Convertir las mascarillas quirúrgicas en los nuevos banderines de todos los coches oficiales.
Comprometerse a comprar y leer la obra completa de Georges Simenon de tal manera que la aventura en la que se han embarcado Anagrama y Acantilado llegue por fin a buen término y no se queden a medio camino como todos los intentos anteriores de completar ese nuevo trabajo de Hércules contemporáneo. Copio del primer volumen, El fondo de la botella, ambientada en un lugar entre Tucson, Arizona, y la frontera mexicana, Tumacácori, que me recuerda la primera vez que crucé desde El Paso a Ciudad Juárez:
“Resulta bastante extraordinario: aun con la lluvia, que debería uniformizarlo todo, el contraste sigue impresionando. Sólo con cruzar una verja, y rodar un poco, a P. M. le da la sensación de entrar en un mundo extraño, equívoco, prohibido.
En el lado que acaba de dejar, todo era apacible, tranquilizador: la calle ancha, con sus escaparates familiares para él, sus aceras limpias, sus dos únicos bares abiertos… Y de pronto se ve sumergido en un hervidero misterioso. Pasada la medianoche, bajo el diluvio, unas siluetas merodean por allí, se ve gente en los umbrales, algunos vendedores tratan de captar clientes a la puerta de tiendas donde se exhiben licores y curiosidades. Unos regueros amarillentos arrastran ya sus aguas por las calles reventadas, y en todos los rincones en sombra se adivina calor humano, gestos y susurros”.
Leer un poema de Wislawa Szymborska todos los lunes que sean impares (“el chacal autocrítico está todavía por nacer”, o “Cualquiera que conozca el paradero de la compasión
que lo cante a voz en grito”).
Leer un poema de Anne Carson todos los lunes que sean pares (“Me hace temblar.
El qué.
Pensar en el pasado. Recuerdo exactamente cómo creía que sería la vida”).
Por cierto, es Anne Carson la que en su libro-caja Nox dice que la palabra historia proviene de un antiguo verbo griego que significa preguntar.
Negarse a admitir que castigar la compasión es un apéndice de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Y entender que por ese camino Europa busca no sólo su absoluta ruina moral.
Haber leído en la cena de Nochebuena la Declaración de los Derechos humanos en la lengua materna y en la lengua de los gitanos (Editorial Presencia Gitana). Y de no haberlo hecho leerla en la de Reyes.
Leer en la comida del primer día del año nuevo un poema de Rosalía de Castro en gallego y otro en castellano
(“Dende aquí vexo un camiño
que non sei adónde vai;
polo mismo que n’o sei,
quixera o poder andar”,
o
“Bien sabe Dios que siempre me arrancan tristes lágrimas
aquellos que nos dejan,
pero aún más me lastiman y me llenan de luto
los que a volver se niegan.
¡Partid, y Dios os guíe…, pobres desheredados,
para quienes no hay sitio en la hostigada tierra;
partid llenos de aliento en pos de otro horizonte,
pero… volved más tarde al viejo hogar que os llama.
Jamás del extranjero el pobre cuerpo inerte,
como en la propia tierra en la ajena descansa”).
Sacarse el cerebro de su caja de madera pulida por un carpintero aficionado llamado Joseph Cornell y lavarlo con agua de rosas.
Pensar que sin memoria no somos nada.
Pensar en las segundas intenciones.
Negarse a admitir que mentirse a sabiendas es un avance en la educación de la especie y un rasgo necesario de la acción política.
Comprar todas las semanas un periódico de papel y pasar despacio todas y cada una de las páginas. Recortar una foto que nos recuerde algo valioso de nuestra infancia. Pegar la foto en un folio y mandarla con una frase a alguien que nos importó mucho y que, sin embargo, sin saber muy bien por qué, hemos dejado que se perdiera en el final de un túnel como si fuera inevitable. Y que no sea siempre el mismo periódico. Leer periódicos que sabemos que nos van a incomodar.
Leer el Cuarteto estacional de Ali Smith.
Prestar atención.
Guardar silencio.
Esperar diez segundos antes de reenviar desde nuestro teléfono móvil algo que nos ha convencido de que estamos cargados de razón. Y al final no enviarlo.
Contemplar durante un minuto un árbol cada vez que nos acordemos de que no nos permitimos el lujo de estar un minuto contemplando un árbol. Darle las gracias a Juan Arnau, y a su Historia de la imaginación.
No avanzar en el año nuevo sin volver a ver La palabra, de Carl Theodor Dreyer. O ver por primera vez La palabra, de Carl Theodor Dreyer. Y también, cuando el año comience, volver a ver, o ver por primera vez, Andréi Rubliov, de Andréi Tarkovski.
Abrazar durante un minuto y con los ojos cerrados a quien más queremos.
Leer.
Vivir.
Leer.
Darle las gracias a la revista The Economist por dedicarle la página 77 de su número del pasado 4 de diciembre a un estudio de Gerhard Toews, de la New Economic School en Moscú, y a Pierre-Louis Vézina, del King’s Colege de Londres, en el que lanzan la teoría de un insospechado efecto colateral de los 2,64 millones de arrestados y encarcelados entre 1921 y 1959 por actividades contra-revolucionarias. Los más educados de entre los llamados EDP (enemigos del pueblo) es que propiciaron que, a la larga, en esas regiones aumentara el nivel de renta, los salarios, las condiciones de vida. El estudio empieza analizando el porcentaje de enemigos del pueblo en 79 prisiones en 1952. Salvo en nueve centros de detención especiales, los prisioneros políticos eran mezclados con presos comunes, con criminales. El estudio prueba que cuanto más grande era el centro de detención, en un radio de 30 kilómetros, hoy el nivel de riqueza y de educación es netamente superior a otras áreas del inmenso país. Uno de los índices para medir el grado de desarrollo es la intensidad de luz emitida cada noche por persona. Uno de las pautas que explican este mayor desarrollo tiene que ver con que a la mayoría de los enemigos del pueblo no se les permitía volver a su ciudad de origen una vez que habían cumplido su condena, por lo que se instalaban, muchas veces con sus familiares, que se habían mudado para prestarles apoyo desde fuera de las alambradas, en la ciudad más próxima al centro penitenciario. La nota, como siempre en el Economist, sin firma, termina así: “Joseph Stalin hizo todo lo que pudo para depurar a todo el que era percibido como una amenaza. Debería ser una suerte de consuelo para los enemigos del pueblo descubrir que su capital humano ha sobrevivido seis décadas al gulag”.
Tomar verdadera conciencia de que el derecho humano a emigrar es inalienable.
Hacer hincapié, por egoísmo, inteligencia, interés, y humanidad, que no se puede impedir a nadie que busque una vida mejor más allá de su país natal, sea por razones políticas, económicas, o porque sí. Y que los muros que pretenden dejar fuera a los que se nos parecen tanto que nos incomodan más que defendernos de los otros nos encierra con nuestros peores fantasmas. Y que todos los índices demográficos nos muestran que vamos a necesitar decenas de miles de personas cada año, en España y en Europa, si queremos mantener el nivel de vida que ahora disfrutamos, y nuestras pensiones.
El geógrafo italiano Massimo Livi Bacci dice que “después de la Segunda Guerra Mundial había cinco países separados por muros. Hoy son setenta, a pesar de la globalización. En lugar de mirar las causas, miramos al destino final. No puedes vivir siempre cerrado en casa”.
Leer.
Vivir.
Leer.
El papel de la prensa no es consolar, sino iluminar. Por eso hay tanto afán en acallar a los periodistas que buscan denodadamente la verdad.
Gracias a los colaboradores, lectores, y anunciantes, de fronterad por seguir acompañándonos en nuestra pasión por contar y entender el mundo, por huir del sectarismo, la simplificación, el nacionalismo, los prejuicios, la estupidez, por negar el pan y la sal a los que no piensan como nosotros.
Leer de pe a pa este artículo que Gonzalo Fanjul (director de Análisis del Instituto de Salud Global de Barcelona, ISGlobal) publicó en El País y que Gonzalo Sánchez-Terán y yo quisimos que se repartiera en el Teatro de la Abadía cuando presentamos junto al acordeonista serbio Nikola Tanaskovic nuestros poemarios de la pandemia, pero que al final se quedó casi intacto en una mesita a las puertas:
Entre la inmoralidad y la estupidez
«Cuando se escriba la historia de esta pandemia, será difícil decidir si pesó más la inmoralidad de los países ricos o su estupidez. Diecisiete meses después de que la OMS declarase una emergencia global por el virus SARS-Cov2, estimaciones fiables (The Economist) sugieren una cifra real de muertos que triplica los 5,2 millones declarados en las estadísticas oficiales. Muchos de estos muertos, posiblemente la mayoría, han sido enterrados en los países pobres. El coronavirus ha arrasado con sociedades, economías y sistemas de protección, devolviendo los niveles de pobreza a la situación de hace dos décadas y generando una crisis de endeudamiento que dejará la de los 80 en un resfriado financiero.
“Si las vidas de quienes sufren la pobreza no valen nada, ¿cuánto valen las nuestras? Desde el punto de vista epidemiológico, la estrategia de las economías más desarrolladas ha sido todo un disparo en el pie. Cada una de las advertencias de la comunidad científica acerca de las mutaciones de este tipo de virus y de la imposibilidad de hacerle frente en silos han chocado con el pavor electoral de nuestros gobernantes y el desinterés de nuestras sociedades. Como niños opulentos y caprichosos, el mundo rico acapara diagnósticos, tratamientos y vacunas mientras sus ciudadanos bailan en las discotecas y se manifiestan en las calles reclamando la libertad de vivir contagiados.
“La fotografía de la inmunización global es obscena. En el momento de escribir estas líneas, la tasa de población que ha recibido al menos una dosis de alguna vacuna contra la Covid19 es en Estados Unidos del 69%, en la UE del 70% y en África del 11% (Our World in Data). El mecanismo COVAX –para la inmunización de los países de renta baja– solo ha logrado financiar hasta ahora 433 de los 2.000 millones de dosis que debían cubrir la vacunación completa del 20% de la población mundial. Únicamente el 4% de los más de 7.000 millones de dosis producidas hasta este momento han llegado a los brazos de la población más pobre.
“Ni siquiera en medio de la mayor expansión fiscal que se recuerda desde la Segunda Guerra Mundial los países desarrollados han sido capaces de encontrar las migajas que permitirían financiar el esfuerzo global de vacunación. Peor aún, sus gobiernos han obstaculizado de manera activa las excepciones de la propiedad intelectual y la transferencia de conocimiento que hubiesen permitido escalar la producción de dosis en países de renta media como India, Brasil o Sudáfrica.
“Ahora nos enfrentamos a una nueva variante que amenaza con echar por tierra parte del extraordinario esfuerzo realizado hasta este momento. ¿Y quién puede decir que está sorprendido? “Nuestro fracaso para poner vacunas en los brazos de la gente del mundo en desarrollo se está volviendo ahora contra nosotros”, afirmaba este viernes Gordon Brown en un amargo comentario para The Guardian. La variante B.1.1.529 parece ser más contagiosa que las anteriores, y todavía ignoramos si nuestra caja de herramientas farmacéutica es efectiva contra ella.
“Las certezas científicas tardarán aún algún tiempo, pero eso no ha impedido a Europa apretar el acelerador en medio de la curva. Se vuelve a cortar la relación con el Sur de África –que ha informado de manera rápida e impecable sobre la nueva variante– y a culpabilizar a la víctima por su situación. Tal vez alguien debería preguntarse por qué la media de inmunización (una sola dosis) en los siete países apestados está por debajo del 25%. Parecemos cínicos, pero creo que simplemente somos estúpidos”.
Gracias a los lectores y colaboradores de fronterad por encender la luz. Que el año nuevo no nos haga más malos, más torvos, más estúpidos. O, como me propuso en un mensaje el fotógrafo Eduardo Momeñe: “Nos encargaremos de que sea menos impúdico, penoso… y miserable”. Que el año nuevo, con su dígito cayendo como un pato blanco en el casillero de los viajes, las horas, los calendarios, las estaciones, 2022, con el pensamiento mágico que también encierra la ciencia de Pitágoras, que es la misma de Einstein, nos predisponga a escuchar más y a escuchar mejor, a leer más y a leer mejor, a pensar más y a pensar mejor, a guardar más silencio, a no contribuir al ruido ni al miedo.
Y mientras repasaba con un cepillo de carpintero este texto llega desde el otro lado del mar la noticia de que Joan Didion, con quien tanto aprendí a leer mejor el mundo (que “exploró la cultura y el caos”, en la recién niquelada necrológica del New York Times), ha acabado de quebrarse, se ha desintegrado en la noche azul, en el mismo agujero negro donde Quintana Roo, su hija, y John Gregory Dunne, su marido, de quien se negaba a entregar su ropa tras su súbita muerte, por si volvía a necesitarla, en aquel año del pensamiento mágico. El tiempo funesto se cobra una voz más. Así seguimos palpando el dudoso pavimento del futuro bajo una luz desleída por la lluvia.
Un abrazo contra viento y marea,
Gracias a Santi Palacios por la fotografía de la serie Soledades Mayores, que recibió el premio Luis Valtueña de Fotografía Humanitaria que concede Médicos del Mundo. Y gracias a Gonzalo Fanjul y al diario El País por permitirnos reproducir el artículo Entre la inmoralidad y la estupidez.