La artista mexicano-estadounidense de segunda generación Alva Mooses acaba de mudarse a Brooklyn desde el valle del Hudson, donde tuvo su estudio durante los dos últimos años. Este artículo está en gran parte basado en una visita realizada por el autor al norte del estado, donde conversó con Mooses acerca de su obra en su espacio de trabajo, una antigua fábrica muy amplia y bien cuidada. Estudió primero en la Cooper Union de Nueva York y después se licenció en Yale. Mooses crea obras cuyos materiales reflejan un sentido del lugar, así como libros de imágenes que conectan de forma indirecta con una abstracción de inclinaciones geográficas.
Como artista latina, se siente inevitablemente atraída por las cuestiones de las fronteras, la encarnación de los lugares y la idea, para el inmigrante mexicano –con papeles o sin ellos–, de que establecer un hogar frente a un entorno a menudo hostil significa formar un santuario. De manera bastante literal, su obra convierte en acontecimiento los materiales empleados en ella, como roca volcánica, un ladrillo de adobe de Coahuila (México) y otros derivados de la piedra y la tierra. El uso de dichos materiales confiere a la obra de la artista una arraigada conexión con la tierra en general y, más concretamente, con las difíciles circunstancias del movimiento migratorio hacia Estados Unidos, en especial desde México, país de origen de su familia materna.
Al igual que muchos artistas que trabajan hoy en Estados Unidos, Mooses ejerce la práctica social. En su caso, parece lógico, debido a sus estrechos vínculos con México. Se crio en Chicago, pero solían enviarla a pasar el verano a la casa de su familia en el norte de México. Como sucede con muchos artistas de Nueva York, su conexión con el pasado es multicéntrica e híbrida. En consecuencia, Mooses está en sintonía con ritmos de vida y e identidades comunes en más de un lugar. Hace algún tiempo que la “hibridación mental” ha ido cobrando importancia del arte, y se relaciona con la negativa de muchos artistas a renunciar al sentido del lugar, sea este el lugar donde crecieron, en el que vivan parte del año o el que visiten con frecuencia. Son las complejidades de una vida como esa las que a menudo constituyen la base de ese tipo de creatividad intrincada de la que es heredera Mooses. Trabaja con los materiales de modo metafórico; los elementos que componen su arte son, en sentido creativo, igual de importantes que la propia obra, y dotan a sus imágenes de una gravitas que no siempre contienen de forma implícita. Esto significa que se ha construido un puente entre la obra de arte y el material empleado en ella, donde este último adquiere tanta relevancia estética como la creación final que vemos. No obstante, se hace inevitable constatar que esa identificación tiene un doble filo, en el sentido de que pueden apreciarse los materiales por sus consecuencias metafóricas y también ser contemplados sin más, casi de forma trascendental, como elementos con significado propio.
Por lo tanto, la importancia del trabajo de Mooses tiene que ver tanto con una valoración teórica del lugar como con una apreciación –estrechamente vinculada con la propia obra– de la capacidad del arte para construir un lugar de acuerdo ceremonial. Sin embargo, el concepto de lugar como abstracción es fundamental para la estética de la artista. En consecuencia, el material se convierte en una idea en la misma medida en que se emplea como medio de construcción. En la literatura, el paisaje se utiliza a menudo de maneras metafóricas que amplían el significado de la tierra hasta convertirla en un lugar de santuarios imaginarios. En el caso de Mooses, la tierra no se experimenta en un nivel expandido, al menos en el sentido visual, sino que nos la encontramos materializada en una pequeña escultura o monoimpresión. El resultado es que la fuerza imaginativa de la artista funciona de dos formas: como objeto en sí mismo y como construcción que encarna la identidad física de la tierra originaria del material. Hace un par de años, cuando Mooses daba clases en la Universidad Cornell, hizo que el departamento de Ciencias Agrícolas importara de forma legal un ladrillo de adobe de su casa mexicana a Ithaca (Nueva York). Las inferencias poéticas de esto son maravillosamente ricas: un ladrillo de adobe –hecho, naturalmente, de tierra– es enviado desde México a Estados Unidos, donde su existencia “extranjera” se hace palpable e imaginativamente evocadora, aunque sepamos que la tierra no tiene una sustancia geográfica concreta. Por lo tanto, no fue una inmigración de personas, sino de materiales.
Las consecuencias creativas y filosóficas de un arte basado en la propia tierra son conceptuales y también físicas. De ahí la fuerza del arte de Mooses: dirige su mirada a una existencia atmosférica imaginaria –en el sentido de que es un constructo de la mente– y, al mismo tiempo, al suelo, y de forma bastante literal, al menos en algunas de sus piezas, ya que están construidas a partir de la tierra. ¿Puede algo tan simple como el polvo ejercer tal influjo estético sobre nosotros? No todo el trabajo de Mooses hace un uso activo de la simple tierra, pero, cuando trabaja de este modo, resulta evidente que la identificación de la artista con sus proyectos son algo más que teóricos; son la materialización de que, a pesar de esa verdad estadounidense acerca de que todos somos inmigrantes –con la excepción, claro está, de los pueblos nativos–, las personas no solo llevan consigo recuerdos de sus tierras, sino recordatorios reales, físicos, de que esas tierras les siguieron allá donde fueran. Ampliar esta percepción es en esencia un acto poético: ¿cómo, sino con la imaginación, podríamos conectar con lugares que no alcanzamos a ver, con sitios que quizá no conocemos en persona, pero cuya existencia persiste en la memoria de las generaciones que nos precedieron y se transmite a las siguientes? El anhelo se convierte así en algo real y nostálgico, no solo en sentido emocional y, por lo tanto, vinculado al paisaje de un lugar específico.
Esto se puede ver en las propias obras. En Sin eje (2019-2020), las formas cerámicas curvas –unidas entre sí, sin crear necesariamente una Gestalt completa– sugieren, a pesar de su fragmentación, el gran alcance geográfico de sus derivadas globales, en vez del simple pie de un globo terráqueo encima de una mesa. Es interesante señalar que estas piezas, por incompletas que sean, miran a la totalidad del paisaje geográfico y su cartografía (recordemos el famoso cuento de Borges acerca del mapa de un inmenso territorio que había sido trazado a escala 1/1, por lo que la magnitud y el significado de la representación era tan grandes como el propio territorio). La cartografía se presta muy bien al experimento colonial: sus divisiones son arbitrarias, al igual que el alto muro que hemos creado en la frontera sur para dividir Estados Unidos y México. En estos aparentes fragmentos creados por Mooses se encuentra un sentido de incompletitud permanente, encarnado en sus formas. Sus gráciles líneas curvas evocan la práctica modernista, pero, como suele ocurrir en el arte de Mooses, vemos un vínculo temático conceptual con la tierra que aleja su trabajo de un análisis puramente formal.
Los colgantes volcánicos son unas pequeñas y maravillosas esculturas, con bordes circulares o estriados, hechas de cerámica y cubiertas de esmalte volcánico. ¿Cuál es la función de estas obras, más allá de su atípica y áspera belleza? Aquí, comprenderíamos enseguida que la cerámica es una forma de arcilla o tierra, mientras que el esmalte volcánico sugiere los volcanes activos en las Américas durante milenios. ¿Puede un simple material tener tanta importancia metafórica como para dotar a una obra de la gravitas de los siglos? Sí, creo que es posible. Curiosamente, el peso del pasado funciona en la obra artística como trasfondo y también en un primer plano; sin embargo, su carácter es atmosférico o conceptual. En la obra, esto no se percibe, o no fácilmente. Aquí, las inferencias poéticas del material en sí representan un modo de documentar una cultura que aún carece de visibilidad –y, probablemente, de una comprensión plena– en Estados Unidos. Estas esculturas pequeñas sugieren cautivadoramente un formalismo internacional y orgánico, a pesar de su elocuencia como vestigios de la geología latinoamericana. Más que cualquier otra cosa, el arte construye un puente entre lo muy antiguo y lo perceptiblemente nuevo, donde la cualidad antigua de las esculturas depende de aspectos de los que no siempre disponen las meras imágenes.
Se entra bailando (2019) es una instalación creada por Mooses como lugar de actuaciones y danza, situada en el Socrates Sculpture Park de Queens, en Nueva York. Es una pieza circular compuesta por una forma estrellada de madera de pino y rodeada por un fondo negro realizado con asfalto reciclado y ceniza volcánica. Se trata de una pista de baile que pretende rememorar la catastrófica historia del volcán Paricutín: en 1943 entró en erupción, en medio de un maizal, y cubrió de lava y ceniza el pequeño pueblo de San Juan Parangaricutiro, incluida su iglesia. El escenario de Mooses es un intento de recrear un espacio a semejanza al de la localidad mexicana de Nuevo San Juan, cuyos habitantes celebran con danzas la fusión cultural de las tradiciones purépechas, el catolicismo y fenómenos naturales como las erupciones volcánicas. Dispersos por todo el lugar se encuentran moldes de hormigón de sandalias, una referencia indudable a los habitantes del lugar, así como a la danza llevada a cabo en su escenario. La existencia de la instalación no puede ser plena sin que haya personas bailando en su suelo, reproduciendo así la tradición de la danza de Nuevo San Juan, en el estado de Michoacán (México). Como siempre, Mooses apuesta por crear vínculos entre su vida en Nueva York y su profunda conexión con los lugares de sus antepasados, al margen de lo cerca o lejos que estén de su casa en el norte de México.
En sus colgantes plateados de volcanes –inspirados en la imagen de la Virgen de San Juan de los Lagos, recreada a partir de figuras de cera entre 2018 y 2019–, Mooses nos muestra su interés por la plata y el oro como parte importante de los intereses coloniales, y alude a un periodo en el que muchos objetos, hechos con los mismos materiales desde la época precolombina, eran fundidos y reutilizados para la parafernalia católica. A primera vista, nadie diría que estos pequeños colgantes de bella factura se refieran a un pedazo de historia tan grande, pero así es. Una de las fortalezas de Mooses es su capacidad de transformar materiales y cosificar así la historia, a menudo de naturaleza colonial. De modo que, como buena parte del arte que hoy se dedica a la práctica social, las creaciones de la artista evidencian que la sustancia de su arte puede ser vista, en efecto, como una decisión artística con consecuencias temáticas. Esto se logra a través de la deducción y la intuición, cualidades que no asociamos con la sustancia de la que está hecho su arte. Una y otra vez, volvemos a las inferencias poéticas de la tierra en la imaginación de Mooses, que hacen que el material se transmute en un sentido de lugar. Mooses es una excelente especie de alquimista.
Esos lazos se extienden de la escultura a sus monoimpresiones. Por ejemplo, ha empleado roca ígnea para crear una imagen gris y cuadrada sobre un fondo azul oscuro en un precioso grabado. De hecho, suele trabajar con materiales de la tierra para oscurecer el color y el tono anímico de sus monoimpresiones, a menudo monocromáticas. Por lo general, Mooses trabaja de manera abstracta, pero, en El cinco en dos (2012) presenta un fotograbado de la tierra de su bisabuelo, al sur de la frontera con Estados Unidos. La imagen consta de un solo paisaje, pero la experimentamos con cierta complejidad por la leve diferencia de orientación entre la mitad derecha y la izquierda, ya que no están perfectamente alineadas. En el lado izquierdo, un árbol de yuca divide el horizonte, mientras que el derecho lo ocupa la continuación del espectacular paisaje. En la imagen, vemos una llanura de césped, con el árbol en medio, que conduce a un lago y, al fondo, unas bajas montañas y una gran extensión de cielo plateado y blanco, densamente nublado. Aunque, en realidad, las imágenes forman un solo cuadro, rodeado totalmente por un único marco de madera, están al mismo tiempo distanciadas entre sí por la desunión de las dos mitades. La imagen fotográfica posee una extraordinaria y severa belleza que, en cierto modo, se aleja más de lo que solemos ver en Estados Unidos. En la estereotipada visión de México que se tiene en Estados Unidos, el campo se percibe como algo salvaje e indómito, un punto de vista quizá corroborado por el romanticismo del arte de Mooses. Sin embargo, el lugar del cuadro se halla a corta distancia de la frontera de Estados Unidos.
¿Cómo puede una escultura cumplir la función de un santuario? Encarnando una presencia vinculada a la propia tierra, donde la espiritualidad –un elemento relativamente tácito pero importante en la obra de Mooses– busca lugares inequívocamente dotados de significado, aunque por intuición nos parezcan primarios. Esto no quiere decir que México sea un producto de la imaginación de la artista; sería un grave error de interpretación de la estética de Mooses, ya que México ha formado parte de su vida durante décadas. No: hay algo más, y que no se aleja demasiado del concepto teórico de la capacidad negativa, donde la idea de México y la experiencia de la tierra se combinan, funden y fusionan nuevamente de formas que mantienen viva la memoria. Mooses, de forma discreta, y hasta cierto punto informal, proyecta una continuación entre su actual estatus de sofisticada artista de Estados Unidos –con una sólida formación académica de motivación intelectual e historia reciente– y las posibilidades abiertas de un lugar que, además de ser un hogar, es un escenario antiquísimo y un lugar que genera un fuerte sentimiento. Es cierto que parte de su obra vincula la continuidad histórica con cuestiones políticas actuales, como los colgantes de plata que aluden a la explotación católica y colonial, pero también lo hace en un nivel más profundo, basado en las antiguas relaciones de la tierra.
El santuario, por lo tanto, se hace visible como espacio imaginario y físico, donde lo segundo se asegura de que lo primero se base en la verdad, y no solo en lo imaginario. Vivimos en una época en la que el arte político está literalizando la imaginación de formas perjudiciales. Afortunadamente, Mooses está buscando un lugar donde pueda fusionar su existencia como artista interesada en la abstracción conceptual y visual y su reconocimiento de que la historia a la que se refiere es mucho más mayor, y más antigua, de lo que muchos pensamos. Por lo tanto, la especificidad de sus referencias anula inevitablemente las inferencias más generalizadas de su intención política. Su trabajo consiste, pues, en materializar los lazos inciertos entre la mente y el paisaje que la ocupa, con la esperanza de que surja en un primer plano un lugar de reposo, menos pío que espiritual. No es necesario hacer excesivo hincapié en que el arte de Mooses es un intento de comunicación totalmente espiritual, casi religioso; es aún mejor que eso. Lo que hace es mirar a lo imaginario como algo ilimitado, pero también necesitado de cierta contención, del mismo modo que entendemos el paisaje como algo conceptualmente interminable, pero también limitado al momento en que lo contemplamos. Si es verdad que la escultura puede crear un santuario, solo se puede hacer, ahora, en el siglo XXI, como lugar cuya construcción sea tan mental como material. Pero, entonces, puede que, en el arte contemporáneo, el concepto de santuario se haya trasladado de un lugar real a un espacio en los pensamientos de uno. Las transformaciones alquímicas de Mooses –sus colgantes de plata deben su creación a las figuras de cera; sus esculturas se derivan de la ceniza; y sus imágenes monoimpresas están hechas de piedra– evocan de forma maravillosa nuestra época, cuando cualquier cosa es posible, siempre y cuando nuestra imaginación –la histórica y la actual– sea clara.
Traducción: Verónica Puertollano
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