Es preciso que cada imagen le quite algo a la realidad del mundo; es preciso que en cada imagen algo desaparezca, pero no se debe ceder a la tentación del aniquilamiento, de la entropía definitiva; es preciso que la desaparición continúe viva: este es el secreto del arte y de la seducción. Jean Baudrillard
Existen verdades que siempre han estado ahí de manera intermitente, apareciendo y desapareciendo en virtud de una profundidad que las hace incómodas para la norma diaria. Una de esas verdades atañe al lenguaje y nos permite recordar que la primera lengua no es la que llamamos materna o natal. Antes, durante, entre palabra y palabra, el ser humano —también el in–fans que no habla— vive en una región de ecos primordiales, silencios, rumores, sombras, sonidos quebrados. El magma que puebla cada segundo, aunque difícilmente expresable, constituye un fondo que nos hace hablar o, al menos, tartamudear en momentos clave. Es un mito de esta época y de su pasión estructural, que ha privilegiado el medio en detrimento del mensaje —el contexto contra la naturaleza profunda de cada ser—, esa idea de que “todo es lenguaje” y no existe ninguna experiencia que no esté articulada en una trama diferencial, sistémica.
I
Si todo es lenguaje es porque éste incluye el mutismo, un idioma desconocido que no está articulado en ningún código que podamos descifrar. Su “código” se confunde con el exterior sin narración, con la profundidad traumática de lo real. Sin metalenguaje previo, el sentido irrumpe de manera imprevista, con el álgebra de una “puntuación sin texto” que sin cesar nos asedia y nos desequilibra. En virtud de esta inestabilidad primordial hablamos: ¿qué habríamos de decir si nuestro suelo fuera seguro? El lenguaje bebe en un fondo que no tiene lengua conocida. De la misma manera que, casi por pura lógica, la historia vira en momentos cruciales gracias a no poder evitar el halo de lo ahistórico. Es debido a esta proximidad entre el lenguaje y la masa bruta de la materia que las palabras pueden herir, transformar o congelar nuestra realidad. Las palabras son cosas, armas, herramientas, no menos contingentes que las cosas mismas.
Al sentido real le brotan palabras, lejos de que a las palabras les dotemos de significación. Precisamente por esto es posible la traducción. Ya la primera palabra, el primer signo o imagen, la versión original del poeta, es traducción de una experiencia que siempre ha hablado en otra lengua, un rumor que socava por dentro al inglés, al español, al ruso. Antes del saber está la verdad. Antes de la historia, la existencia, una comunidad de sentido que brota de lo insignificante, de un sobresalto remoto que es común a la condición humana y su Babel de lenguajes.
Ello explica que, incluso en el niño, la palabra pueda ser sorprendente, cambiar la materialidad de las vivencias, rehacer la experiencia más común. La fascinación que aún ejerce el arte, a pesar de sus sucesivas “muertes”, sólo se puede explicar por el hecho de que la primera relación con lo real ya es metafórica, pues incluye todas las alteraciones y ecos imaginables. De otro modo no se podría explicar que en un mundo supuestamente saturado de información y conocimiento surjan de vez en cuando signos, imágenes, concatenaciones de palabras que nos detienen, que nos vuelven a una bendita ignorancia y nos permiten reiniciar la vida, una segunda oportunidad. Hablamos, cantamos, pintamos —se podría decir— a pesar del orden policial de nuestra cultura. Como se ha dicho a veces desde Sócrates, la verdad vive de una crisis del saber.
De hecho, de Bob Wilson a Beethoven, de Animal Colletive a Guerín, todo creador ha sido mudo en sus momentos cruciales. Sordo, ensimismado, tartamudo. Hablamos la lengua natal, la asaltamos, en los raros momentos en que decimos algo, desde el subdesarrollo un instante que carece de signos que lo traduzcan. Es una insignificancia apremiante, un silencio denso —aunque sólo dure segundos— el que nos hace hablar.
Desde el lugar del haiku en la poética moderna, de Pound a Gary Snyder, hasta la importancia del arte primitivo en la pintura de Picasso o Morandi, todos los momentos míticos del arte contemporáneo tienden a reconocer ese momento crucial de lo amorfo. Y esto, por no mencionar la importancia del aforismo en Nietzsche o Deleuze, la sentencia lapidaria de Lacan que nos cristaliza. En los momentos culminantes, lo grande es un juguete de lo pequeño: la comunicación es arcilla en manos del desierto y sus signos.
A las grietas le brotan sentido, un mensaje sin precedentes. Con el humor deliciosamente pueril que le es propio, Cage habla de captar los sonidos del mundo antes de que se conviertan en signos abstractos, códigos que circulan. Esta es la tarea ética y política del arte: por fuera de nuestras murallas, escuchar el rumor real antes de ser estructura, cliché, logo reconocible. Con tal método, con tal intuición para el sentido anterior a las lenguas, Pasolini le hace decir a un actor “Buenas noches” con sesenta significados distintos. Todo arte maltrata la norma, introduce una metamorfosis en la comunicación, hace un “uso menor” del lenguaje. En virtud de la acumulación del tiempo que el artista, como un brujo, escucha en medio de la cronología pactada, la obra original rehace el sentido. Hace entrar en crisis la información, lo que creíamos saber, desde un bajo de fondo anterior a los códigos.
Sea en el cine o en la música, la operación poética de la forma actualiza la aventura de sentirse agonizante en plena normalidad; por lo mismo, la posibilidad de estar dispuesto a renacer jovialmente en otra orilla. Para una irrupción así lo que llamamos con orgullo “historia” es sólo el conjunto de condiciones, prácticamente negativas, necesarias para que ocurra algo nuevo. A diferencia de lo simplemente novedoso, en lo original pulsa siempre con un aura de lejanía, pues ha nacido y respira fuera de lo que llamamos cultura. De ahí el simpático comentario de Baudrillard: “Todo lo malo que le pase a la cultura me parece bien”.
II
En la raíz de la literatura, de la fotografía o el cine, el lenguaje poético logra una impresión imborrable —inconsumible, dice Pasolini— gracias a fundir la articulación con lo “inarticulado” del grito. Tal vez el correlato político de la obra de arte es la revolución. Benjamin recordaba que los pueblos asaltan la historia desde un tiempo que no tiene contabilidad ni cronología. Tal vez por esto, decía, los revolucionarios suelen disparar contra los relojes de las torres, como si quisieran reiniciar el tiempo con una imagen de lo extático. Después de ese momento inaugural que se repite, en un retroceso sistemático ante la verdad de su revelación instantánea, la metafísica occidental vuelve siempre a poner en marcha una teleología de la historia —primero cristiana, después laica— que apuesta por el “olvido del ser”, por el aplazamiento de la inmediatez ética. Separa así lo “universal” del aquí y ahora, del absoluto local de las vivencias. El pesimismo ante la parusía —lo que Berger llama “el carácter oracular de la apariencia”— relanza la maquinaria del optimismo histórico, también su hilera de víctimas.
De modo que, por un lado estaría el rastro de una intolerancia, una exclusión que constituye —al menos— uno de los pilares de la modernidad occidental. Hablamos de la imagen como instrumento de nuestra voluntad de dominio, una voluntad que no ha cesado aunque a veces hayan parecido pasar de moda las formas más abiertamente sangrientas de poder. En este punto la separación moderna no ha muerto, pues todavía sostiene el álgebra veloz de este mundo que se pretende tardío, queriendo tal vez borrar las huellas de su paso.
De alguna manera la imagen ha tomado el relevo del texto en la metafísica de la separación que define a Occidente. Ha condensado y consumado nuestro nihilismo, esta sistemática aversión hacia todo lo que sea vida elemental, comunidad tocada por la ambigüedad y la muerte. La forma última de nuestro “materialismo”, furiosamente antimaterial, es el crecimiento de las cifras, esta expansión numérica de las pantallas en detrimento de una relación sensitiva con la inmediatez. Y la imagen técnica, antes ya de la tecnología digital, es hija de las cifras, del cálculo.
Es el instrumento poderoso de una normalización que incluye espectaculares efectos especiales, una alternancia entre el tedio y el escándalo, la seguridad y el horror, que se ha vuelto cotidiana. Vivimos en una sociedad cuya mayor vocación es la anestesia, empezando por la de los sentidos, y solamente en este marco puede entenderse la afición de nuestra cultura al perfil de lo escabroso, tanto en la víctima como en el verdugo. Para que el espíritu del encierro global en el individualismo funcione, el estado de excepción ha de convertirse en regla. Y aquí ocupa un lugar neurálgico el impacto informativo, buscando exorcizar continuamente el mal de la exterioridad, prevenir nuestro latente malestar con la dicotomía entre un adentro climatizado y un afuera arrasado.
Una y otra vez, la imagen sensacional ha de tapar la humilde originalidad del acontecimiento cercano, tocado por la comunidad del enigma. Este “terrorismo” medial logra una expropiación del presente sin precedentes, una combinación casi perfecta de infinito y clausura. Aislada de los signos de su existencia mortal, la humanidad desarrollada ha de permanecer atenta a la información. En este punto podemos decir que el uno de la indiferencia, por no decir del odio, es el recipiente de la multiplicidad ruidosa del mercado. Aislamiento y socialización son las dos caras del imperativo mundial de transparencia.
III
Subsisten, no obstante, dos tipos de imágenes. De un lado, los iconos publicitarios que nos rodean, mayoritarios, remitiéndose unos a otros, envolviéndonos con una pared protectora. Estas imágenes, que inundan a veces al arte, aparecen «colgadas» en la cronología social y nos empujan a seguir con la velocidad de la comunicación, a interactuar, deslizarnos, consumir. El referente de todas ellas es la seguridad del desplazamiento continuo, que se ha convertido en nuestra idea fija. Individualismo y comunicación trenzan con ellas una dialéctica sin fin. De otro lado, creando una comunidad momentánea, existen algunas imágenes que nos paran, coagulando la fluidez en una dulce relación con la muerte, una “mala salud de hierro” -decía Trías- que interrumpe el régimen de la circulación.
Tales imágenes detienen el reemplazo incesante de lo social, que es el del aislamiento conectado, para sumergirnos en un tiempo distinto, sin cuenta posible. En este caso la imagen no aparece inserta en la cronología pactada socialmente, sino que tiembla con el tiempo dentro, acumulado en el misterio de una escena. Abren otro tiempo dentro del tiempo, el aura de una lejanía que palpita aquí, en una eternidad que coexiste con la más breve duración. Zona ártica, le llamaba Deleuze a esta vacuola de no comunicación desde la que todavía se puede vivir algo distinto, pensar de otro modo.
Estos momentos de la percepción o del arte no reproducen espectacularmente lo visible, a lo que ya estamos habituados, sino más bien hacen visible lo invisible. Es como si destruyeran la nitidez con la nitidez. Descubren el Tiempo mismo en estado puro, su espectral ambigüedad, más acá de la simplicidad binaria de la cultura informativa, de las noticias establecidas según la lógica del bien y del mal. Cuando el cineasta ruso Aleksandr Sokurov —autor de declaraciones “tristemente antimodernas”, según la queja de Rancière— dice entender sus imágenes como “una preparación para la muerte” está tomando la senda de esta teología inmanente, una inmediatez ética con la cual nuestra tecnología cultural algún día tendrá que medirse.
Liberando a la sensación de la opinión, tal inmediatez despierta algo que estaba remotamente latente en nosotros. Como si impactaran directamente en el sistema nervioso, estas formas poéticas o audiovisuales nos ahorran el tedio de una historia que escuchar, la seguridad de una información que clasificar. Interrumpen la realidad subtitulada que nos protege y nos enferma para introducirnos en una visita “no guiada” por lo real, curándonos con el mal de su desnudez. Estableciendo un diálogo con lo mortal, una relación infinita con la finitud, tales creaciones nos curan con la misma intemperie de la cual la sociedad quiere “librarnos”… para convertirnos en público cautivo, sujeto al índice de audiencia.
Sin que nadie sea capaz de establecer en cada momento dónde está la línea divisoria, hoy se libra en nuestro imaginario, de la música a la fotografía, la batalla entre un studium mayoritario, informativo y publicitario, y un punctum minoritario, más oscuro y difícil, pero de cuyo valor depende la relación de Occidente con la existencia mortal. Por añadidura, acaso también con la tierra y las culturas antropológicas externas.
¿Una definición en la indefinido, una forma de lo no elegido? Sí, hablamos de un trabajo con sombras de alta definición. Esto es lo que logran algunas piezas de nuestros márgenes. Y también nuestra más espontánea percepción, allí donde conseguimos zafarnos de la mediación infinita que se ha convertido en mensaje. Es preciso reconciliarse con una lentitud fulminante que nos permita prescindir de la protección que brinda la velocidad. No es difícil lograrlo si conseguimos aceptar que el primer sentido está en el secreto, en un desierto que es la suma total de nuestras posibilidades. De hecho, nunca ha sido tan fácil como ahora situarse en una relación ética y estética en relación al estruendo del mundo. Basta con dar un paso al lado, quedarse inmóvil unos segundos, convertirse en invisible y observar. Basta con dejar de participar, interrumpir el flujo de la información y atreverse a entrar en ese silencio —al principio un poco terrorífico— de los márgenes, atendiendo a la escena que se forma cuando la comunicación se corta.
IV
Aldeas de Carintia, Sennaya Plóshchad en San Petersburgo, algunas veredas de Amsterdam. Y siempre los patios entrevistos al cruzar, huidizos en rojo y verde, susurrando lo que no sabes de la vida. La verdad del mundo es lo incontable que no figura en los mapas, las grietas de espacio y tiempo que robas al pasar. Eso es lo que filma Sergei Loznitsa en La estación: el misterio de la humanidad cuando duerme, deformada por el sueño. Casi mineralizada, reconciliada con su torpor animal. Filmar lo real y sus espectros cuando no “ocurre” nada y ninguna cámara está allí, interrumpiendo la conspiración secreta de los cuerpos.
Vivimos como soñamos, solos. De alguna manera, el arte intenta convertir este emblema de Conrad en el origen de otra comunidad. Una vivencia durable, puesto que atraviesa la muerte, ese silencioso abismo de lo real, con una sonrisa pueril. Nada hay más perturbador que la inocencia. Así ocurre en nuestras más raras criaturas, algunos temas de Nico o de Eyeless in Gaza, esa pieza de Pablo Arcent llamada Cuerdas. Llegan otra vez al hombre a través de un rodeo, por medio del compromiso moral con lo no humano. Conseguir la aparición del espíritu de lo real pulverizando la estúpida omnipresencia del sujeto, ese aura narcisista que nos tapa el sentido de la tierra.
Lo peor de nuestro desarrollo, pero quizá también lo más reformable, es su soberbia inaudita, ese orgullo que nos lleva a ser radicalmente intolerantes con las formas de vida exteriores. Día tras día, localizamos un peligro letal en cualquier humanidad que mantenga un halo de cultura comunitaria, milenaria, espiritual. Para evitar ese choque, inmoral y de incierto resultado político, debemos superar el maniqueísmo implícito a la modernidad occidental —que sólo siente seguridad si hay aislamiento— y recuperar un bienestar en el mal de lo real, en sus escenarios desérticos, sin amparo.
A contrapelo de nuestra globalidad fragmentadora, reivindicamos la “humanidad” de la presencia real, la universalidad de su contingencia. Defendemos la necesidad de recuperar una definición que sólo se hace perdurable si trabaja las grietas, la ruina, la finitud. ¿Alta indefinición? Sí. Nosotros vivimos siempre a partir de modelos, clichés, maquetas abstractas. Lo que urge ahora es empujar la abstracción del concepto, que sostiene nuestras imágenes, hasta el límite de volver a abrazar otra vez el enigma de lo singular, encontrando ahí una definición. Esto supondría, por añadidura, reconocer en lo impolítico de la existencia la primera categoría política.
Lo sensible siempre recuerda a algo. Se trata de volver a apostar, en el arte y en el pensamiento, por la reaparición misteriosa de un objeto que ponga en crisis este útero sociocultural que nos apresa. Es preciso rasgarlo para volver a creer en lo visible, tomar en serio a la personalidad de las cosas, ese algo invisible que anima lo real. Contra la posibilidad de esta experiencia, espiritualmente subversiva, trabaja el circuito cerrado de la información. Bajo él es preciso, parodiando a uno de los clásicos del siglo XX, un nuevo protestantismo de la existencia que corroa el triunfo católico de los medios.
De hecho, la vanguardia del arte contemporáneo, en la cual debemos incluir a muchos autores sin fama, nos invita crecientemente a percibir un envite de alta definición en la indefinición de lo inmediato. Una definición por indeterminación, diría Agamben. Sin sombra, sin noche, sin retraso, no hay percepción, no se configura la materia prima del pensamiento. El hombre desarrollado, por esta razón, es un marginal en el mundo de los sentidos, sufre una atrofia de la cual viene más tarde un sinfín de peligros. Recuperar la espiritualidad de la percepción, el sexto sentido anterior a los sentidos, pasa por volver a cierta desnudez, a un subdesarrollo creador que nos permita ser tecnológicamente incorrectos: esto es, usar la tecnología para abandonarla en el momento clave. Es urgente regresar a lo inimaginable del presente, ser capaces de vivir sin la cadena de imágenes y su cobertura. Sostener simplemente una mirada que escuche lo que está ahí, mudo y sin conexiones, sin otro icono que el claroscuro de su existencia.
Escuchar al pie de la letra esta lección, estética y ética, supondría tomar en serio la crisis de la ilusión política occidental, esa voluntad de dominación que concentra nuestra metafísica separadora. En suma, dejar de ser hijos de la Ilustración para volver a ser hijos de la tierra. ¿Habremos sentido tanto el dolor y el enigma de este mundo, de una humanidad que permanece soberana en sus manos vacías, como para estar dispuestos a este cambio?