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Mientras tantoAlgo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer

Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer


 

 

Le llaman safari de mar y es un concepto muy simple: te meten en una zodiac junto a otros turistas ávidos de experiencias auténticas y te llevan mar adentro a buscar animalitos. Por animalitos entendemos lo siguiente: tiburones ballena, mantarayas gigantes que pueden electrocutarte en una milésima de segundo, delfines con pinta de carnívoros…incluso ballenas jorobadas de las juran y rejuran que solo comen pláncton.

 

Sí, claro. Y tú te lo crees.

 

A ti, que ni el mar ni los animalitos te gustan en exceso, agosto y sus experiencias auténticas –junto a esta imposición moderna de salir de la zona de confort– se te ha ido de las manos.

 

Lo piensas mientras la lancha avanza veloz hacia ese mar que ya no te seduce tanto. Que no es turquesa, ni siquiera azul.

 

Es negro.

 

Te agarras fuerte al asidero y te descubres buscando ballenas, rinocerontes o peces globo, quién sabe. Buscas peligros, sombras, aletas asesinas.

 

Sentada en el otro lado de la zodiac, una mujer te vigila.

 

Yo ayer ya lo hice. Es impresionante. Te dejan nadar con los tiburones ballena, tienen una boca…

 

Te miras el brazo y haces cálculos. Te han asegurado que solo comen pláncton pero estás segura de que pueden confundirse y tus brazos –que son del grueso aproximado de un servilletero– podrían colarse por esa enorme cavidad como si fueran un espagueti.

 

No estoy segura de tirarme –dices de repente en voz alta.

 

Notas que la gente –esos argentinos guapetones con sus melenas y sus cámaras súper profesionales, la australiana con los pies de pato de último modelo, el brasileño con un tatuaje en el que se lee Believe in yourself– te mira desaprobadoramente. Sabes que lo están pensando: ésta tenía toda la pinta de que no iba a tirarse. Te delatas a ti misma. Eres la única sentada en el borde de la lanchita como si estuvieras esperando que te trajeran la piña colada. Tomando el sol, sin haber sido capaz de ponerte encima esa licra roñosa con olor a pies. Mareada como una sopa.

 

Los veranos están para probar cosas nuevas, te repites a ti misma. Pero cuando la barca se detiene y, a escasos metros, ves a aquel cetáceo enorme saltando, ruegas a quién sea que esté ahí arriba para que la ballena jorobada no abra la boca y se trague la zodiac. Y a ti. Y a tu brazo.

 

La mujer de enfrente se pone a comer cheetos y se le caen unos cuantos a la agüilla turbia que hay dentro de la zodiac, esa misma agüilla en la que chapotean varios pies, gafas, y se confunden unos tubos de respiración con los otros. Miras los cheetos, ya blandos. Apartas la mirada. Laura, haz el favor.

 

Aparecen delfines y los seguís hasta estar muy cerca. La lancha se detiene y todos se tiran inmediatamente al agua. Menos tú.

 

Te quedas haciéndoles compañía a los barqueros, que te sonríen. Piensas en la de veces que has vivido esa escena: tú tratando de hacer algo que ya sabes que no te gustará. Porque reconócetelo, cursi: lo que querrías es que uno de esos delfines se acercará a la barca, se subiera a ella y te saludará. Que os pusieráis a jugar a pasaros la pelotita. Supones que son secuelas de las visitas al acuario de niña. O de cuando veías Flipper y deseabas surcar el océano –turquesa, no negro– agarrada a su aleta.

 

Pero pasas de los delfines. Prefieres quedarte con los cheetos, deshechos ya, en la agüilla de la barca.

 

Finalmente no veis tiburones ballenas y, ya de vuelta, en la tranquilidad de la tierra firme, la mujer de la agencia te pregunta:

 

¿Has visto muchas cosas?

 

Tú solo resaltas una: “Medusas”. Las suficientes como para que no hayas metido ni un dedo en el agua. Le devuelves la licra roñosa y sin saber por qué, en ese momento, te viene a la cabeza ese libro tan divertido de David Foster Wallace: Algo supuestamente divertido que nunca volveré hacer. Ok, David, ésta va por ti.

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