Cuando desear todavía era útil. El anhelo, al menos, nunca era suficiente, Handke. Tumbada en la hamaca. El libro en la hierba. Y, la vida por delante. Contigo. Sin mayor urgencia que amarnos. El deseo me renueva. Entonces resuena Calamaro, «puedo presumir de poco porque todo lo que toco se rompe». Nunca se me dio bien construir un sueño. Y, alimentarlo. Y, me siento pequeña. Y olvido que, como decía Josep Pla, lo más profundo que tenemos es la piel. Y mientras escribo esto llevo su camisa blanca. Esa camisa que a él le gustaba desabrocharme. Despacio. Y que ahora es imposible arrancármela adherida a mi piel. En una carta que escribió para un documental sobre su vida, Katharine Hepburn leía unas preguntas dirigidas al hombre con el que compartió su vida: «¿Por qué no podías dormir? ¿qué te gustaba hacer? ¿con qué demonios estabas luchando? ¿por qué la escotilla de salvamento del alcoholismo para huir de un tú tan maravilloso? ¿qué era, Spencer?». Con esas preguntas la actriz únicamente demostraba que el amor de tu vida no suele ir acompañado de respuestas. Quizá porque, como escribiera Gabriel García Márquez, «la fuerza invencible que ha impulsado al mundo no son los amores felices, sino los contrariados». Tracy era autodestructivo pero Hepburn enloqueció de amor por él, «como si me hubieran dado con una sartén en la cabeza». No preguntes ‘por qué’. Tal vez existe una especie de código secreto. Y, hay que ser muy valiente para vivir con miedo, escribía Ángel González. Como entrar en nuestra habitación y sentir que todo está ya del revés. Y comenzar, entonces, a doblar tactos, olores, besos, palabras, promesas y guardarlos en el armario. Manteniendo la herida abierta. Mientras doy vueltas a mi encendedor entre los dedos recuerdo algo que leí, «el hecho de que el amor no dure siempre no quiere decir que mientras se goza de él haya que amargarse pensando en que no es eterno. Eso sería como afirmar que no existe la vida porque nos tenemos que morir». Porque «algunos sueños se mueren sin dejar de ser hermosos», decía Ray Loriga.
*Este texto apareció en la recopilación Literatura y artículos de prensa