Alfred Kubin es uno de los grandes dibujantes e ilustradores de la historia. Su obra gráfica ha sido equiparada a las de Hoghart, Goya o Klinger. Miembro de una generación de artistas que se opuso a la banalización estética auspiciada por el Imperio austro-húngaro a fin de enmascarar su agonía, buscó sus asuntos al otro lado de la realidad, allí donde la conciencia carece de poder para imponer sus leyes.
Die Andere seite (El otro lado), es precisamente el título de su única novela, una distopía de corte kafkiano que Hermann Hesse elogió juzgándola una obra maestra de la literatura fantástica. Publicada en 1908, la historia describe el colapso y destrucción de Perla, capital del Reino de los Sueños. El interés del autor por esta clase de lugares imaginarios, que él llama “reino intermedio del crepúsculo” (la frontera entre sueño y vigilia, animalidad y humanidad, horror y belleza), es una constante de su biografía. En ellos suele encontrar las figuras que le sirven para transmutar en alegoría los acontecimientos que le tocó vivir hasta 1959, fecha en que murió con ochenta y dos años. La frase final de la obra, “el Demiurgo es hermafrodita”, resume su punto de vista mejor que cualquier comentario.
Aunque como literato Kubin ya no volvió a practicar el género fantástico, escribió bastantes páginas de corte autobiográfico. La balsa de la Medusa ha reunido algunas (De mi vida, Apuntes autobiográficos, Desde la mesa del dibujante) y, digámoslo sin rodeos, ¡son una maravilla! Al igual que De Chirico o Balthus, autores también de jugosas memorias, no sólo fue un hombre singular, sensible y culto, sino una inteligencia aguda y penetrante. Todo esto empalidece, sin embargo, ante un hecho inesperado: su excelencia como narrador.
Kubin describió su arte como “psicografía”. En sus manos, el lápiz era un sismógrafo capaz de percibir cualquier variación del espíritu. El impulso que le llevaba a deslizarse en el agujero del alma y luego emerger desde allí portando cosas inquietantes para los ojos cotidianos respondía a una necesidad personal de clarificación patente también en su escritura, aunque en esta no hay rastro del ingrediente siniestro característico de sus dibujos. Kubin fue, en realidad, una persona centrada y lo bastante sólida mentalmente como para salir intacto de los diversos hundimientos de su inteligencia. La imagen de sujeto envuelto en un manto de terciopelo azul que bebe absenta de un cráneo de ratón es fruto de la fantasía de un periodista que sólo conocía sus obras. Gamberro y soñador, combatió los desarreglos nerviosos a que le llevaron varios episodios traumáticos de su infancia (entre ellos los abusos sexuales de que fue objeto por parte de una dama), con la lectura de los grandes filósofos –Kant, Schopenhauer, Nietzsche–; contrarrestó su tendencia al pesimismo entregándose a su pasión por el arte, y aprendió a matizar su carácter sombrío como cualquier hombre sensato: con la edad. “En la vejez –advirtió con prudente sabiduría– hemos de ser afables o callados”.
Aunque su época estuvo dominada por la vanguardia, apenas coqueteó con ella. Sin duda le parecía bien la pretensión de sacar a la luz todo aquello que se oculta en los abismos del alma y que el mundo burgués tapó con idealizaciones y mentiras, pero cuando vio lo que ascendió a la superficie comprendió que no valía la pena seguir por ese camino. “Acaso el último y verdadero sentido de la creación del artista –escribe en 1931– sea extender un velo sobre el sin sentido de la vida”. Saber que el mundo de las apariencias es una ilusión bajo la cual se esconde un abismo de fuerzas caóticas no implica renunciar a ellas. El ámbito del arte, para él, no es el de la verdad, sino el reino intermedio del crepúsculo, donde las cosas pierden la aplastante consistencia del prejuicio y la convención.
Kubin fue un ilustrador genial familiarizado con lo mejor de la literatura. Zambullirse en ella fue siempre uno de sus mayores goces. La imagen de su biblioteca llena de libros perfectamente alineados revela un trato meticuloso. En ellos encontró el orden que no hay en el mundo. Algo de ese orden perdura innegablemente en sus lúcidos, amenos y hermosos escritos.