juez, pero cuando llegues a comisaría, te vas a enterar”. Días atrás Jordi cogió el frontal y subió al coche de noche sin que los agentes que lo vigilaban se percataran de sus movimientos. Entró en la masía, juntó cuanto le pareció incriminatorio, lo introdujo en una bolsa y en Prats de Rei la arrojó en el interior de un contenedor. Cuando hubieron terminado el registro en la masía se dirigieron a la casa donde vivía con sus padres. El coche frenó en el mismo punto donde el día anterior lo detuvieron. Les aguardaban varios coches y varias furgonetas con decenas de Mossos, agentes de la brigada de información, de la policía científica y de la judicial.
Empezaba a oscurecer cuando los accesos al número 6 de la calle Orient fueron cortados. En aquel momento sus padres se encontraban en Barcelona reunidos con el abogado. Albert se quedó solo en la casa familiar después de recibir la visita de su tía Roser. Fue él quien abrió la puerta tras la cual apareció un séquito de agentes con la cara cubierta, una veintena, cree recordar, algunos pertrechados con chalecos que iban desfilando por el interior de la vivienda ante la mirada atónita de Albert. Un juez le entregó la orden judicial de entrada y registro del domicilio. Detrás apareció Jordi, con el rostro pálido, que apenas se sostenía en pie. Lo llevaron a su habitación mientras Albert permanecía aislado en el comedor sin poder moverse, con un agente custodiando la entrada. Aunque no pudieron mediar palabra, recuerda haber ido a la cocina y regresar un minuto después con un vaso de agua que tendió a su hermano. Seguían de pie apremiándose con mirada de incredulidad: “Sí, está pasando esto, qué quieres que te diga”. Los vecinos salieron del bar La Toranesa atraídos por el despliegue, inquietos, sobresaltados. “Empezaron a llamarme por teléfono, qué pasa aquí, qué es todo esto”, recuerda Albert. No podía casi hablar, le obligaban a colgar el teléfono mientras el resto de policías desplegados tomaban huellas dactilares y seguían revolviéndolo todo.
Entre posters de Indurain encontraron una fotografía donde Jordi sostenía una ikurriña, y recuerda que la confiscaron como si se tratara de la prueba concluyente de un delito. Dos horas después de registrar todas las habitaciones, de incautar ropa, un ordenador que resultó ser de Albert, y periódicos, revistas y vídeos relacionados con movimientos sociales que metieron en bolsas de plástico y cajas de cartón, salieron de nuevo a la calle. Aunque no podía ver nada porque le taparon la cabeza con una chaqueta, oyó las palabras de ánimo de los vecinos que se habían reunido allí atraídos por el enorme despliegue. Luego se dirigieron al local donde entraron después de que un agente propinara una sonora patada a la puerta. Allí encontraron, junto con alguna gorra de lana agujereada, dosieres del juicio del 12 de octubre. Y poco más.
Cuando Ramon y Teresa llegaron a Torà se sobrecogieron al contemplar decenas de coches patrulla aparcados por todas partes y agentes de la policía armados con fusiles de asalto. Con un rictus de sobresalto en sus rostros intentaron acercarse a su casa, pero encontraron las calles adyacentes cortadas. Ramon saltó del coche, que estacionó en la parte trasera de la vivienda, cansado y hastiado por el trayecto recorrido. ¿Dónde está Jordi? Enloquecido de rabia, comenzó a gritar como se hace cuando el pánico te atenaza, sin comprender cuanto veían sus ojos, al borde de la desesperación. “¡Soy su padre, quiero verlo!”. La alcaldesa del pueblo y el teniente de alcalde se lo tuvieron que llevar para que se tranquilizara: “Calma Ramon, calma”, mientras las vecinas del pueblo explicaban a Teresa lo que había sucedido en su ausencia sin que ella pudiera dejar de sentir cómo el corazón se le desbocaba en el pecho. Tiempo después los padres recordarían el episodio como “si el ejército hubiera entrado a tomar el pueblo”. “Cuando la guerra ya pasaban estas cosas, venían unos de fuera y desaparecía alguien”, comentarían más tarde algunos vecinos.
¿Hasta cuándo podría aguantar aquella presión? Ya de vuelta a comisaría le dieron un bocadillo, un botellín de agua y un vaso de café. Estaba bastante nervioso y como el lugar no le pareció el más apropiado para tomarse un café lo rechazó. Aún así, insistieron, y como en su mente seguía la consigna de obedecer, terminó bebiéndoselo.
Luego trasladaron a Jordi a una sala contigua acompañado de un abogado de oficio a quien no le estaba permitido hablar. El policía esbozó la declaración que Jordi debía ratificar. Finalmente “me autoinculpé de uno de los hechos –explosión de un artefacto incendiario en el recinto del cajero en Sant Llorenç de Morunys– que me atribuían”.
Cuando regresaron a la sala le dijeron que “faltaban cosas”. Seis horas después ordenaron repetir la declaración, esta vez con la presencia de otro abogado de oficio. Volvieron a hilvanar su declaración y Jordi se autoinculpó de más cosas –explosión de un artefacto incendiario en Montmaneu y otro en el recinto del cajero de Sant Martí de Tous en diciembre de 2002–. En la tensión del ambiente, el abogado de oficio lo encontró aturdido. Percibió la palidez de su rostro, el modo suplicante en que apoyó su mano en su muslo, sentado a su lado. El abogado dedujo que algo estaba ocurriendo: ¿Está todo bien?, preguntó. Los agentes reprimieron su comportamiento y le recordaron que debía preocuparse únicamente de la declaración. “Nunca antes me encontré con una declaración de este tipo. Lo normal es que ellos te hagan preguntas y tú respondas sí o no”, apunta César Bejar, abogado de oficio a quien le extrañó leer un relato tan preciso.
En Torà no salían del asombro. Los vecinos, alarmados, no hablaban de otra cosa. El suceso alcanzó repercusión en los medios locales y autonómicos.
3 de abril de 2003
Querían nombres, insistían en tener más nombres. Para desviar la atención, Jordi nombró a algunos de sus amigos, convencido de que no les iba a ocurrir nada. Varias horas más tarde, cuando ya no le restaba ni un ápice de serenidad, terminaría por dar los de sus dos compañeros.
Era de madrugada cuando Toni Codina escuchó fuertes golpes en la puerta. Creyó estar soñando, pero al abrir los ojos vio su habitación atestada de policías. Lo levantaron de la cama, aunque no pudo sostenerse en pie porque le temblaban las piernas. Le permitieron sentarse en una silla mientras abrían cajones, armarios, requisaban su ordenador, ropa, pegatinas de grupos de música e incluso un tirachinas que una amiga le había regalado de un viaje a Huesca. Su padre, con lágrimas en los ojos, fijaba su mirada atónita en el rostro de su hijo mientras éste, descompuesto, le juraba que no había matado a nadie. Jordi Torner, que también estaba durmiendo, dio un salto de espanto en la cama cuando varios hombres encapuchados irrumpieron en su habitación. Le incautaron ropa, kalegorrias, pegatinas de grupos de música y una lista con los nombres de los detenidos el 12 de octubre. “¿Dónde os lo lleváis?”, exclamaron sus padres con el semblante desdibujado. “No os lo podemos decir, está detenido bajo la ley antiterrorista”. Al salir a la calle los esposaron, como dictaba el protocolo. Los introdujeron cada uno en un coche policial sin más explicaciones y se los llevaron al calabozo de Cervera. “Pero si son niños”, recuerda Jordi haber escuchado decir a uno de ellos. “Vaya tela”, recuerda Toni que exclamó un Mosso sorprendido por el perfil del detenido.
Tanto a Jordi Torné como a Toni Codina les imputaron el incendio en el repetidor de Montmaneu y los daños en la vivienda del concejal, hechos que ellos mismos reconocieron, aunque también les atribuyeron otros actos que confesaron ignorar. Más tarde los cosieron a preguntas y les mostraron fotografías de jóvenes para que los identificaran, sin embargo ni los conocían ni sabían nada de ellos. Los encerraron en celdas aisladas donde permanecieron incomunicados hasta que fueron llevados ante el juez que, tras tomarles declaración, decretó su ingreso en prisión. Ambos fueron trasladados a la cárcel de Ponent, en Lérida, donde estuvieron una semana. Desde allí un autocar de la guardia civil los llevó a Madrid. Durmieron una noche en Zaragoza, otra en Valdemoro y por último en Alcalá Meco, donde permanecieron recluidos varias semanas.
Después de las detenciones el abogado entregó a Ramon un recorte de periódico que éste transfirió a Josep Antoni Vilalta, entonces miembro de la CUP de Torà, donde figuraban los nombres de una docena de sospechosos antisistema susceptibles de ser detenidos. Cuando entraba un desconocido en el bar, se disparaban las alarmas. ¿Quién será el siguiente?, se preguntaban los compañeros de Jordi mientras la duda les carcomía. Alguno pidió la baja, otro se fue a Perpiñán y los que se quedaron permanecieron encogidos a la espera de los próximos acontecimientos.
Cuando dieron por buena su declaración lo condujeron de nuevo a los calabozos. Hasta entonces Jordi había permanecido firme soportando la tensión que imprimían las circunstancias, pero poco a poco había ido perdiendo fuerza y cada vez parecía más abstraído, más lejos de sí. Una vez dentro de la celda se tumbó en el banco de obra que hacía las veces de camastro, se cobijó bajo una manta y cerró los ojos, preso de un terrible agotamiento. “Basta, hasta aquí, haced lo que queráis”, pensó, derrumbándose. Minutos más tarde un agente le interpeló, pero él se había sumido en aquel silencio lejano y, aunque consciente, no reaccionaba. Los sanitarios no tardaron en llegar, lo sacaron en camilla y se lo llevaron en ambulancia al hospital. Aunque no abría los ojos, respiraba. Todo parecía lento e hipnótico mientras el mundo se oscurecía a su alrededor.
Aún sin saber dónde estaba su hijo, Ramon viajó a la sede de la Audiencia Nacional en Madrid, donde finalmente supo que estaba detenido en Lérida. También supo que había un detenido en la UCI. Como fulminado por una certeza, supo que se trataba de su hijo. Subió al primer avión de vuelta a casa. A través de la diminuta ventana observó cómo los coches que circulaban bajo sus pies se transformaban en manchas imprecisas. La contemplación de aquellos destellos en la lejanía le adormeció en un sueño pausado tras largas horas de desvelo.
4 de abril de 2003
Abrió los ojos en el Hospital Universitario Arnau de Vilanova, y aunque respiraba no podía moverse ni hablar, solo balbuceaba. En la entrada situaron a dos agentes, a ambos lados de la puerta, junto con otros dos agentes de paisano que rodeaban la zona. Le realizaron analíticas, electrocardiogramas, también un TAC craneal previo a su traslado al Hospital Provincial de Santa Maria para una valoración psiquiátrica. Los resultados de las pruebas mostraron taquicardia, con el riesgo que implica de sufrir un ataque al corazón. “Presenta un cuadro psíquico neurológico de conversión que se ha precipitado debido a los elementos estresantes ambientales”, según los doctores. O con palabras más llanas: “cuadro de ansiedad”. Lo trasladaron de inmediato a la Unidad de Cuidados Intensivos.
Nada más aterrizar aún tendría que conducir algo más de una hora hasta el hospital donde le aguardaba su hijo Albert con su novia Yolanda. “¿Qué le habrán hecho?”, se preguntaban alarmados. Intentaron acceder a la UCI por la parte trasera y cruzaron los pasadizos tratando de pasar inadvertidos, pero los agentes les interceptaron y les prohibieron el paso. Necesitaban verle, hablar con él.
“Por aquel entonces en el País Vasco las torturas estaban a la orden del día aunque nunca nos hubiéramos imaginado lo que realmente después supimos que le habían hecho. Que pase en Madrid o Bilbao es una cosa, pero en Lérida, donde nunca pasa nada”, mascullaba Albert sin terminar de comprender lo que estaba sucediendo.
Cuando el médico y el juez salieron de la habitación, pidieron ver a Jordi. “Está muy débil, solo cinco minutos”, les dijeron, autorizando finalmente que el padre viera a su hijo. “Parecía un muerto”, recuerda con indignación. Con la mascarilla puesta, las muñecas violáceas, más blanco que el papel, tenía las defensas bajas y la moral por los suelos. “Lo primero que hizo al verme fue echarse a llorar”, recuerda Ramon. “Me dijo que estaba asustado y se abrazó a mí. No le pedí explicaciones, sólo le dije que estuviera tranquilo”. La doctora le aconsejó que lo dejara solo. Al salir estaba decidido a interponer una denuncia por torturas.
Mientras, vecinos de Torà, amigos y compañeros de Jordi y otras personas se manifestaban en las puertas del hospital pidiendo la libertad de los tres detenidos.
Una amiga del pueblo, abogada de profesión, aconsejó a la familia que pidiera análisis de sangre y orina después de advertir la sucesión de acontecimientos. Albert y Yolanda, con semblante disgustado, fueron a ver a la doctora para que aclarara por qué Jordi fue a parar a la UCI, exigiéndole que le realizara una prueba de estupefacientes. Cinco días después de haber sido detenido encontraron en su cuerpo restos de anfetaminas. Según el psicólogo especialista en drogas, éste es un estupefaciente que desaparece pocas horas después de su ingesta, por lo tanto “no pudieron ser consumidas por el joven antes de su detención”. “Como la cocaína u otros estimulantes, las anfetaminas pueden producir insomnio, taquicardia, pérdida del hambre, hiperactividad y ansiedad”.
El juez Baltasar Garzón, a petición del juez y la forense de los juzgados de Lérida, decretó la libertad condicional después de que los informes médicos y forenses desaconsejaran que prestara declaración debido a su delicado estado de salud.
Al día siguiente se cumplían los cinco días de su detención, el tiempo máximo de incomunicación que permite la ley antiterrorista. El médico, tras comprobar la mejoría, le dio el alta. Le prescribieron quince días de reposo y le dieron cita en el Centro de Atención Primaria de Tárrega para que siguieran de cerca su evolución. Ramon y Maria Teresa durmieron aquella última noche en el pueblo antes de llevárselo a casa.
8 de abril de 2003
De vuelta a Torà se cruzaron con un coche de los Mossos que circulaba, alerta, cerca de Ivorra. Cuando se encontraban en los aledaños del pueblo los interceptaron desviando el coche hacia un camino de tierra. Ramon detuvo el motor y se volvió hacia el policía con un gesto de incredulidad. Un agente le entregó una citación: a la mañana del día siguiente Jordi debía comparecer en la Audiencia Nacional para prestar declaración. Ramon le mostró el informe médico que especificaba que Jordi no estaba en condiciones de declarar. “Si no acude de forma voluntaria, será arrestado”, les advirtió, amenazante. En un ataque de ira, Ramon hizo una bola con el papel y lo arrojó a los pies del agente antes de volver a poner el coche en marcha.
Quienes le vieron aseguraron que casi no se mantenía en pie. Cuando Jordi entró en su casa, su hermano le esperaba sentado en el sofá del comedor. Albert lo contempló fijándose en las ojeras que circundaban sus ojos y pensó en lo abatido y desmejorado que se veía: “No hagas nada, descansa”, le aconsejó. Aquella misma noche la policía se presentó en su casa para cerciorarse de que Jordi fuera a declarar y acordaron que a la mañana siguiente vendrían a buscarle para llevárselo a Madrid. Permanecieron sentados en un silencio perturbador y luego Jordi se retiró a dormir. Aquella noche un coche de paisano con dos policías en su interior hizo guardia frente a su casa. Les aguardaba un nuevo día de incógnitas.
Por más esfuerzos que hacía, era incapaz de encontrarle una explicación. ¿Cómo era posible que lo acusaran de prácticamente todo lo que había sucedido en la provincia de Lérida durante los dos últimos años? Por aquel entonces el PP, con José María Aznar al frente, gobernaba España con mayoría absoluta. “Iban a por todas y los de aquí colaboraban con él”, opina Albert. Jordi formaba parte de un grupo antisistema, políticamente próximo a la CUP, una formación independentista que se presentaba en el ayuntamiento de Torà por segunda vez, disputándole la plaza al edil que llevaba décadas al frente del consistorio. “Les venía bien que pasara algo así”, enfatiza.
Al día siguiente, como le habían notificado, agentes de paisano vinieron a buscarle. “Corrían como locos”, recuerda el padre de Jordi que, junto con un grupo de amigos, a duras penas podían seguirles. Cuando se encontraron cerca de la Audiencia Nacional el vehículo policial aceleró aún más dejándolos rezagados y ya no lo verían hasta que hubo terminado la vista. Como aquel día su abogado se encontraba en Valencia pidieron retrasar la declaración, pero se lo denegaron. Le adjudicaron otro abogado de oficio que no pudo argumentar a favor de su libertad provisional porque desconocía las particularidades del caso. “Esto es una aberración jurídica”, clamó Arnau por la situación de indefensión de su cliente. Baltasar Garzón, el magistrado del Juzgado Central de Instrucción número 5 de la Audiencia Nacional que le aplicó la ley antiterrorista, participaba de un ciclo de conferencias sobre derechos humanos en México. Le sustituyó el juez de guardia, Guillermo Ruiz Polanco. Al no estar presente su abogado y amparándose en su derecho, Jordi no quiso declarar. “Bueno, quince años y fuera”, escuchó sentenciar al juez. Al oír aquellas palabras esgrimidas con suma ligereza, en el rostro de Jordi se dibujó una mueca de incredulidad y apenas pudo contener su enfado. “Jo foto el camp”, pensó. Acto seguido se puso en pie y se dirigió a la salida, pero un agente le cortó el paso para conducirlo de nuevo a los calabozos.
Fue acusado de pertenencia a una organización terrorista, de daños terroristas y de tenencia de artefactos inflamables con finalidad terrorista.
Eran más de las tres del mediodía, no había comido nada desde primera hora de la mañana y estaba hambriento. Le trajeron una manzana a regañadientes y lo trasladaron en furgoneta a Soto del Real, donde permaneció seis días encerrado bajo la vigilancia constante de un funcionario apostado tras el portillo de la puerta. La celda de aislamiento, que carecía de mobiliario, medía dos por tres metros y en la pared se recortaba una ventana diminuta. El tiempo parecía haberse detenido y Jordi ahogaba las horas moviéndose un paso arriba un paso abajo, como una fiera enjaulada, sin poder hablar con nadie. Se entretenía leyendo el reglamento de la cárcel, contemplando a través de la ventana las palomas que sobrevolaban el cielo y fijándose en las palabras que otros presos recluidos antes que él habían rasgado en el yeso de la pared. Sentía una especie de confort al imaginar a aquellas personas escribir mensajes en vasco y catalán que después otros leerían. Le permitía soñar con el día en que despertaría y todo habría vuelto a la normalidad.
Una semana más tarde lo trasladaron a la prisión de Aranjuez. Recuerda un pasillo tras otro, las puertas que se abrían y se cerraban tras el crujir de sus pasos y la sensación que experimentó al traspasar el umbral acristalado de la entrada al módulo, como si fuera un pez atrapado en una pecera mientras decenas de ojos le observaban con la nariz pegada al cristal. ¿Quién eres? ¿Qué delito habrás cometido?
La plataforma vecinal de Torà recogió más de cinco mil firmas rechazando el encarcelamiento y solicitando el acercamiento de los tres presos a su comunidad. Tanto familiares, vecinos, amigos y conocidos como gente anónima se reunían a diario frente a la casa consistorial –incluso la presidenta de las Madres de la Plaza de Mayo asistió a una de las concentraciones– y cada miércoles se juntaban frente al ayuntamiento de Lérida para mostrarles su apoyo. En Torà se llegaron a reunir más de mil personas en un día que los asistentes difícilmente olvidarán.
Horas después de entrar en la cárcel, un chaval de etnia gitana le exigió que le comprara un paquete de cigarrillos. Jordi se negó y éste amenazó con rajarle. Quizás era sólo palabrería para impresionarle, quizás quería someterle con el miedo, pero “en la calle es una cosa y allí dentro es otra”, asegura Jordi. En el módulo pronto corrió el rumor de los motivos de su detención. Cuando llegó a oídos de los vascos, respetados entre rejas, éstos intercedieron y le brindaron protección.
Un domingo por la mañana Jordi escuchó un estruendo de petardos. Un grupo de personas se manifestaban a las puertas de la cárcel en señal de apoyo a los presos vascos quienes, a pesar de encontrarse entre rejas, continuaban su lucha con huelgas de hambre, con encierros en la propia celda o escribiendo instancias. Escuchar sus voces resultó balsámico para él y se sintió conmovido al comprobar que, a pesar de su encierro, había quienes se acordaban de ellos. “Da sentido a que tú estés aquí”. Aquel día se abrió una brecha en el muro y una luz entró a raudales fortaleciéndolo.
Nunca antes habían ido a Madrid, era su primera vez. Maria Teresa, que por aquel entonces ya había abandonado su oficio de modista para trabajar como asistente en una residencia, pidió un mes de “vacaciones”. “No tenía fuerzas para ir a trabajar”, confiesa.
Una vez por semana recorría junto a su marido más de mil quilómetros para verlo media
hora. Lo añoraban de un modo que les dolía. Para poder llegar sin apuros al encuentro con su hijo salían de casa alrededor de las cinco/seis de la mañana, en silencio, con un escalofrío recorriendo su espalda, y seis horas más tarde estaban en Madrid. Aparecían en la entrada, pasaban por el arco detector, en el control principal entregaban su documentación y recorrían junto al guardia el pasillo con sus puertas de seguridad hasta llegar a la sala de espera. Una vez dentro, un vidrio separador les negaba la posibilidad de cualquier contacto. Los padres lo miraban a los ojos llorando por dentro ¿cómo estás?, ¿qué necesitas?, ¿qué quieres que te traigamos? Luego de la visita y ya de de camino a casa paraban a almorzar en el primer bar de carretera que encontraban y volvían a Lérida sumidos en esa desazón interior que les había embargado desde el instante en que lo detuvieron. Ramon no estaba acostumbrado a aquellos trotes y llegaba blando, con un humor de perros. La familia, a pesar de la distancia, siempre lo arropó. Sin embargo, los temores regresaban colándose en sus sueños mientras dormían.
La comisión de Derechos Humanos del Colegio de Abogados de Lérida pidió al juez Garzón que dejara el proceso de Torà. Reclamaron la libertad de los detenidos y que no fueran juzgados por terrorismo.
Como inscrito en los ficheros de internos de especial seguimiento, una vez por semana podía hablar por teléfono y una vez al mes tenía derecho a un vis-a-vis. Su chica, que entonces contaba con diecisiete años, necesitó un justificante de sus padres para poder entrar. Jordi estaba solo en la celda, le intervenían las comunicaciones, le interceptaban el correo, efectuaban registros y hurgaban entre sus pertenencias. Pasó largas horas en vilo que paliaba haciendo deporte en el gimnasio, hilando pulseras, viendo la televisión o leyendo las cartas que le reconfortaban y le hacían olvidar el profundo desasosiego que le invadía. “La cárcel es un hueco negro de cemento y hierro, nada más”. Fue allí donde Jordi ejerció su derecho a voto por primera vez.
La familia llamó a muchas puertas para que intercedieran en el caso. Visitaron a partidos de diferente índole como CIU, PSOE, ERC y a representantes políticos como Joan Puigcercós, Teresa Cunillera, Artur Mas, Núria de Gispert. Todos ellos les mostraron su apoyo, aunque aseguraron no tener poder de actuación sobre el caso. “A quienes siempre os hemos votado, ahora cogéis a nuestros hijos y os los lleváis a Madrid”, le reprochó Ramon a Núria de Gispert, por entonces consejera de Justicia e Interior. En todos aquellos encuentros se fueron con una extraña sensación de vacío mientras les hervía la sangre en su interior. Ramon nunca más volvió a votar a CIU.
“Ellos se quedan y tú te vas”, era el pensamiento que se repetía en su cabeza como una letanía dolorosa. A lo largo de su encierro, Jordi no había llorado, sin embargo durante dos días las lágrimas le arrasaron los ojos sin poder controlar el caudal que parecía no tener fin. Fueron sus últimos días entre rejas.
Los padres de Jordi recibieron una llamada de la policía para comunicarles que al día siguiente tenían que depositar los treinta mil euros de la fianza impuesta por Garzón si querían que su hijo volviera a casa. Ramon llamó de inmediato al banco, pero eran las siete de la tarde y no obtuvo respuesta. Entonces recurrió a amigos con dinero y de confianza, y dos de ellos, de Calaf, respondieron al llamamiento. Al día siguiente viajaron hasta Madrid con un puñado de billetes. A primera hora de la mañana llegaban a las oficinas del Banco Popular para ingresar la cuantiosa suma y sin demora se dirigieron a prisión con la ansiedad que les provocaba volver a abrazar a su hijo.
5 de junio de 2003
Estuvo diez minutos recorriendo los pasillos mientras innumerables puertas se abrían y cerraban a su paso hasta alcanzar la salida. Miró una vez más a su alrededor y vio a sus compañeros, de pie, cercados en el patio. Les encontró con la mirada y sin dejar de contemplarlos levantó el puño hacia ellos en un gesto de camaradería. Las últimas palabras que pronunció en aquel sórdido agujero fueron dirigidas al funcionario de prisión que lo custodió hasta la salida: “yo me voy y tú te quedas”. Unos segundos después cruzaría el umbral y se abrazaría a sus padres, a su hermano y a su novia. Aunque era un momento anhelado, el reencuentro careció de efusividad. “Fue extraño porque no sabes cómo reaccionar después de tanto tiempo”, recuerda Albert. “Parece que no estéis contentos”, les dijo Jordi con cierta amargura. Aquel se convirtió en el viaje más largo de cuantos hicieron aquellos dos meses. Ahora el cansancio y la tensión pasaban factura, y un vacío inexplicable les impedía hablar con fluidez. Pararon a comer en BonÀrea y llegaron a Torà pasada la una de la madrugada. Los vecinos, a pesar de advertirles de la hora de su llegada, le aguardaban en el bar para darle una calurosa bienvenida.
Al día siguiente, por la tarde, se llevó a cabo la última concentración frente a la casa consistorial. En la voz de Jordi Vilaseca, Toni Codina y Jordi Torné se advertían notas de emoción que a nadie pasaron inadvertidas. Las cámaras de televisión inmortalizaron la imagen de los tres jóvenes de Torà abrazándose rodeados de quienes no dejaron de alentarlos durante todo el proceso.
Jordi retomó su vida en el punto exacto donde la había dejado. Se reincorporó al trabajo en Metalúrgica Riera y durante los años siguientes se dedicó a denunciar su caso a través de Alerta Solidaria, un grupo de apoyo a presos políticos, que le arropó y le ayudó a organizar charlas, recoger firmas y recaudar fondos a lo largo de decenas de pueblos y ciudades de Cataluña.
La familia, aún a la espera del señalamiento del juicio, no sabía muy bien cómo actuar. Trasladaron su preocupación a su abogado, aunque con el transcurrir de los días la confianza que habían depositado en él iría mermando. Llevaba otros casos políticos de anarquistas, okupas, comunistas, y los padres de Jordi intuían que su caso era uno más en su cruzada particular. Desde el primer momento Jordi Torné y Toni Codina cambiaron de abogado y Jordi Vilaseca, después de su excarcelación, sustituyó a Arnau por un despacho de abogados de Via Laietana. El primero que se encargó de su defensa tuvo que trasladarse a Madrid y fue su compañero Jaume Asens, teniente de alcalde en el Ayuntamiento de Barcelona en el gobierno de Ada Colau, quien lo reemplazó.
En una de esas charlas donde denunciaba las torturas a las que había sido sometido, un hombre apostado en la entrada del ayuntamiento de Tárrega se acercó a él y le preguntó: “¿No te acuerdas de mí? Tú y yo hicimos un viaje a Madrid”, y siguió preguntándole por sus amigos más cercanos en un tono de advertencia. Otro día, el cura del pueblo vecino estaba repostando en una gasolinera cuando un hombre al que no conocía se le acercó y le comentó: “¿Qué, qué hace Jordi?”. Episodios de este tipo se repetirían con otras personas próximas a su círculo.
El siguiente paso fue acudir a los Juzgados de Lérida a declarar en la querella por torturas. Junto a él también se personaron los agentes que se encargaron de su detención. La actitud del juez revelaba que el caso había despertado su interés, quizás intuía que podía haber alguna cosa, sin embargo le concedieron el traslado a Valencia para ocupar la plaza que meses antes había solicitado. El juez que lo sustituyó, en mayo de 2005, no tardó en archivar la causa por falta de pruebas. Tras el recurso de apelación fue reabierta por la Audiencia Provincial en noviembre del mismo año y, aunque siguieron investigando, en febrero de 2007 decidieron archivarla definitivamente. Si quería seguir luchando, el siguiente paso era ir a Estrasburgo. El cansancio acumulado y las pocas posibilidades de conseguir un resultado favorable, le hicieron bajar los brazos: “Ya tengo bastante”, concluyó.
Theo van Boven, el comisionado especial de las Naciones Unidas contra la tortura, en su comparecencia aquel mismo año frente a la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, dijo: “Aunque los casos de tortura en España no son sistemáticos, tampoco son fortuitos o accidentales”. También resaltó el preocupante desinterés judicial en investigar las denuncias.
“Nunca le pregunté qué había hecho. Ya lo había pasado mal, no quería presionarlo». Jordi nunca le explicó a su hermano si aquello de lo que le acusaban era verdad o mentira. No habían mantenido una conversación al respecto y, por un acuerdo tácito y silencioso, ninguno sacó nunca el tema. La única vez que se enteró de algo fue casual. Ocurrió cuando Albert acompañó a Jordi a las oficinas de Amnistía Internacional donde debía entrevistarse con una de sus responsables en Europa. En el informe anual de la organización que se publicó al año siguiente apareció su caso como ejemplo que evidenciaba la práctica de torturas en comisarías españolas.
En abril del 2006 Ramon, que desde temprana edad padecía de los nervios, fue víctima de un infarto.
Albert y Yolanda, por su parte, ya habían anunciado la fecha de su boda para junio de 2007 cuando les comunicaron la fecha definitiva del juicio, señalado para dos días antes del enlace, lo que resultó un jarro de agua fría para la familia. La proximidad del juicio era perceptible y la incertidumbre no les dejaba vivir. “Imagino a mi madre sin dormir por las noches y llorando cada día”, dice Albert. Aunque se rumoreaba que habría negociaciones, la petición inicial era de treinta y cinco años de prisión y una indemnización de más de 870.000 euros. De nuevo un siniestro pensamiento tomaba fuerza en sus mentes, temiendo que volviera a entrar en prisión. Sin embargo, las reuniones posteriores entre el fiscal y los abogados dieron como fruto un acuerdo entre las partes. La estrategia era mostrar arrepentimiento, declararse culpables y de este modo conseguir una reducción de la pena a dos años de prisión, con lo cual si no cometían ningún delito en el plazo de tres años no irían a la cárcel. Y así ocurrió.
En agosto del 2007, a Maria Teresa le diagnosticaron un tumor en la médula, entre dos vértebras, a la altura de los lumbares.
Tanto a Ramon como a Maria Teresa los operaron y a pesar de todo, pudieron recuperarse. A raíz de este episodio a Maria Teresa le dieron la invalidez.
“Aunque el proceso judicial se ha terminado, aquel recuerdo sigue repercutiendo en mi vida”, confiesa Jordi.
Sigue sin tolerar las injusticias y su forma de pensar sigue siendo la misma, sin embargo Jordi no es capaz de involucrarse en ningún proyecto personal, social o político sin sentir miedo. Lo sintió entonces y continúa sintiéndolo, ese tipo de miedo inconsciente que te deja inmóvil, te bloquea y no te deja avanzar, impregnando tu vida de inseguridades. Ha ido a psicólogos y sigue yendo, pero cuando consigue abrir una brecha de luz ésta vuelve a cerrarse. Parece que el miedo se va, que desaparece, pero sólo se retira unos pasos atrás y se queda ahí, esperando.