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Mientras tantoAlgunas consideraciones sobre El Pozo

Algunas consideraciones sobre El Pozo


Una de las pruebas más definitivas de amor al fútbol es tragarse un partido de Segunda División. Un Cartagena-Huesca por ejemplo o, cambiando de latitud, un Girona-Salamanca. Sin embargo, muchas veces a través de la cadena autonómica el sábado por la tarde o en esa matiné que Canal + ofrece los domingos a la hora de la misa me he quedado enganchado al aparato sin que yo mismo pueda saber qué se me perdía en el lance. Sin entrar en consideraciones estrictamente futbolísticas me temo que es la infancia regional que me invita a estar de nuevo en los graderíos y el paraguas de mi padre el que me protege de un domingo de campo embarrado en el que el Pontevedra o el Flavia (equipo de Padrón que milita en la Preferente Autonómica) volvían a perder contra el Lalín o el Ribeira.

 

Amor por el fútbol y colecciones de cromos (antes de la era Panini) hay todavía en ese extraño sortilegio de apellidos de la España profunda y lugares dónde a duras penas hemos recalado y mucho menos en un campo de fútbol. Y sin embargo, la Segunda ofrece un consuelo irresistible: campos de césped en estado comatoso, hinchadas que todavía no conocen el plan renove, patadas a la altura de la ingle y publicidades de los tiempos de la polca: quesos, talleres mecánicos, constructores, incluso, de vez en cuando, alguna página de Internet de dudoso gusto… Algunos árbitros son probos vendedores de seguros de vida y otros muchos cumplen una temporada siberiana en el pozo por haber sido malos en los campos del Señor (los de primera). También están lo que yo llamo «desparecidos» esos jugadores que alguna vez han brillado en primera y que uno de repente encuentra ahora enfundando los colores normalmente del equipo de su pueblo: ahí están los Rufete, Jorquera, Farinós. También ocurre que con los veteranos que peinan canas o que se resisten a dejar las botas antes de los cuarenta (Donato jugó en el Arteixo hasta los 44).

 

En fin, creo que son estas las razones que me enganchan todavía de la Segunda. Pero hay otras. Por ejemplo un caso muy frecuente en la división de plata: hay que jugar bastante mal para ascender. El Celta de Eusebio Sacristán es uno de esos equipos que trata bien la pelota, que reúne a un puñado de jóvenes con talento, pero, ay, están al borde del descenso. No ocurre así con el Numancia que desde su nombre alude a la brega y al incansable empeño en destripar terrones: son uno de los candidatos al ascenso. Me alegra enormemente también que un histórico como la Real Sociedad halla encontrado al parecer la aguja imantada para volver entre los grandes: gran afición, mejor estadio y un pasado de leyenda en el que todos nos reconocemos… En el purgatorio de Segunda, un fenómeno casi teológico, está el Betis, condenado a esa «temporada en el infierno» que grandes como el Atletíco de Madrid, el Espanyol o incluso el Valencia han vivido no hace mucho.

 

Supongo que la Segunda (y no digamos la Segunda B) es un termómetro para medir la «fiebre en las gradas». Hace años me ocurría que después de ver un Lakers contra los Pistons en aquellas inolvidables finales de la NBA no podía ni siquiera entender que hacía mirando un Joventut contra Estudiantes. Las cosas han mejorado mucho en el baloncesto español, pero en el fútbol sigue habiendo una distancia abismal entre el pelotón de cabeza y el furgón de cola. Sin embargo, nadie puede entender la épica del fútbol sin haber padecido en algún momento esta obnubilación transitoria con la Segunda, una categoría en la que por cierto han militado con éxito equipos que muy pocos recuerdan como el Compostela, el Extremadura y no digamos ya el Burgos, el Granada. 

 

 

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