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¿Alguien se desilusionó con Obama?

La soberbia del gran vecino del Norte bautizó todo un continente como el “patio trasero” del Imperio. Era el mismo continente que había pasado tres siglos bajo el yugo de otros imperios, más decadentes, los de la ya esas alturas humilde Península Ibérica. Una certeza geográfica: están condenados, unos y otros, a mantener estrechas relaciones. En los albores del siglo XXI, ahora que la crisis financiera internacional presiente la decadencia de ese otro imperio, ahora que la América Latina presiente una era de mayor autonomía y prosperidad que le auguran sus recursos naturales, empezando por los alimentos; en esos nuevos tiempos, ¿qué ha cambiado en la percepción de Washington, que nunca pareció entender muy bien a América Latina más allá de esa concepción patriarcal del patio trasero?

Nunca una gira latinoamericana de un presidente de Estados Unidos pasó tan desapercibida en la agenda internacional. Da la sensación de que pasaba desapercibida hasta para su protagonista. Y casi resulta difícil culparle por ello: Barack Obama estaba en el Palacio de Planalto, la sede del Gobierno brasileño, reunido con la presidente Dilma Rousseff cuando tuvo que tomar la difícil decisión de dar su aval a la intervención occidental en Libia. Dice la prensa brasileña que Obama, el primer presidente negro (por lo menos, un poco) de los Estados Unidos de América, ese que obtuvo un Premio Nobel de la Paz antes de haber demostrado nada que no fuese su habilidad para pronunciar hermosos discursos, era reacio a la intervención –u ofensiva, ocupación… ¿guerra?- en Libia, y fue su secretaria de Estado, Hillary Clinton, quien le convenció de la necesidad de emprender la operación, que alguien de dudoso gusto bautizó como ‘Amanecer de la Odisea’.

El caso es que, en medio de todo este desbarajuste mundial, en medio de las revueltas árabes y del caos japonés, en medio de las discusiones sobre la guerra, el petróleo, la seguridad regional en Oriente Próximo, la aceleración de las catástrofes naturales que llegan al límite inédito de forzar un cambio en los mapas y la necesaria reapertura del debate en torno a la energía nuclear, Obama se encontró en su agenda con su primera gira latinoamericana. Gira, por decirle algo, pues sus visitas se limitan a Brasil, Chile y San Salvador. Y en un momento en que la rabiosa actualidad manda y la América Latina parece más olvidada que nunca.

Antes del viaje hubo ya suspicacias y resquemores, las de algunos de los muchos olvidados de la gira, como una Argentina que sólo lentamente va aceptando un nuevo rol de más bajo perfil en la región, observando con escepticismo la ascensión de Brasil, o la de una Colombia consolidada como el más sólido aliado de Washington en Suramérica, y forzada a explicarle a su población cómo se come que, pese a los problemas que con sus vecinos iberoamericanos les ha creado tan tozuda lealtad, Bogotá sufra esos desplantes mientras continúa postergándose el tratado de libre comercio.

En Brasil, Obama se arremangó la camisa para visitar la favela carioca de Cidade de Deus, aquella que Meirelles inmortalizó en el homónimo filme, y volcó en su discurso grandilocuentes palabras –después repetidas en Chile- sobre el ejemplo de democracia que es Brasil para los países árabes y para el mundo, pero se avanzó menos en cuestiones prácticas, esto es, en acuerdos comerciales, porque, no nos olvidemos, al final es siempre la platica, estúpido. Obama y sus asesores cometieron otros errores de bulto. No se mojaron. El presidente citó reiteradamente el cansino caso de Cuba, sin aportar ninguna solución nueva, e insistió sobre la desgastada idea de democracia, pero no llegaron las esperadas disculpas por el activo apoyo yanqui a las dictaduras militares que asolaron el Cono Sur en los años 70 y 80. Quedó la sensación, como bien explica Marcelo Rubens Paiva en este artículo, de que le estaba hablando a los países árabes y a su propio electorado, pero no a los brasileños. No a los latinoamericanos. Quedó la sensación de que poco ha cambiado, de que América Latina sigue siendo para los yanquis un instrumento para lograr otras cosas. De que Washington sigue sin entender la compleja realidad latinoamericana pese a que comiencen a darse cuenta de que aquí el que no corre vuela y Suramérica –México y el Caribe siguen siendo otro cantar- va tomando distancia de su vecino del Norte, creando instituciones que lo excluyen –la Unasur- y forjando una relación comercial cada vez más pujante con los países asiáticos. Comercial y también diplomática. Hace tiempo que Brasil, que consolida su liderazgo regional al tiempo que da pasos para posicionarse como actor global, se alinea con otros países emergentes, en bloques como los BRIC (Brasil, Rusia, India, China y ahora también Suráfrica) para reivindicar el papel que en la diplomacia, y muy marcadamente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, le corresponde a estos países en un mundo cambiante donde su peso económico es cada vez mayor. Y han sabido aprovechar la crisis de Libia para conformar una posición común, mucho más sólida que los aliados de la vieja OTAN.

Es una constante histórica que la soberbia de los imperios acaba por provocar su caída. A veces da la sensación de que Obama lo sabe, pero continúa arrastrado por estos tiempos locos de cambio y por las imposiciones de la ‘realpolitik’…

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