Nota del editor, John Summers
A James Agee nunca le faltó reconocimiento como poeta, crítico de cine o dramaturgo. Sin embargo, se esperaba mucho más de él. Nunca pudo sacudirse de encima la sospecha de que el suyo era un talento desperdiciado, ni siquiera antes de que su salud decayera. “No hay mucho que contar —escribiría en una carta el 11 de mayo de 1955—. Siento, en general, como si me estuviera muriendo: un terrible estancamiento, en todos los sentidos, pero sobre todo en lo relativo al trabajo”. Cuando sucumbió cinco días después, tenía cuarenta y cinco años. Pasarían tres años más antes de que su novela Una muerte en la familia saliera a la luz y se granjeara su perdurable fama. Había pasado mucho tiempo desde que alguien mencionara su aciago libro sobre granjeros arrendatarios en Alabama, Elogiemos ahora a hombres famosos.
Algodoneros constituyó el primer intento de Agee de narrar la historia de aquel viaje trascendental. El manuscrito, que le fue encargado en el verano de 1936 y que luego aparcaría la revista Fortune —Agee era redactor de plantilla—, permaneció olvidado durante casi veinte años en su casa de Greenwich Village, un desgarrador texto alojado entre una colección de manuscritos jamás leídos. Pero la hija pequeña de Agee heredó tanto la casa como la colección y, finalmente (en 2003, para ser concretos), la rescató del olvido. Dos años después, la James Agee Trust traspasó la colección a la Biblioteca de Colecciones Especiales de la Universidad de Tennessee; allí se catalogaron todos los manuscritos, y entre los papeles se descubrió Algodoneros.
Aunque el manuscrito carecía de fecha, no hay razones de peso que puedan hacer pensar que Agee escribió una versión posterior o que éste no es el manuscrito que sus editores decidieron no publicar. Por lo que sé, no existen otras versiones de Algodoneros en ningún otro archivo, público o privado. Y, por tanto, tampoco es posible conocer con certeza la historia que subyace a los dos apéndices, ‘Sobre los negros’ y ‘Terratenientes’ —ambos ubicados aquí tal y como se hallaron en el manuscrito—. Estas dos notas apuntan, no obstante, a que no era ajeno a “la inmensa brutalidad física y espiritual a las que han estado sometidos y siguen sometidos [los negros]”.
Tan pronto como supe de la existencia del manuscrito (en 2010, para ser precisos), hice lo que me pareció lo más decente y pedí permiso a la Agee Trust para publicar una parte en The Baffler. Cerca de una tercera parte de Algodoneros vio la luz por primera vez en el número 19, que se publicó en marzo de 2012. Entonces The Baffler y Melville House firmaron un acuerdo para publicar el informe completo, y el resultado es el que ahora tiene ante sí el lector. Es la primera vez que se publica: un acto de amor hacia el autor.
Kelly Burdick, Hugh Davis, Melissa Flashman, Lindsey Gilbert, David Herwaldt, John T. Hill, Eliza LaJoie, Michael Lofaro, Paul Sprecher, Rob Vanderlan y David Whitford han contribuido a sacar adelante esta edición. Las fotografías y los pies de foto que aparecen en este volumen fueron seleccionados del álbum de fotografías de dos volúmenes de Walker Evans, Fotografías de familias arrendatarias algodoneras, propiedad de la Sección de Grabados y Fotografías de la Biblioteca del Congreso.
Algodoneros. Introducción, por James Agee
La región algodonera tiene novecientos sesenta y cinco kilómetros de largo y cuatrocientos ochenta y dos kilómetros de ancho. El sesenta por ciento de aquellos cuyas vidas dependen directamente del algodón que aquí se cultiva, entre ocho y ocho millones y medio de hombres, mujeres y niños, no tienen tierras ni hogar en propiedad, son arrendatarios. Este artículo es una crónica detallada de las vidas de tres familias de esos arrendatarios, escogidas con sumo cuidado para representar al total. Ninguna de las tres familias sobre las que se escribe aquí podría servir de ilustración ni tan siquiera de bosquejo de ese total. Las tres juntas, al menos, sí constituyen un bosquejo. No trabajan ni para la peor clase de terrateniente, el absentista (sea ser humano o corporación) y su administrador y capataz; ni tampoco para la “mejor” clase, el paternalista. Trabajan una tierra cuya producción se aproxima a la media nacional. Una tiene a su cargo una granja de dos mulos. Dos pertenecen a esa clase más afortunada de arrendatario, por así llamarlo, que trabaja por la tercera y cuarta partes. Una de ellas es depositaria de buena parte de lo peor que puede hacerle la pobreza a un ser humano blanco en el Sur rural; una es mucho más limpia y “digna” que la media (sin más felices resultados); la tercera acuna y entreteje una serie de diferencias entre ambas. En un esfuerzo por evitar la más mínima presencia de los prejuicios de los que se ha acusado a buena parte del periodismo que ha informado sobre este tema, nos hemos concentrado en los Burroughs, aquella de entre las tres familias que muestra una imagen menos flagrante.
Ningún estudio serio sobre cualquier aspecto del arrendamiento algodonero podría considerarse completo sin una mención, por lo menos, al terrateniente y a los negros: uno de cada tres arrendatarios es negro. Pero esta no es su crónica. Cualquier consideración honesta sobre los negros desvirtuaría y distorsionaría el tema con los problemas de una raza y no de un arrendatario: cualquier discusión justa sobre los terratenientes nos llevaría a discutir sobre problemas económicos y psicológicos sobre los que aquí sólo tenemos espacio para mencionar de paso.
Los lectores que en esta crónica echen en falta detalles de violencia y de las formas más flagrantes de explotación y de estafa harán mal en concluir que se debe a que no existen o bien a que hemos preferido omitirlos; y harán bien si tienen en cuenta un puñado de hechos. A saber, que esas formas de engaño, aunque bastante extendidas por lo general, no son necesariamente unánimes. Que la violencia que, ciertamente, en cualquier punto de esa región, es la respuesta a cualquier gesto que pueda incomodar mínimamente a los terratenientes, no es ni mucho menos representativa de la región en su conjunto porque la población en su conjunto sigue manteniéndose pacíficamente a raya en parte gracias a su propia ignorancia y en parte a la certeza de lo que ocurre cuando uno se pasa de la raya, en otras palabras, al miedo. Que los arrendatarios, con razón, no están ni mucho menos dispuestos a ofrecer información que, de ser publicada junto con sus nombres y sus fotografías, pondría en riesgo su empleo y su integridad física. Y que si la vida del arrendatario es tan mala como se ha pintado —y lo es y peor— exhibirá su ruindad de una forma menos profunda, esencial y comprensiva en la fatalidad de los peor tratados que en ese constante goteo de detalles del día a día que decolora las vidas incluso de los relativamente “mejor” tratados.
1. La Gran Esfera en la que vivimos.
El mundo es nuestro hogar. También es el hogar de muchísimos otros niños, algunos de los cuales viven en tierras lejanas. Ellos son nuestros hermanos en el mundo.
2. Comida, cobijo y ropa.
¿Qué es lo que debe tener cualquier parte del mundo para que sea un buen hogar para el hombre? ¿Qué necesitan todas las personas para vivir cómodamente? Imaginemos que estamos afuera, en los campos. El aire es muy frío y sopla el viento. Nieva, y de tanto en tanto se torna en aguanieve y lluvia. Estamos casi desnudos. No tenemos nada que comer y estamos hambrientos y helados. De repente la Reina de las Hadas baja flotando de las nubes y nos concede tres deseos.
¿Qué pediremos?
“Yo pediré comida, porque tengo hambre”, dice Peter.
“Yo pediré ropa para protegerme del frío”, dice John.
“Y yo pediré una casa para resguardarme del viento, de la nieve y de la lluvia”, dice la pequeña Nell con un escalofrío.
Por lo tanto, todo el mundo necesita comida, ropa y cobijo. La mayoría de los hombres dedican su vida en la tierra a conseguir estas cosas. En nuestros viajes querremos aprender lo que nuestros hermanos en el mundo comen y de dónde proviene su comida. Querremos ver las casas en las que viven y con qué están construidas. Querremos saber también qué ropa usan para protegerse del calor y del frío.
Estas son las frases introductorias de Around the World With the Children, un libro de texto de geografía de tercer curso perteneciente a Lucile Burroughs, de diez años de edad, hija de un arrendatario algodonero.
El mundo es nuestro hogar. En primer lugar debemos asumir que la vida es más importante que cualquier otra cosa en la vida de un ser humano, exceptuando, posiblemente, lo que acontezca a dicha vida. Merece atención, y una atención seria, acorde con su importancia. Y puesto que todas y cada una de las posibilidades que ofrece la vida, o de las que puede ser privada —valor, entereza, riqueza, felicidad, dignidad—, dependen por completo de las circunstancias, las circunstancias merecen, en proporción, una atención seria por parte de cualquiera que ose considerarse un ser humano civilizado. Una civilización que por cualquier razón relega una vida humana a una situación de desventaja; o una civilización cuya existencia radica en relegar la vida humana a una situación de desventaja, no merece llamarse así ni seguir existiendo. Y un ser humano cuya vida se nutre de una posición aventajada adquirida de la desventaja de otros seres humanos, y que prefiere que esto permanezca de este modo, es un ser humano sólo por definición, y tiene mucho más en común con el chinche, la tenia, el cáncer y los carroñeros del hondo mar.
Sólo si consideramos estas verdades como obvias, e irrefutables, y muy posiblemente más serias y, desde luego, más inmediatas que cualesquiera otras, podremos abordar con honradez y pertinencia nuestra crónica: un breve relato sobre lo que acontece a la vida humana, y aquello de lo que la vida humana no tiene escapatoria posible, bajo determinadas circunstancias desfavorables.
Las circunstancias: es decir, aquellas de las que nace y en las que nace el arrendatario algodonero; y bajo cuya constante lluvia soporta los años hasta adquirir su figura distorsionada; y bajo cuyo alcance va deteriorándose hasta la muerte. El hecho de que sus circunstancias son meras manifestaciones locales de la inmensa y vetusta, y eminentemente racial, circunstancia de la pobreza: de una vida consumida de continuo y por entero en el mero y único esfuerzo de preservarse a sí misma; tan profundamente privada y dañada y atrofiada en el transcurso de ese esfuerzo que sólo se la puede llamar vida por cortesía biológica: este hecho no debería confundir nuestro discernimiento, es más, lo agudiza. Así, por ejemplo, sería deshonesto de nuestra parte regocijarnos con la idea de que con solo mejorar la situación del algodonero arrendatario podríamos solucionar cualquier problema esencial: y no seríamos más que unos necios si nos consolásemos con la especulación de que el Sur es una tierra “atrasada”.
Nuestra crónica, no obstante, es limitada. Hablaremos solamente de las tres familias vivas, escogidas con sumo cuidado para representar por completo y con justicia al millón y cuarto de familias, a los entre ocho millones y medio y nueve millones de seres humanos que son los granjeros arrendatarios de la región algodonera.
Las familias son la de Floyd Burroughs, y la de Bud Fields, su suegro, y la de su cuñado, el hermanastro de su mujer, Frank Tingle. Viven en un promontorio de tierra roja llamado Mills Hill, en el condado de Hale, en el centro oeste de Alabama. Fields y Tingle trabajan para los hermanos y socios J. Watson y J. Christopher Tidmore, que viven en Moundville, una pequeña población a dieciséis kilómetros de arcilla roja y ocho kilómetros de carretera al norte de ellos. Burroughs trabaja para Fletcher Powers, que vive a unos tres kilómetros al sur de Moundville. Arrancaremos con un esbozo de los acuerdos laborales entre el arrendatario Floyd Burroughs y el terrateniente Fletcher Powers según los cuales Burroughs, y su esposa, y los cuatro hijos de ambos, viven.
Primeras páginas de la versión española de Algodoneros, manuscrito inédito de James Agee, que fue publicado por primera vez en Estdos Unidos el año pasado y que estos días presenta en España Capitán Swing Libros. Es el embrión de uno de los libros más influyentes de la historia del periodismo, Elogiemos ahora a hombres famosos.
James Agee fue contratado en 1932, fue contratado como redactor de la revista Fortune. Dos años más tarde, su colección de poesía, Me Voyage, ganó la Serie de Yale de los poetas más jóvenes. Pero Agee es fundamentalmente conocido por su libro Elogiemos ahora a hombres famosos (1941), sobre los aparceros de Alabama durante la Gran Depresión, que se abre con una formidable colección de fotografías de Walker Evans; por sus críticas de cine, que aparecieron regularmente en The Nation y The Time; y por sus guiones de La reina de África y La noche del cazador. Murió dos años antes de publicarse su gran obra de ficción, Una muerte en la familia (1957), que le proporcionó el Premio Pulitzer en 1958.
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