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Mientras tantoAmanece en el Tonle Sap

Amanece en el Tonle Sap

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Al soltero convencido debería analizarlo la ciencia. Sobre todo cuando provoca una serie de chispazos que acaban dejándole como si nada. O si acaso, más atraído por un nivel de vida sumamente atractivo y regular: aquel del que sabes que sólo eres el culpable o ganador.

 

A Lena, nativa y divorciada, me la llevé a un japonés a comernos un menú del día, rematado por una sopa de miso. Regamos el inicio con un par de cervezas Sapporo. Luego, en lugar de una siesta, nos dimos un masaje de ocho dólares, en donde a mí me tocó una señora de 45 y tocona, que o sabía a la perfección que aquella mujer que yacía a mi lado no era nada para mí o le gustaba saltar sobre el filo de la navaja. La volveré a visitar. A solas. De ahí a un bar de vinos grandilocuente, donde tras descorchar un Celeste crianza de la Ribera del Duero, recibí el visado que sabía que no tardaría mucho e llegar: “Estoy en tus manos. De aquí a donde quieras”. Y ese “donde quieras”, ya previsto, fue el River Star Hotel, construcción antigua en pleno paseo del río Tonle Sap, justo antes de unirse con el Mekong, donde pillé una habitación alta (tercera planta) y esquinada con la idea de ver amanecer al día siguiente sobre el río, en lo más bucólico que habrían visto mis ojos en el último lustro. Con o sin gafas.

 

Tras probarnos mutuamente, aún con las salivas unificadas por el tempranillo, nos dimos una ducha post-sesión sexual que desembocó en mi primera huida hacia atrás: “Debo visitar a un amigo al hospital; vuelvo en una hora”. La verdad era que un amigo había sufrido un pequeño aviso y se encontraba en las urgencias de un centro médico. Pero ni él iba a morirse ni yo volví al hotel a la hora, sino a las dos y pico. Ella, hambrienta, roía sus productos locales preferidos en algún tenderete callejero, por lo que yo le dije que la esperaría en el Genova, restaurante italiano sito junto al River Star Hotel, donde me apreté un par de latas de cerveza Cambodia mientras degustaba novedades de su carta: los canelones mejorables, secos por las esquinas, y la focaccia de cebolla casi perfecta. Al rato se presentó Lena, calzada por las chanclas que provee el hotel –es lo que pasa cuando simulas ser experta en el uso y abuso de los tacones–, a la que aunque no recibiera de uñas al menos sí lo hice de manera fría y distante, a sabiendas de que estaba enroscado en la liana más agobiante del último mes: aquella que me advertía que aún –eran las nueve de la noche– restaban doce horas de pareja forzada.

 

Ya en el hotel cumplí por segunda vez el cometido por el que decidí quedar con ella, haciéndome a posteriori el ido intentando leer el tercer acto de ‘Sinrazón’, la obra de teatro del torero-dramaturgo Ignacio Sánchez Mejías, cuando la mujer me pasó la mano por el hombro en uno de esos instantes que querrías borrar de tu mente. Que cuántas caricias se reparten, a veces por exceso, en el amor más arraigado, y cuánta frialdad muestra el sincero cuando acaba de eyacular. Que yo me preguntó cómo lo harán las parejas que conviven durante años, acostándose cada noche, cuando hace ya que no se aman.

 

A eso de las once y media apagué la luz, que nada más cruzar la media noche me tuve que levantar a reorientar el aire acondicionado que irradiaba más frío que Nueva York este pasado febrero –es lo que tiene: cada uno amplifica sus sueños inusuales con violencia inaudita– para a eso de las tres conectarme mediante el móvil a la red soñando con que un meteorito venía directo camino del Riverside de Phnom Penh. Como no venía y las ovejitas contadas no valían para conciliar el sueño, comencé a contar minutos, en una cuenta atrás delictiva, con Lena aprisionándome en la esquina de un camastro de dos metros por dos. Repito que el amor es clarividente: sólo es verdadero aquel que tras hacer el acto te permite seguir abrazándola, besándola. Todo lo demás es basura orgásmica.

 

A eso de las cinco decidí que ya era suficiente, trasvasándola hacia la otra parte del colchón, momento en el que fui a mear, sentado, y a preguntarme qué iba a ser de mi vida, allí, autosecuestrado en un hotel de tercera aunque con cierto sabor, mientras culpaba a una mujer de mi pena cuando ella no tenía ni la más mínima culpa. Volví al camastro a hurtadillas pero no fue suficiente. Nunca es suficiente cuando la telepatía no existe. “¿Qué te ocurre? ¿Por qué no duermes?”, me dijo, mientras volvía a enroscarse en mi cuello como una serpiente somnolienta.

 

A la media hora de alientos interminables en el cogote fue ella la que se levantó para acudir al baño. Como no debió sólo orinar –sobrepasó el cuarto de hora; momento crítico– aproveché para vestirme a la carrera, cual ladrón, y salir corriendo. Me despedí, eso sí, deseándola suerte y aclarando que el motivo de mi marcha no era otro que la enfermedad que estaba cavando en mí ese aparato de aire acondicionado. Me sentí como en los ochenta, que siendo estudiante dela EGB buscaba excusas para no acudir a clase. Como la telepatía –ni la psicología– es dominio de seres humanos cuando están enamorados, o al menos interesados en demasía en la otra parte, recibí una información final como un tiro de gracia: “En el Riverside con la calle 144 hay una farmacia de guardia. Qué pena que no puedas ver amanecer, con los que me dijiste que te habría gustado”. Y allí la dejé, envuelta en la toalla, tras defecar, analizando mientras bajaba las escaleras cómo era posible que ni llegando al 1’60 hubiera molestado tanto a la hora de dormir.  

 

Ya en la calle, a pique de amanecer, caminé dirección a mi casa con una sensación tan libertaria que me puse hasta a canturrear éxitos ochenteros, de aquellos que hicieron de La Movida mucho más de lo que realmente se mereció. “Esto es la felicidad”, me dije, mientras señoras orondas hacían gimnasia, sidosas terminales culminaban acuerdos con extranjeros beodos y tatuados en la esquina con la 136, y repartidores con camionetas obsoletas descargaban cajas, algunas de panadería congelada, otras de verduras sin brillo. Y en esas, y tras tantas ganas de follar y ver amanecer sobre el Tonle Sap, fui consciente de que debería haber eyaculado por primera vez a las diez de la mañana para haber visto cumplir mi sueño. Además, estaba nublado. Luego Lena, a eso de las nueve de la mañana, que era cuando escribía esta crónica de la vida ya lejos de aquel hotel de los demonios, me envió fotos a mi móvil de ese amanecer que yo tanto deseé. La telepatía seguía haciendo aguas. Las imágenes venían adjuntas a un texto: “¿Te encuentras mejor?”; “Está nublado”, rematé.

 

Ya en mi sofá –yo soy incapaz de dormir en una cama de día– ensoñé con un nuevo y diabólico plan capitalista: a todos los solteros redomados impuesto que te crió.

 

 

Joaquín Campos, 20/03/15, Phnom Penh. 

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