La planta de hiedra llevaba cinco veranos creciendo lenta y tiernamente en el tiesto de barro más grande de la terraza. Aunque poco frondosa, sus escasas ramas superaban la estatura humana. En la base de la planta, su tallo era tan grueso como el dedo índice de un adulto. Por su parte, la semilla de la enredadera no alcanzaba el tamaño de un humilde grano de arroz. Podía haber caído al suelo y haber sido barrida como otras tantas, pero quiso el azar que en su trayectoria aérea se depositase en el gran macetón rey de la terraza, donde se desperezaba lenta y segura la hiedra.
Los que cultivan plantas en sus jardines o terrazas, saben de la rapidez de crecimiento de algunas especies, como les sucede a las enredaderas de campanillas moradas. Aunque sol hay para casi todas, no sucede lo mismo con la tierra. El primordial elemento se convierte en despensa primordial para cubrir las necesidades nutrientes de los vegetales; pero hay que ganárselo: en el alimento regular y diario se basa la supervivencia.
La humilde semilla de enredadera debió sentirse a sus anchas en un macetón de dimensiones tan inesperadas. Aprovechó la planta intrusa para dar rienda a su crecimiento, trepando por las mismas cañas por donde lo había hecho antes la hiedra. En su trayectoria de zarcillo ascendía y engordaba su tallo la enredadera, mientras la confiada hiedra gastaba su tiempo en sacar brillo a sus tiernas hojas, con todo el ensimismamiento que sólo podía derrochar la madre Naturaleza. Mientras la enredadera subía a razón de cinco centímetros diarios, la hiedra apenas aumentaba su altura, mientras sus hojitas se iban tornando duras y recias, como fundidas en un metal flexible y perdurable. Un día, al caer la tarde, el jardinero asombrado descubrió la envergadura que había tomado la enredadera: igualaba la altura de sus hombros, y a punto estaba de superar a la planta autóctona; y todo este alarde de crecimiento se había producido en menos de tres semanas.
Aislado de la vigilancia diurna de sus plantas por los calores crecientes de la canícula, al salir perezosa y nocturnamente a regarlas, el jardinero descubrió a la hiedra completamente yerta, seca, como electrocutada. Inicialmente achacó la muerte de su atesorada planta de hiedra al furibundo calor sufrido, y quizá a la falta suficiente de riego. Pero al descubrir a la enredadera, más alta que nunca, y más fresca que una lechuga, se percató de quién había asesinado a su hiedra.
No deja de llamar la atención el carácter parabólico y por tanto la enseñanza moral que encierra esta humilde y cruel historia entre plantas: Resulta imprescindible cuidarse de los extraños que vienen a instalarse en tu casa, porque puede que en un tiempo (proporcionalmente tan breve como el que necesitó la enredadera parásita) todo lo que parecía en nuestro hogar tan sólidamente establecido y poseído, tal vez esté a punto de perderse irremediablemente.