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Mientras tantoAmanecer con Judith

Amanecer con Judith

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Lo diré una vez más, para los que no me hayan escuchado. Y lo gritaré, incluso, para los que se hacen los sordos: ¡Asia es un cementerio de elefantes para cualquier mujer occidental! Habrá excepciones, pero la mayoría pasa hambre. Penurias. Abandono. Sequedad vaginal. Traumatismos craneoencefálicos de tanto golpearse contra los tabiques de casa. Alcoholismo severo. Ansiedad. Y la más profunda de las soledades: aquella que les aparece cada mañana en forma de desayuno unitario sin más ruído que el eco de sus lamentos.

 

Me levanté hipnotizado por un colchón que parecía un agujero negro: blando, como de agua, donde nuestros cuerpos cayeron a una especie de vacío imaginario, en una noche de digestión fácil por la exigua cena que horas antes nos dimos en The Yellow Snapper. No hicimos el acto. Y sus abrazos acabaron por molestarme, acostumbrado desde hace años a dormir a solas, un placer parecido a vivir preso en una celda; también a solas, por supuesto.

 

Me desperté con un ligero dolor de cuello. El mismo que durante parte de la noche –las dos veces que me levanté a orinar; yo siempre a lo mío– padecí por esa posición cercana a la del contorsionista que generaba aquella cama indecente para una señora que se estaba divorciando y que decía ayudaba al mundo. Sus arrumacos, además, cortaban mi circulación, que cuando dejó de abastecerse sangre a mi cabeza me hizo saltar como un respingo. Serían las siete de la mañana.

 

Oye, me estás ahogando.

 

¿Qué hora es?

 

No la de morir, precisamente.

 

No seas exagerado.

 

Si no me despierto no lo cuento.

 

Bueno, ya está. Que el cliente siempre lleva la razón… o eso dicen.

 

Salvo cuando asesinan.

 

Tienes muy mal despertar.

 

Sobre todo si estoy a punto de morir.

 

El desayuno fue tétrico. Como si frente a ella en vez de un puto hubiera habido un ex marido, por ejemplo, Larry, que parece ser que le envió un mensaje a eso de las seis de la mañana –de ahí lo de los abrazos corta flujo sanguíneo hasta que desperté agonizante– para que el día le comenzara de manera prodigiosamente depresiva.

 

Si me ha enviado el mensaje tan temprano es que vendría de fiesta con esa fulana… Qué digo, llevarían toda la noche follando y cuando se iban a ir a dormir gastó esos segundos de piedad para recordarme que le debo la mitad de la fianza de esta casa, un puto apartamento en donde lo que debo devolver no es más que lo que él se gasta en una noche de fiesta, con putas, farlopa y copas.

 

¿Esnifa?

 

Aspersor, qué quieres que te diga; en esta vida que hemos vivido, de mudanza pagada a mansión cual mejor, con asientos en primera clase y chofer en la terminal de llegadas, y con amigos como nosotros –contagiosos y acelerados– la droga, sin ser un problema, sí era una realidad.

 

Me dejas de piedra.

 

¿Eres anti droga?

 

No, qué va. Lo que pasa es que a estas alturas me sientan mal. Sobre todo porque al no volar en primera ni ganar diez mil dólares mensuales, abonarlas, me generan más resaca que metérmelas.

 

Te entiendo Aspersor, te entiendo.

 

Para entender quién es proclive al mundo de la droga, por mucho que afecten los antepasados, barrios y amigos, no hay más que fijarse en cómo se toman el café. En este caso los cafés. Cuatro en hora y poco. Ahí entendí lo de no follar y dormir abrazados; un delirio de las cabezas que no dan más de sí. Porque tampoco es que yo fuera el prometido o el amante elegido para la ocasión, sino la puta hecha hombre, a cincuenta dólares la acción, mucho más barata que invertir en Bankia para perderlo todo en las preferentes.

 

Mira, para mí un café es un vaso de agua; y eso tú nunca lo podrás entender.

 

No lo pudo entender porque yo bebo y sé que siete copas de vino no son siete vasos de agua. Por mucho que a mí me sienten aparentemente bien y a ti no.

 

Aspersor, no me busques las cosquillas porque vivo saturada por el recuerdo de Larry. Y esos cafés, como aquéllas rayas, no son más que piedras o resortes en el camino, vete tú a saber.

 

Querida Judith, yo no estoy aquí para enmendarte la plana; pero déjame decirte que tu despertar ha sido asesino y que me da exactamente igual si te metes cafeína, cocaína o fluoxetina.

 

Si de verdad quieres cobrar por acompañar trágate lo que te diga; que para darme monsergas ya está mi madre.

 

Yo no acato, pero acepto. Porque admiro tu decrepitud para no entrar en barrena.

 

¿Te gusta el zumo de naranja recién exprimido?

 

A mí lo que me gusta es desayunar champagne. ¿Tienes?

 

Dos botellas de Taittinger, Rosé y Brut Reserve.

 

¿Podemos abrir la Brut Reserve?

 

Esa botella vale más que lo que te tengo que abonar.

 

¿Me estás humillando?

 

Debería ser actor. Tendrían que haberme visto. Interpretando una especie de drama televisado, golpeando sin furia uno de los tabiques de la casa, haciéndome pasar por un poeta maldito al que ya ni le salen las palabras si acaso las lágrimas, mientras por el rabillo del ojo miraba a una Judith que antes de sentirse peor descorchó aquella botella de Taittinger que por supuesto me la bebí casi entera. Porque como venía diciendo a cafés me gana hasta un niño, pero a botellas de vino, nadie. Luego mi hígado dirá basta, el doctor será mi mejor amigo, y los bares quedarán para los restos como un pasado infranqueable que si se llegara a franquear no serían más que la puerta de entrada hacia una muerte que en mi caso no será dulce sino llena de taninos, efluvios a barrica nueva de roble de Allier, con corchos en los bolsillos y sacacorchos en cualquier rincón de mis ropas.

 

Sólo una copa de champagne y ya voy borracha. Son las nueve de la mañana, he dormido poco y casi no he desayunado.

 

No te olvides que la pasada noche comimos basura en cantidades módicas.

 

No me lo recuerdes. Mi intención era encontrarme con ese cabrón y su fulana. Haberla montado.

 

Oye, por qué directamente no le llamas, le preguntas dónde está y nos presentamos allí, morreando, como si nos quisiéramos amar hasta el fin de los tiempos.

 

Qué buena idea. Voy a hacerlo.

 

Y Judith llamó. Sin pensárselo. Porque lo que de verdad se rumia acaba vomitándose. Porque como dicen los japoneses, sabios ellos, respira siete veces antes de contestar. Así las conversaciones se hacen pesadas, pero seguras. Que en el pronto está el error. Y Larry, que debía estar descansando la pea de la madrugada anterior así como las exhaustivas raciones de sexo con aquella muchacha que ya tenía curiosidad por conocer, ni contestó al teléfono. Y ella, hecha un basilisco. De hecho abrió la segunda botella de champagne sin necesidad de que hubiera tenido que interpretar ningún pasaje de alguna obra de Shakespeare. El champagne rosado me fascina. Y ella, que toda la mañana iba envuelta en un camisón transparente, decidió quitárselo, beberse la segunda copa, y terminar de tirar la casa por la ventana.

 

Tómame, por favor.

 

¿Dónde?

 

No hagas preguntas; lo dejo a tu iniciativa. Pero tómame.

 

El acto sexual como salida airosa y el champagne como llave de paso. En eso han quedado las occidentales abandonadas por sus maridos, que piensan en salvar al mundo cuando son incapaces de recomponer las piezas de sus vidas, pocas veces hechas añicos y demasiadas veces fáciles de recomponer, pero embutidas en una borrasca épica de la que como de cualquier problema, sólo se sale, mejor dicho se oculta, dándole a la botella, al café, al antidepresivo, o a cualquier novedad farmacéutica, legal o ilegal, que sea capaz de ahuyentar a la realidad, al menos durante unas horas. Yo a mi realidad no la oculto. De hecho suelo sacarla a pasear cada vez que puedo. El Cialis, majestuoso, siguió haciendo efecto; y tras la inyección, Judith se durmió en aquella fláccida cama dejándome vía libre para el resto del Taittinger rosado, perfecto desayuno para los que no queremos más que paz interior, exterior y soledad burbujeante. En medio del deleite alcohólico mañanero, desnudo y sudoroso, olisqueé en su frigorífico, más por cotilleo que por hambre, encontrándome con otro problema con el que cargamos los expatriados en países tercermundistas: productos importados, todos; ecológicos, casi todos; bajos en calorías, desnatados, vitamínicos; verduras empaquetadas de formas insultantemente pijas. Cáncer mejor presentado, a fin de cuentas.

 

Y no me marché en plan súper héroe porque recordé, en medio de la ingesta de champagne, que yo había ido allí a ganar dinero: o sea, que todo lo que había ocurrido en esa casa poco tenía que ver con el ligar. Roncaba como un león. Y yo me puse a curiosear entre sus libros, en donde sólo sobresalía un diccionario jemer-inglés de llamativa edición. Lo demás: basura.

 

A eso de las doce se levantó y directamente abrió su armario y en él la caja fuerte, de donde sacó los doscientos dólares que me traje a casa. Lo único molesto fue que mientras me los entregaba me obligó a besarla. Con el mal sabor que tienen las bocas por las mañanas. Además de que su saliva solapó el majestuoso residuo a champagne que ya sólo fue un recuerdo en mi cabeza y un hecho en mi hígado.

 

 

Joaquín Campos, 28/10/13, Phnom Penh. 

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