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Althusser y el otro lado de la teoría

Hélène, la compañera, la mujer de Althusser yacía sin vida aquella fría mañana de noviembre de 1980 sobre su apenas intocada cama, sin rastros de violencia en su cuerpo, como desmayada y al fin serena. Él con atisbo de conciencia de que algo terrible había sucedido, corre aterrorizado a buscar al doctor que estaba a pocos pasos de su apartamento en la misma École. La había estrangulado en uno de esos cortes del tiempo en que la locura establece su causalidad fatal, indescifrable, para sustraerla al curso cotidiano del familiar y comprensible acontecer. 

 

Después, ya sabemos, el comienzo de un largo internamiento psiquiátrico que se verá rodeado de un enorme ruido mediático, que, en unos casos, como era de esperar, venía a apuntalar el nada inocente prejuicio que asocia íntimamente filosofía y locura, una vieja manera de neutralizar las reflexiones radicales de aquella; en otros, más insidiosos, se pretendía desempolvar ya gastados motivos propagandísticos de la guerra fría, como el que encontraba el hilo conductor del crimen en la ideología comunista de su autor, pues tal criminógeno ideal, como el stalinismo ponía de relieve, tenía un extraño modo dialéctico de resolver las contradicciones en el seno del movimiento. La raíz más honda del mismo se remontaba a la teoría misma: el marxismo. Hoy quizá nos sorprenda, pero tales nexos se mostraron en los medios más variados de forma abierta o velada. Y las superposiciones nocionales (sin razón-comunismo, locura-marxismo-filosofía) quedaban flotando en la confusa atmósfera de las informaciones. 

 

Tal “periodismo” era evidentemente un modo particular de ajuste de cuentas, y de poner un vengativo final a lo que ya de por sí carecía de aliento. La muerte trágica de Hélène tenía que convertirse en símbolo del fin de una época. La locura y criminalidad de su autor servirían de desvelamiento último para todos aquellos que alguna vez habían creído en una emancipación social guiada por una renovada teoría marxiana, una nueva práctica teórica que debía traducirse en una nueva praxis. Althusser, en particular desde la segunda mitad de los sesenta, en virtud de su Pour Marx y Lire Le Capital, se había convertido en el principal adalid de aquel nuevo élan teórico que situaba en la práctica filosófica el punto capital (“primado de la filosofía”), y, sin embargo, abandonado, de la revitalización esperada. Y aún cuando sus mejores receptores se alineaban en grupos radicales de izquierda, maos y otros, y a pesar de sus críticas a su propio partido, nunca quiso abandonar el Partido Comunista Francés (PCF). Todo ello lo había de pagar, en todas esas facetas radicaba su mal: como filósofo, marxista y comunista. Corrían tiempos que hacían fácil tan mezquina empresa.

 

Ciertamente, todo lo que había representado Althusser había entrado en declive hacía ya algunos años. La segunda mitad de los setenta vieron desaparecer una tras otra la plétora de pequeñas organizaciones de izquierda radical que habían surgido como contestación a la línea representada por los partidos comunistas. El curso seguido en el Vietnam posterior a la liberación, su entrada en guerra con China, el conocimiento del terror de Pol Pot y los jemeres rojos en Camboya, la realidad de la revolución cultural china con sus dirigentes ahora caídos en desgracia y un neoliberalismo que empezaba a resarcirse en medio de la llamada “crisis fiscal del Estado” servían de marco a lo que pronto se teorizó como “crisis del marxismo” y “crisis del sujeto revolucionario”. Un nuevo movimiento intelectual irrumpía con estruendo en Francia que acogía entusiásticamente la traducción (1974) del Archipiélago Gulag de Soltzhenitsyn: los llamados nouveaux philosophes, maoístas en el 68 la mayoría, Bernard-Henri Lévy, André Glucksman, Benoist, Bruckner, Jambet, Lardrau, etcétera. Ellos ubicaban el origen del Gulag en el propio Marx, ya no en alguna de las múltiples desviaciones posteriores, que siempre dejaban al maître penseur inmaculado. “No hay socialismo sin campo”, decía el tan prolífico como superficial B. H. Levy. Su La barbarie à visage humaine, que recibiría el Prix d´Honneur de l´essai de 1977, calificaría sin complejos el marxismo como “pensamiento reaccionario” —y, en una obra posterior, Le testament de Dieu (1978), la Biblia como “libro de resistencia”.  El caso es que, con o sin pirotecnia intelectual, lo cierto es que, con el fin de la expectativas revolucionarias, toda una cultura de izquierda fuertemente impregnada por el marxismo se derrumbaba, acompañada por un cierto retorno a lo individual, el repliegue de la política en la ética, la recuperación de la subjetividad. Hacia fines de los setenta, sin solución de continuidad, se empezaría a hablar ya de postmodernidad, Jean-François Lyotard (1979), anunciaba el fin de todo metarrelato legitimatorio, de toda concepción omnicomprensiva que sobre la historia pretendiera dar fundamento, entre otros, al proyecto de emancipación social, como lo había sido la Ilustración o el marxismo. 

 

La muerte de Hélène cobraba, pues, un especial significado en ese finiquitador contexto. De hecho, los en otro tiempo ávidos lectores althusserianos, que en la afrancesada cultura hispana eran legión, encajaron la sorprendente noticia como retorno, como referida a un sujeto ya del pasado. El encierro psiquiátrico de Althusser lo haría desaparecer en un ensimismamiento infernal que le era ya conocido; y si su muerte biológica no sucedería sino diez años después, en 1990, esta exclusión del mundo haría que se calificara aquella como “segunda muerte” (Boutang), pero, en realidad, Louis Althusser había desaparecido antes.

 

El suceso sirvió también para desvelar que tras aquellos textos abstractos, de elaborada objetividad conceptual donde toda referencia a un yo parecía elidida, había no solo un sujeto sino una subjetividad, una atormentada psique; que aquella no era, ni mucho menos, la primera vez que era internado por desequilibrios psíquicos, su contacto con la locura le venía de muy atrás; ya en el campo de prisioneros, en el que pasó detenido los años de guerra, a los 24 años había sufrido su primera hospitalización a causa de lo que solo años después se diagnosticaría primero como “demencia precoz” (Pierre Mâle) y luego como “psicosis maníaco depresiva” (Julien Ajuriaguerra). La tortura de los electrochoques, el enajenamiento de la medicación, el efecto de la anulación de la voluntad, la angustia en la incomunicación le resultarían de por siempre familiares. Cómo no evocar aquel pasaje de su autobiografía, que se diría extraído de un filme de terror, no sin vertiente política, en que cuenta su primera experiencia con la aún novedosa técnica: “Sufrí alrededor de veinticuatro electrochoques, uno cada dos días, en la inmensa sala común. Se le veía llegar, con su enorme caja eléctrica en la mano: un hombre robusto, y con un bigote por el que era apodado por los pacientes “Stalin”, debido a su increíble semejanza de rasgos , su paso y su mutismo burlón. Se instalaba tranquilamente en cada cama (éramos una treintena los que teníamos que ser tratados mediante electrochoques), y ante todos los demás que esperaban su suerte, se apoyaba sobre la maneta, y el paciente entraba en un impresionante trance epiléptico. Lo dramático de la situación era que se veía a Stalin venir de lejos, sus víctimas entraban una tras otra en desordenados sobresaltos, y pasaba al siguiente sin esperar el fin de la crisis del último. Se corría el riesgo de una ruptura de huesos (sobre todo de las piernas). Tenía que apretar entre los dientes una servilleta infecta para evitar cortarme la lengua. Durante años he conservado en la boca el gusto vil y aterrador, pues era el anuncio de la “pequeña muerte”, de esa servilleta sin forma ni nombre”. Apenas nadie de su entorno, de sus amigos, sabía de esas crisis, de tales infiernos. De la locura se conferencia en el registro de la teoría pero nadie habla de la propia. De los desequilibrios del joven Foucault no supo nadie, paciente en el mismo sanatorio de Sainte-Anne que también compartía su maestro; de las depresiones y paranoias de Nikos Poulantzas, que terminaron en su suicidio arrojándose al vacío desde lo alto de la torre Montparnasse tampoco tenía noticia su querido amigo y maestro Louis, a quien no había dejado de visitar venciendo el terror incontrolable que despertaban en él los establecimientos psiquiátricos. El infierno nunca es colectivo, es mundo de uno solo. Solo anulado el sujeto empezamos a saber de su otra subjetividad. 

 

La publicación de los póstumos de Althusser, a cargo en buena parte de François Matheron, Olivier Corpet y Moulier Boutang, ha sido un medio privilegiado para acceder a ese otro lado. No todos, claro es, biográficos; de hecho la parte de escritos teóricos supera ya la publicada en vida (Écrits sur la psychanalyse (1993); Sur la philosophie (1994); Écrits philosophiques et politiques , t. I, II (1994, 95); Sur la reproduction (1995); Solitude de Machiavel et autres texts (1998)). Entre los relativos a su vida, están la impresionante y conmovedora autobiografía L´avenir dure longtemps (1992), el diario de los años de soldado prisionero, Journal de captivité, Stalag XA, 1940-1945 (1992), y parte de la correspondencia: la tenida con su amante italiana, Lettres à Franca, y ahora, Lettres à Hélène. 

 

A través de esos textos biográficos asistimos a toda una rebelión del yo contra su elisión en la escritura, a cómo la vida se vengaba de su desaparición en los textos teóricos, la alienación de su condenación como categoría en la nueva teoría marxiana que abría la coupure épistémologique. Es cierto que el estructuralismo se entendió muy mal, en parte debido a su polémica con la filosofía de la conciencia y sus representantes, contra el humanismo fenomenológico (Merleau-Ponty), personalista (Mounier), existencialista (Sartre), o marxista (Garaudy), su ajuste de cuentas con la filosofía francesa que había marcado a las generaciones anteriores. ¡Cuánto se desatinó acerca de la supuesta liquidación de la historia bajo el peso de las estructuras, o del hombre mismo, confundiendo la persona con la categoría! ¿No se llegó incluso a hablar de filosofía para un tiempo de tecnócratas? Y, sin embargo, ¿cómo no ver bajo la límpida  filosofía del concepto, de las epistemes, de las leyes del significante los apasionados engagement de sus autores, sus apuestas subjetivas y políticas: la dignidad del Otro (Levi-Strauss), una otra subjetividad sin ataduras a un yo identitario (Foucault), una salida al stalinismo y sus sucedáneos (Althusser)?

 

Lo que sí parecía excluido era una explicación psicoanalítica de sus opciones teóricas. No era esa al menos la lectura de textos que se proponía, no era esto precisamente lo que había que entender por el concepto althusseriano de lecture symptomale. No obstante, esas eran las claves que Althusser nos proponía en L´avenir dure longtemps: en su capital concepto de conjoncture debiéramos detectar una sensibilidad extrema a las situaciones conflictivas generada desde la infancia; su concepto de filosofía como domination y el propio lenguaje que la expresaba como langue de matrîse remitirían tópicamente a la figura del padre; o también el quehacer filosófico entendido como lutte de classe dans la théorie, que habría que leer como transacción entre el deseo personal de vinculación con el mundo (lucha) y el “deseo de la madre” del profesor de éxito y serieux, que reconducía aquella lucha al plano del pensamiento. En fin, el concepto recurrente de coupure como emanación de un deseo de sí que le afirmaba en una iniciativa absoluta, en una soledad radical; la relación con el propio cuerpo (Spinoza) sería lo que le habría inclinado al materialismo, y, en definitiva, al marxismo. En un paso declarará: “Lo que había aprendido en Spinoza y Maquiavelo, lo había vivido en concreto, y es por eso sin duda por lo que tomé un tal interés en ‘reencontrarme’ con ellos”. A menudo se preguntaba por cómo sus fantasmas inconscientes se habían traducido en una obra con tal avidez de objetividad. 

 

Hay que decir —es lo que inmediatamente salta a la vista en las cartas ahora publicadas—, que ese autoanálisis fue en él una constante. Sin embargo, la lectura de estas Lettres à Hélène no resulta fácil, las notas a pie, tan necesarias para ubicar las diversas referencias, son muy escasas; carecemos además de las cartas correspondientes de Hélène, una mujer, por otra parte, de reconocido talento para este género. La introducción ha corrido a cargo de Bernard-Henri Levy, alumno de Althusser en l´École, capaz de calificarlo como “uno de los más grandes filósofos del siglo XX”. Si se quiere seguir bien estas cartas sería muy recomendable que se acompañaran con su estremecedora autobiografía, o con la excelente biografía, aun no acabada, de Moulier Boutang.  

 

Es imprescindible saber algo de esta enigmática mujer para quienquiera sumergirse en este intercambio epistolar. Sobre todo porque su experiencia y especial personalidad, el lugar externo a los círculos elitista de normaliens, la hizo objeto de innumerables atribuciones falsas: ella sería la que le introduciría en el Partido, quien le mantendría en él, quien decidiría sobre algunos sesgos de sus escritos y decisiones sobre amistades, etcétera. Althusser, conocedor de todo ello, siempre obró como su gran protector, como père que le ayudaba a establecer relaciones con su entorno, lo que bien puede verse en estas cartas. En su autobiografía, Althusser la defiende de todas esas habladurías, y afirma rotundamente: “jamás Hélène hizo la menor presión sobre mí, ni en el dominio filosófico ni en el político”, y revelará que fue, en realidad, el ejemplo de aquel militante comunista, capaz de organizar el campo en el momento en que los alemanes lo abandonaban, que reunía las virtudes de la figura que siempre le fascinó, la del “hombre de acción”, Pierre Courrèges, la que le impulsaría a unirse al Partido, o la influencia de su íntimo amigo, miembro de la Resistencia, Georges Lesèvre, así como las enseñanzas de dos miembros de l´École, el fenomenólogo materialista vietnamita Tran Duc Thao, y el filósofo matemático, activo militante, amigo de siempre, Desantí, el “Tuki” de las cartas. 

 

Lo que sí es cierto es el firme asidero vital que ella representó siempre para él, un sujeto tan frágil. La fuerza gigantesca de esta mujer le ayudaría enormemente en tantos hundimientos y periodos de extremo desconcierto existencial. De todo ello podemos saber por las cartas. Así como su hondo amor, que ya habíamos podido constatar en aquellas palabras conmovedoras de la autobiografía: “he amado a Hélène con toda mi alma, con exaltado orgullo, con todo esa entrega total que le consagraba sin reserva”. Desde el primer momento en que la conoció no pudo apartarse de ella. Lesèvre se la presentó anticipándole: “Te voy a presentar a Hélène; un poco loca, pero merece la pena”. La fascinación por aquella mujer pequeña, morena, fue inmediata. En efecto, era todo un carácter. Había pertenecido a la Resistencia y jugado un papel relevante en Lyon, el territorio del carnicero Klaus Barbie, donde la pequeña judía había tenido responsabilidades militares. Ella encarnaba en buena medida ese vínculo transformador del mundo, el contacto con lo verdaderamente real, el vivir de acuerdo con los principios —como le dirá en una carta—, todo aquello que en sí notaba en falta. Esa mujer se había enfrentado a la realidad con un coraje sin igual. A la edad de 13 años había tenido que ayudar a morir a su padre y más tarde a su madre: ella fue quien a instancias del médico les puso la inyección última de morfina. Militó en el partido comunista, había estudiado Historia en la Sorbona, y, en los años treinta, colaborado con Jean Renoir en varios filmes, y conocido a buena parte de la intelectualidad francesa, los Aragon, Camus, Julien Benda, Paul Eluard, Giono, Groethuysen, Montherlant, Cocteau, Guitry y otros. Había colaborado en la organización de las brigadas internacionales en la guerra española, y años más tarde desempeñado un activo papel en el Mouvement de la Paix

 

Sin embargo, esa misma comprometida y arriesgada actividad —fue detenida una vez por la Gestapo— también formó parte de la sombra tenebrosa que le persiguió toda su vida. De forma poco clara, pero lo suficiente para causar una profunda herida corrió el dicho en los años de la clandestinidad, y se mantendría más nebuloso después, de que había mandado ejecutar a unos prisioneros en Lyon cuando el Partido quería interrogarlos. Una segunda acusación era la de tomar iniciativas al margen de la organización y de actuar además de con los partisanos con los militares gaullistas, y con el Servicio de Inteligencia, cosa por otro lado nada extraña, pero de importancia en el medio sectario de la época. El caso es que todo ello le dio un aire de izquierdista free rider, y al tiempo, según se mirara, de agente oscuro, de diversas lealtades, que ya no podría sacudirse nunca. Luchó denodadamente para que el Partido reconociera la verdad recurriendo a testigos de la época, y que se restableciese su lazo con la organización. Como se puede leer en estas cartas, Althusser dedicaría esfuerzos enormes para lograr que se le escuchara, se llamara a los que aun podían informar y así restaurar su honor, pero el hondo stalinismo del PCF lo impidió. Althusser llegaría a vivir desgarradoramente el momento en que era excluida de su participación en el Movimiento por la Paz. Y poco después, tendría la siniestra experiencia del debate del caso en la célula de l´École, de la que formaban parte gente de la calidad de Michel Crouzet, Maurice Pinguet, Michel Foucault, Le Roy Ladurie, Jean Claude Passeron o Jean Molino: se le llegó a exigir que cortara los lazos con aquella peligrosa mujer. Para el Partido no cabían divisiones entre lo público y lo privado, el militante es de una pieza. ¡Y el propio Althusser, humillado, llevó su disciplina a acatar la sanción!, lo que afortunadamente no cumpliría, pero que le costaría una caída inmediata en una nueva depresión. Los procesos de Moscú tenían también su versión en el París de los cincuenta.  ¿Cómo imaginar la abismal soledad y angustia de esa mujer heroica y el doloroso hundimiento del único que realmente sabía de ella? Ciertamente él había luchado contra las prácticas stalinianas, pero nunca las había vivido tan directamente, y tampoco, hay que decirlo, lo había hecho siempre, basta recordar el rechazo que suscitó una novela como El cero y el infinito, de Koestler, entre la intelectualidad de izquierdas francesa, o la indiferencia del mismo Althusser ante procesos como el de Laszlo Rakj en Hungría (1949).

 

Hélène Rytmann, o por otros nombres de sus distintos momentos de lucha, H. Legotien, o Sabine —Althusser los recordará en las cartas—  quiso contar la historia de la Resistance tal como la vivió. Trabajó intensamente en el libro; para ella el gran proyecto de su vida. Althusser lo sabía e hizo todo lo que estaba en su mano para que se cumpliera. Sin embargo no llegará a encontrar editor. Ni siquiera Camus, con el que había colaborado en la lucha, lo veía suficientemente convincente para proponerlo a Gallimard. Nada parecía sonreír a esta mujer. 

 

Las relaciones entre ellos pasaron momentos muy difíciles, de hecho esa roca que era ella pareció desmoronarse hacia el final, y la idea del suicidio se la transmitió a él varias veces. Él, en sus reflexiones posteriores al estrangulamiento de Hélène, en la sobredeterminación de significados del suceso, no dejaría de aludir también a aquel cumplimiento.

 

Muchos de estos aconteceres son los que podemos ver aparecer, a veces solo de forma relampagueante, en estas cartas. Abarcan, un largo periodo, desde el principio, desde el año del  primer encuentro en 1947, en la incierta época de posguerra, cuando él se proponía acabar sus estudios y decidía su definitiva dedicación, hasta la primavera del fatídico 1980, unos meses antes de la trágica muerte. Toda una vida, pues. En su conjunto constituyen un trabajo de autoanálisis y análisis del otro; nos muestran la penetrante conciencia de una relación nada corriente, en la que él le habla “d´homme à homme”. Cómo es de esperar, en ellas, emergen retazos de todos esos momentos que conforman una biografía: las  preocupaciones cristianas que tan profundamente sentía y elaboraba teóricamente; su ruptura con el cristianismo no sería hasta tiempo después de su vinculación, largo tiempo meditada, al Partido, en 1948; los comentarios sobre acontecimientos políticos; los contactos con aquellos primeros profesores que tanto le habían marcado, y de los que a menudo recababa consejo, Joseph Hours, Jean Guitton y Jean Lacroix; los amigos, claro, el sabio malogrado Jacques Martin, el determinante Desanti, el camarada L. Sève, el afable Lesèvre, los Gaudemar, R. Debray…; los discípulos y compañeros, los valiosos Lecourt, Poulantzas, Macheray ,Balibar, Rancière, y sus especialmente admirados Foucault y Derrida; la presencia del oracular Lacan; el Partido: G. Marchais, Waldeck-Rochet, L. Casanova; las actividades militantes en l´École (el círculo Politzer, la acción sindical); algunas de sus amantes: la cálida Simone, la serena e intelectual Franca, la impetuosa y apasionada Macciochi…;  las reiteradas visitas a los analistas (L. Stevenin, R. Diatkine); las cuestiones políticas (imperialismo americano, el curso de la China de Mao y del maoísmo francés, la lucha sindical, el comunismo italiano); las aficiones (música, cine, deporte), la pasión por la alta montaña y el mar, etcétera.

 

En las cartas tomamos nota de los comentarios alentadores y admirativos de los escritos de Hélène sobre cine o literatura. Asistimos a la ya mencionada búsqueda ansiosa por parte de Althusser de los miembros de la resistencia que aún podían testimoniar ante el Partido el verdadero papel jugado por Hélène; a la decepción de la experiencia China contada con amargura por su amigo Bettelheim; el extraño para él 68, vivido en los momentos importantes internado en el Hospital, en el que se queja de que los médicos no le atiendan como deben enfrascados en continuas reuniones políticas. Y, entre un acontecer y otro, los hundimientos y resurrecciones, las recurrentes cauchemars épouvantables

 

Se ha dicho que mientras que las Lettres à Franca son más relevantes para lo que se refiere más directamente a la obra, las dirigidas a Hélène lo serían más para lo que afectaba al sujeto, si unas por lo que toca al espíritu, estas otras por lo que alcanza al alma. Pero la división no es, claro, estricta, y no podía serlo, desde el momento en que, como aquí mismo se explicita, el trabajo intelectual era con frecuencia el escape: “historias del inconsciente que no me dejan en paz, y me hacen la vida muy difícil”. Tenemos también, pues, noticia de las lecturas (Balzac, Celine, Prévost, Goethe, Brecht), de su trabajo inicial, bajo la dirección de un Bachelard poco ducho en el tema, sobre Hegel, apoyado, cómo no, en su venerado Hypolitte y en el inevitable Kojève. Podemos darnos cuenta también de cual fue su proyecto más constante, que quedaría inacabado: el estudio de las filosofías políticas francesas del XVIII y el pensamiento del XIX en su relación con las ideologías; sus críticas a Gramsci; su trabajo reiterado con textos muy seleccionados de Marx, su estudio de Feuerbach a quien traduciría y editaría, etcétera.

 

Aunque uno solo tuviera noticia de la vida de este hombre, dotado de una enorme capacidad teórica para extraer tesis brillantes de la lectura de muy pocos textos, a través de estas cartas de inmediato se daría cuenta de la tristeza existencial que le acompañó siempre, de aquella verdad de sus criticados pensadores existencialistas, que el mismo constataría al escribir “ningún ser del mundo puede responder a la demanda de la angustia”. Eso mismo se reprochaba ante la que veía en ella, la que él llevaba consigo, de la que fatalmente ninguno de los dos, auténticos combatientes en la vida, pudo salir.

 

 

Louis Althusser, Lettres à Hélène, Grasset/IMEC, France, 2011

 

 

Jorge Álvarez Yágüez es doctor en Filosofía, colabora con revistas como Isegoría , R.I.F.P., Claves, Debats, Pasajes y otras, es autor de Michel Foucault, verdad, poder y subjetividad (1995), Individuo, libertad y comunidad (2000) y Política y República, Aristóteles y Maquiavelo (2011). Con Santiago Lago ha coeditado La convivencia plural: derechos y políticas de justicia (2009).

 

 


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