Quizás elementos tan característicos de las relaciones amorosas como la fugacidad de los vínculos de pareja, el temor al compromiso y la apertura de una distancia frente al otro deban ser leídas en clave de una transformación de época cuyas sombras abarcan incluso a aquellos que dicen estar luchando contra ella. Siguiendo la estela de las tesis de Zygmunt Bauman (2003)[1], dichas sombras no son otras que las de un mundo líquido que deriva en la gestión de una temporalidad terriblemente acelerada y que, a su vez, imposibilita la conservación o creación de todos aquellos espacios en los que se pueda dar cabida a una producción de tiempo diferente a la establecida. Se trata, pues, de una velocidad que se ajusta más a los ritmos de la producción que a los del cuerpo, cuya naturaleza no resulta del todo compatible con el carácter ininterrumpido de nuestro tiempo. El individuo líquido es rehén de una asimilación permanente de los nuevo que termina por impedir cualquier fórmula para articular pausa.
Dentro del constante fluir de nuestra economía de mercado, el individuo observa cómo se enfatizan los atributos de los objetos en medio de una oferta terriblemente amplia en la que ya nada tiene la finalidad de ser duradero. Si pensamos, por ejemplo, en una camiseta estándar de una marca como la del gigante sueco H&M y en las premisas que rigen su producción, comprobaremos que lo que resulta de ella es algo que carece de la consistencia y permanencia de lo que antaño se entendía por camiseta (es decir, de una cosa de uso), algo que, en consecuencia, dura muy poco, tan poco como lo que duran los bienes de consumo (que enseguida desaparecen, porque o bien nos los comemos o bien se estropean), algo que tiene una existencia fugaz y que desaparece enseguida porque no está del todo bien hecha, pues ya no importa que sea así. En la actualidad, todo parece presentarse como objeto de consumo y, como es lógico, este hecho no deja intactas nuestras subjetividades, sino que incrusta sus leyes en ellas y consigue que el individuo actúe bajo las lógicas del consumidor en prácticamente todos sus ámbitos vitales. En cierto modo, amor y consumo acaban siendo ámbitos homologables en tanto que “nuestro carácter está equiparado para intercambiar y recibir, para traficar y consumir; todo, tanto los objetos materiales como los espirituales, se convierten en objeto de intercambio y consumo”[2]. Las implicaciones de todo esto pueden resultar peligrosas por dos motivos fundamentales: la primera es la obvia tendencia de las personas a estableces vínculos sociales cada vez más frágiles; la segunda consiste en que precisamente las consecuencias de esta temporalidad líquida consiguen revestirse y justificarse a través del lenguaje de la libertad, contra el cual, por supuesto, nadie en su sano juicio querrá pronunciarse. Tal y como apuntaba Pablo Pinilla en un fantástico artículo de Dispara, el razonamiento es el siguiente: «ahora que estamos libres de cualquier gran relato religioso, patriótico o político, somos enteramente flexibles para ser lo que queramos»; de este modo, ya no sentimos la obligación de aferrarnos a nada, lo tenemos todo y todo nos está permitido, rechazamos una sociedad de la que inevitablemente bebemos y nos regodeamos en un orgasmo de suprema individualidad cuyo detonante no es más que nuestra propia imagen.
La caída de los grandes relatos de nuestra sociedad ha afectado, indudablemente a la institución matrimonial. Como el dispositivo social que es, el matrimonio se plantea como garantía de perpetuación de la especie, de la propiedad privada y de la propia cultura. Se trata de una célula social que posibilita la reproducción del sistema y que por ello mismo constituye un eje central en la erección del mismo. Precisamente por esto último, una de los objetos de crítica del movimiento feminista del pasado siglo fue la tradicional institución del matrimonio: en tanto que inscrita en un orden patriarcal, el matrimonio debía ser reformulado o dinamitado, pues se entendía que sus pilares eran, a su vez, los que sostenían la opresión que históricamente había sufrido la mujer.
En tanto que el matrimonio implica un contrato legal y social entre dos partes, podemos afirmar que es lógico apuntar que se trata de un dispositivo que, por su propia constitución, tiene la posibilidad de evolucionar; de modo que las nuevas demandas del feminismo o de otros colectivos podían ser absorbidas, bien por vías estrictamente legales, bien a través de un cambio cultural que replantease el matrimonio en aquellas esferas en las que la ley no tiene alcance directo[3]. Pruebas de esta capacidad de evolución son medidas relativamente modernas como la posibilidad de divorcio, la legalización del matrimonio homosexual e, incluso, avances -a mi juicio, todavía insuficientes- con respecto al rol de la mujer en la unidad familiar. El matrimonio, paradójicamente, se presenta como una institución erigida sobre una férrea solidez que, sin embargo, logra mutar su forma según las circunstancias lo dicten, llegando incluso a traicionar el principio mismo de su naturaleza. Con respecto a esto último, resulta curioso lo que cuenta el filósofo y psicólogo Marcelo Colussi, quien sostiene que, en su afán de conservarse a sí mismo, el matrimonio llega incluso a dar cabida -de una forma bastante habitual, todo sea dicho- al incumplimiento de la cláusula fundamental del contrato: la fidelidad.
«Su perpetuación como institución supuestamente inconmovible permite/tolera ciertos deslices, ciertas válvulas de escape. Dicho de otra forma: una cierta cuota de “mentira” socialmente aceptada hace parte de su constitución fundamental. Las transgresiones masculinas son ya parte de su ritual, de su dinámica normal -en los matrimonios monogámicos al menos-. Y otras veces, en la poligamia, es simple y llanamente institucionalizada una forma aceptada socialmente de machismo patriarcal. La transgresión femenina, dado el machismo imperante, es aún mucho menos tolerada, aunque de hecho también existe. Pero el proceso de cambio en los valores generales ha comenzado a relajar esa visión. Si así no fuera, no se estaría institucionalizando en la cultura cotidiana la situación del divorcio como algo posible y ya casi “normal”. No olvidemos: pese a la oposición de las distintas iglesias (la católica en especial), ya son la mitad de las parejas las que se separan ante un juzgado»[4].
Según Colussi, todo apunta que las bases de esta institución presentan todas las condiciones necesarias para su conservación, llegando incluso a explicitar que la razón última de perpetuar un contrato matrimonial establecido no es necesariamente el amor (“el amor eterno y absoluto es una bella construcción, pero no es posible en la perpetuidad de lo cotidiano”), sino más bien nuestro instinto de conservación. Los matrimonios se mantienen, en muchos casos, por circunstancias bastante alejadas del enamoramiento de los cónyugues y que van desde los beneficios de la convivencia y el sentimiento de trascendencia en la formación de la familia hasta la satisfacción de una mera necesidad social frente al miedo a la soledad. Pero si todo esto es cierto, ¿por qué está en crisis la institución matrimonial? ¿Por qué no solo ha aumentado el número de rupturas matrimoniales, sino que se han reducido el número de uniones producidas año tras año? ¿Tendrá acaso que ver con lo que Bauman designa como sociedad líquida? Independientemente de la respuesta que le demos a estas preguntas, hay un hecho que resulta claro de constatar: entre las implicaciones de esta nueva crisis del matrimonio hay una que cabe resaltar que es el de las transformaciones y daños de la subjetividad masculina.
Según Bettina Calvi[5] las separaciones matrimoniales suponen para el hombre un profundo fracaso a partir del cual resulta muy complicado embarcarse en nuevos proyectos vitales. Esto provoca, en consecuencia, que el hombre abrace el enunciado de “no quiero compromisos”, el cual los pone a cubierto frente a cada nueva posibilidad de relación amorosa. De este modo, las mujeres son convocadas a abrazar la clamada fórmula y aceptan materializar en acto todo lo que implica, conduciéndolas a ser muy respetuosas con el control de actitudes invasivas sobre el espacio que su pareja delimita como estrictamente individual. Calvi, cuya especialidad es el psicoanálisis en relación con problemáticas de género, apunta que este caldo de cultivo hace que la mujer esté desencantada: aquella que en su infancia creyó en el cuento ideal del príncipe y la princesa, se topa con que los juramentos de amor eterno ya no existen, que el príncipe camina con la camisa desteñida y que el castillo ya no es más que un apartamento individual en el que jamás podrá instalar del todo sus pertenencias. Así, la mujer moderna se topa con la exigencia de romper con el mito del amor romántico en el que ha sido educada y “esto es como aprender a hablar un nuevo idioma. Un idioma donde se deberán cuidar celosamente los giros discursivos, la fonética y complejidad metafórica de cada enunciado. Es decir que deben tener un exhaustivo control de su afectividad, intentar un modo de acercamiento que difícilmente sea espontáneo y todo esto contribuye a la banalización y a la liquidez en el contacto con el otro”[6].
El mito del amor romántico
Si nos remitimos a la obra de Platón El banquete, podemos hallar en el mito del andrógino que Aristófanes relata un cierto esbozo de lo que hoy entendemos por amor romántico. En el diálogo, dedicado íntegramente a la alabanza del dios griego Eros, se nos cuenta que inicialmente el mundo era habitado por seres completamente esféricos que reunían en sí ambos sexos y que Zeus decidió dividirlos en dos mitades para evitar que le arrebatasen el poder que ejercía sobre los cielos. A pesar de que se produjo la división, el castigo no resultó del todo efectivo puesto que las mitades tendían a reunirse por el influjo de una fuerza que los conducía a su estado más primitivo.
“Y la razón de ello reside en que la naturaleza humana era originariamente una y el hombre era un ser completo e íntegro; y el deseo que persigue aquella integridad es llamado precisamente amor…”[7]
El amor romántico consiste, de algún modo, en una fe ciega en la veracidad de ese mito: bajo su techo nos convencemos de que en alguna parte encontraremos al ser amado que nos complete, librándonos así del enorme vacío que sentimos por una ausencia a la que ni siquiera sabemos dar nombre.
Una de las características fundamentales del mito del amor romántico es que hace que la experiencia amorosa se presente en nuestras mentes bajo un planteamiento lineal basado en: el deseo del encuentro, el encuentro y, por último, en la felicidad eterna. Esta forma de desarrollo, cuyo argumento nos puede parecer sumamente infantil, es propio precisamente de gran parte de los productos culturales dirigidos a los más pequeños (piensen en películas como La Sirenita o cuentos infantiles como Rapunzel), pero también de aquellos destinados a un público lo suficientemente adulto como para analizar lo que está leyendo, viendo o escuchando.
Tal y como explicaba, tendemos a imaginar el encuentro con aquella persona que nos complete, la cual es a menudo conocida como media naranja, alma gemela o amor verdadero. Lo que se ignora -y he ahí el principal error del ideal de amor romántico- es que una vez producido el encuentro, es inevitable que no surjan conflictos de mayor o menor grado.
También es preciso destacar que la propia idea de entregar a otro la responsabilidad de completar el vacío que nos viste a través de eso que llamamos amor es, en cierto sentido, una equivocación. Si tomamos las ideas de Freud[8] para esclarecer la problemática de la elección del objeto amado, veremos que el primer objeto de amor es la madre (en el caso del varón) o el padre (en el caso de la mujer) y que todo hallazgo posterior del objeto no es otra cosa que un intento de reencontrar el objeto primario de amor perdido. Así, la elección por el objeto amado se lleva a cabo por lo que Freud denomina como «apuntalamiento»[9], es decir, siguiendo el arquetipo materno (madre nutricia en el mejor de los casos para el varón) o el arquetipo paterno (padre protector para mujeres que aman según este modelo). En consecuencia, resulta necesaria la pérdida del objeto de amor primario para hallar posteriormente otro, lo que nos conduce a decir que no habría un objeto de amor que vendría a colmar exactamente el vacío del que Platón nos hablaba, ya que la búsqueda del objeto amado aparece determinada por nuestras propias experiencias de la infancia. Freud plantea, además, que el encuentro se produce con objetos que evocan algún rasgo del primer objeto, pero con los cuales no puede alcanzarse la satisfacción plena, de modo que la cualidad del amor romántico de completarnos en el sentido total de este término, quedaría descartada.
Debido al auge, una vez más, de las teorías formuladas por el movimiento feminista, el mito del amor romántico ha sido cuestionado muy fuertemente durante los últimos años, achacándole cierta responsabilidad en lo que compete a las problemáticas de violencia de género. En los entornos donde este movimiento social ha calado con fuerza10 comienza a anunciarse la caída de la tan antigua epistemología de nuestra condición esencial de sujetos incompletos a falta de un gran amor, sin embargo, reafirman que la deconstrucción del ideal está todavía incompleta en la mayor parte de espacios sociales.
Subjetividades líquidas
El sociólogo polaco Zygmunt Bauman se sirvió del concepto de amor líquido para describir el tipo de relaciones sociales propias de la posmodernidad. Según el autor, éstas se caracterizan por la falta de solidez y calidez, así como por una acentuada fugacidad, superficialidad y manifiesta aversión hacia el compromiso. En el desarrollo de este nuevo concepto, Bauman subraya que los condicionantes de esta nueva forma de no-amar son las tendencias individualistas y consumistas de las sociedades en las que impera un capitalismo avanzado.
Lo que plantea Bauman es, en realidad, una tesis que ya había sido esbozada por Enrich Fromm en su ensayo El Arte de amar, en donde explica que la estructura social del capitalismo promueve que los individuos -dueños de una supuesta libertad y autonomía total- se conviertan en consumidores impulsivos enajenados de sí mismos y de su entorno. El autor indica que esto da lugar a una situación de angustia e inseguridad constante que imposibilita superar una separatidad[10] ante la que la sociedad sabe ofrecer diversos paliativos: la rutina del trabajo, el consumo, el ocio de la nueva cultura del espectáculo…La felicidad se entiende entonces como una búsqueda de entrenamiento constante, cuya naturaleza no es otra que la del consumo.
Fromm explica que, a raíz de las lógicas sociales que nos atraviesan, somos víctimas de un feroz automatismo que se halla directamente ligado a la imposibilidad de aprender a amar. El hombre moderno asume entonces el amor bajo líneas puramente mercantilistas hasta el punto de llegar a concebir que los éxitos y fracasos amorosos radican tan solo en la satisfacción recíproca del apetito sexual, cuando en realidad el problema reside en el propio amor. De hecho, está demostrado que los problemas sexuales más habituales no están causados por la torpeza ante las diferentes técnicas que uno puede utilizar para abordar a alguien en la cama, sino por las inhibiciones que impiden entregarse al arte de amar en el propio placer carnal.
La convalidación del amor por objeto de consumo de la que tanto Fromm como Bauman nos hablan, se ejemplifica claramente en las alternativas que las nuevas tecnologías nos ofrecen para ligar. La apropiación capitalista del amor halla su máxima expresión en todas aquellas aplicaciones de las que nos servimos para ser flirteadores líquidos. Tinder, Happn, Flirtie, Badoo o Grindr son algunas de las plataformas más populares que satisfacen nuestras ansias seductoras a través de un consumo acelerado de imágenes y afectos. La inmediatez y la facilidad para entablar contacto con los demás son, sin lugar a dudas, algunas de las ventajas que el usuario encuentra en este nuevo modo de ligar que tan popular se ha vuelto en los últimos años. Con respecto a su éxito, es reseñable el caso español que, según un estudio de la compañía Tinder, ya se encuentra entre los diez mercados globales de dicha aplicación, siendo asimismo destacable el uso noctámbulo que los españoles hacen de la misma frente al resto de usuarios europeos.
En Tinder el método de uso es el siguiente: la geolocalización permite ver imágenes de otros usuarios que estén cerca de ti y, con un simple movimiento de dedo, el flirteador líquido puede expresar si le gusta o no la fotografía de perfil de la otra persona. Si manifiesta su interés en lo que virtualmente ha visto, ha de esperar que la otra persona haga lo mismo y solo entonces la aplicación permite que ambos chateen. Se establece entonces un contacto que puede llegar a traspasar los límites de la virtualidad, es decir, que puede derivar en un encuentro físico.
Cristina de Miguel, especialista en comunicación digital interactiva en la Universidad de Leeds, considera que algunos usuarios de este tipo de aplicaciones valoran la comodidad que les aporta para conocer gente sin salir de casa y sin gastarse el dinero en copas. También señala que hay muchos que alaban el poder aplicar filtros para buscar la pareja ideal son útiles para encontrar personas compatibles con uno mismo. Un dato relevante que aporta De Miguel es que la mayoría de sus entrevistados «no parecen demasiado satisfechos con los resultados que han obtenido con esta forma de conocer gente». En un artículo sobre aplicaciones para ligar, el periódico El Mundo recogía las impresiones de los usuarios insatisfechos de los que habla De Miguel. Entre las declaraciones, resulta bastante esclarecedora la de Nerea Domínguez, una joven de 19 años que relata lo siguiente: “Me he encontrado locos, uno me escribió diciendo: ‘Busco sexo, si te interesa y quieres divertirte perfecto, si no nada, porque no busco otra cosa'».
Las pautas generales de comportamiento de los usuarios en las aplicaciones para ligar nos obligan a rescatar la idea de Fromm sobre las implicaciones del amor mercantilista con respecto a la forma de abordar el sexo. Según las teorías del autor, la sexualidad es vivida por muchos individuos de un modo totalmente compulsivo. La búsqueda del orgasmo sexual se muestra como un desesperado intento de escapar de la angustia generada por la separatividad. Sin embargo, sus efectos pueden ser adversos: el acto sexual bajo estas lógicas, no consigue anular el abismo que existe entre dos seres más que de forma momentánea. El sexo se convierte así en un acto de consumo instantáneo que, tal y como explica Byung-Chul Han en su última obra[11], es fruto de unas subjetividades consumistas y narcisistas que dinamitan la posibilidad del erotismo. Eros, para este pensador, exige la presencia de otro, mientras que las aplicaciones móviles o portales de internet análogos a éstas lo único que hacen es insinuar la objetivación del otro. La utilización de estos medios se acaba traduciendo así en una explotación de otros sujetos para el consumo instantáneo del placer sexual, lo que acaba anulando la condición de alteridad de la persona en cuestión.
En efecto, el ligoteo virtual y las actitudes propias del mismo puede que sean la máxima expresión de lo que Bauman calificó como amor líquido. Sin embargo, considero que este ejemplo no es sino una hipérbole de lo lleva sucediendo en el espacio de lo real desde hace un par de décadas. La búsqueda de placer sexual, en los términos descritos por Fromm, es bastante palpable en ambientes que sí implican una interacción presencial directa desde el primer momento. Tomemos como ejemplo una situación ficticia descrita por Catherine Jarvie en el Guardian Weekend:
“Las miradas se encuentran a través de una habitación atestada; se enciende la chispa de la atracción. Conversan, bailan, se ríen, comparten un trago o una broma y, antes de darse cuenta, uno de los dos dice: ‘¿Tu casa o la mía? Ninguno de los dos busca una relación seria”.
La escena, que bien podría corresponderse a la de una discoteca de moda en nuestro país, podría ser perfectamente identificable con la búsqueda de consumo sexual instantáneo que, como tal, implica un no establecimiento de vínculos afectivos, es decir, una pura descarga de placer que, al no concederle la potencialidad de trascendencia, se desinfla al cabo de unas pocas horas. Cuando Bauman hace la distinción entre amor y deseo, puntualiza que, en situaciones como la descrita, ni tan siquiera podemos hablar de lo segundo, puesto que incluso el deseo se alimenta de tiempo; un tiempo que, si bien no se extiende tanto como el que precisa la construcción del amor, resulta demasiado arduo según los parámetros de nuestra cultura de la satisfacción instantánea. Así, el modo de ligar propio de nuestra época es equiparable al modo en el que uno va de compras. Lo que nos mueve a comprar no es el deseo, sino más bien algo que podríamos sintetizar en un simple “tener ganas de”. La esperanza de vida de nuestras ganas es tan larga como lo que dure el acto de consumar la compra:
“Todos los motivos necesarios para que los compradores compren deben surgir de inmediato, mientras caminan por el centro comercial. Y también deben morir de inmediato (gracias a un suicidio asistido, en la mayoría de casos), una vez que han cumplido su cometido. Su expectativa de vida se reduce al tiempo que lleva a los compradores recorrer el shopping desde la entrada hasta la salida”.[12]
En contraposición con lo que la sociedad líquida entiende por Eros, Bauman entiende el amor como “el anhelo de querer y preservar el objeto querido”. Se trata de un sentimiento que busca la trascendencia del yo a través de la disolución en la otredad y que, en lugar de dinamitar nuestra identidad, la introduce en un movimiento centrífugo que nos extiende hacia al afuera de las cárceles del individualismo. En el amor se halla la supervivencia de los seres finitos a través de la alteridad de los mismos. El amor es un refugio (y no podemos darles el nombre de hogar a aquellos lugares de los que se sirve nuestro nomadismo). El arte de amar precisa de tiempo; su construcción, pilares sólidos; su mantenimiento, una disposición del yo amante para servir al sujeto amado y viceversa, un compromiso que todas las partes deben prometer cumplir. Sin embargo, los individuos líquidos se sumergen en una constante relación con los otros, cuyos tintes siempre han de ser superfluos, cuyos pasos jamás deben armonizarse con los propios: el peso del amor no puede ser mayor que el de una liviana chaqueta de seda que descansa sobre nuestros hombros (nada más ni nada menos que eso).
Desde algunos sectores del feminismo actual se han realizado fuertes críticas a la teoría de Bauman sobre el amor. Éstas ponen en manifiesto que el análisis realizado por el autor es tan solo parcial en tanto que -pese a que cita a autoras como Butler- no introduce en él la perspectiva de género, eludiendo así las formas de entender el amor que han tenido separadamente hombres y mujeres. A este respecto, Alberto Matamoros[13] considera que Bauman “pasa por alto una histórica exigencia social para que las mujeres amen sólido y los varones en líquido, no se detiene en el proceso de explotación que ha supuesto ‘amar demasiado’. Por ello propone replantear las tesis de Bauman en términos de por qué ahora las mujeres también aman líquido. El feminismo sostiene que el sistema patriarcal ha provocado que, mientras que los hombres podían mantener relaciones líquidas (identificadas, en su mayoría, con relaciones extramatrimoniales); para las mujeres, este modo de conceptualizar el amor solo ha sido posible en las últimas décadas. Una posible respuesta a esta cuestión puede ser la incorporación de la mujer al mercado laboral que, por supuesto, se tradujo en una mayor independencia económica y, por lo tanto, también personal. No cabe olvidar tampoco la normalización del uso de los métodos anticonceptivos, que se presentaron como garantía fundamental de la libertad sexual de las mujeres. Se presentan así condiciones suficientes para poder amar líquido, una fórmula que, además, parece compatible con las nuevas conquistas de la mujer y que, por otro lado, logra garantizar una independencia personal frente a la que el amor sólido se presenta como amenaza.
Sobre la base de lo expuesto, el feminismo dota al amor líquido de unas connotaciones positivas y lo inscribe en su lucha contra el mito del amor romántico. Amar líquido se presenta como una liberación en sí misma, como lo verdaderamente revolucionario, un sentir sin cadenas, una planicie en la que ya no hay muros que obstaculicen el caminar del sujeto. Sin embargo, esta visión, esta concepción del amor líquido en tanto que conceptualización “en contra de” alberga en sí cierto peligro. Asumido como el abanderado de la libertad de los individuos -y, especialmente, de la mujer- no se somete a un movimiento de autocrítica donde quienes participan de esta forma de amar se preguntan en qué medida lo supuestamente “revolcionacio” es sintomático del sistema vigente contra el que tan descontentos nos mostramos. A este respecto, vale la pena rescatar una reflexión de Gilles Lipovetsky:
“Para definirse, el hiperfeminismo reivindica el estilo, la sintaxis Otra, táctil y fluida, sin sujeto y objeto. ¿Cómo no reconocer en esa economía de fluidos, en esa misma multiplicidad conductible, el propio trabajo de la seducción que en todas partes suprime el Mismo, el Centro, la linealidad y procede a la disolución de las rigideces y de los sólidos? Lejos de representar una involución, la suspensión de la voluntad teórica no es más que un estado último de la racionalidad psicológica; lejos de identificarse con lo rechazado de la historia, lo femenino se define así como un producto y una manifestación de la seducción posmoderna, liberando y desestandarizando en el mismo movimiento la identidad personal y el sexo: ‘La mujer tiene sexo por todas partes. Goza por todas partes’. Entonces nada más falso que luchar contra esa mecánica de los fluidos acusada de restablecer la imagen arcaica y falocrática de la mujer. Lo cierto es lo contrario: sexducción generalizada, el neo-feminismo no hace más que exarcebar el proceso de personalización, dispone una figura inédita de lo femenino, polimorfa y sexuada, emancipada de los papeles de identidades de grupos, en consonancia con la institución de la sociedad abierta. Tanto a nivel teórico como militante, el neofeminismo contribuye al reciclaje del ser-femenino por la valoración que hace de él en todos los aspectos: psicológico, sexual, político, lingüístico…Se trata ante todo de responsabilizar y psicologizar a la mujer liquidando la última ‘parte maldita’, dicho de otro modo, promover a la mujer al rango de individualidad completa, adaptada a los sistemas democráticos hedonistas, incompatibles con unos seres atados a códigos de socialización arcaica” [14].
No seré yo quien diga si esta es o no la verdadera revolución amatoria, pero la imagen que se yergue ante nosotras no lo hace al son de nuestros himnos de libertad: Narciso, subyugado por sí mismo, ya no respira en su capsula de cristal. Quizás las mujeres que quisimos dar un paso hacia delante en el amar líquido deberíamos repetirnos la pregunta que Wolf nos instaba a formular: “¿A dónde nos lleva, en definitiva, el desfile de hijos varones de hombres con educación?”[15] En nuestro intento por luchar contra las formas de amor patriarcales (en donde existía una clara desigualdad de género y ejercicios de violencia contra la mujer) parece que lo único que hemos conseguido es adoptar lógicas masculinizadas de amar. No hemos refundado el amor, las mujeres nos hemos dejado llevar por una supuesta igualdad en el que las lógicas las dicta un sistema impregnado de las conductas propias del poscapitalismo y en donde el machismo sigue compadeciendo a través de nuevas fórmulas.
[1] BAUMAN, Z. (2003) Amor líquido. Madrid, Fondo de Cultura Económica
[2] FROMM, E. (1982) El Arte de amar. Barcelona, Ediciones Paidós
[3] Cuando hablo de “esferas en las que la ley no tiene alcance directo” no pretendo, de ningún modo, anular las connotaciones político-estructurales latentes en ellas. La ley puede tener un alcance directo en la reformulación de del matrimonio permitiendo, por ejemplo, el divorcio, con el que se rompe el carácter tradicionalmente inmutable de la unión matrimonial. Sin embargo, si lo que queremos cambiar son los roles de género dentro de la unión, en tanto que se trata de una cuestión relacionada con la construcción de las subjetividades, tendremos que servirnos de otros medios de concienciación que pueden ir desde campañas publicitarias estatales hasta charlas informativas para la ciudadanía.
[4] COLUSSI, M. Matrimonio: institución en crisis (2006). Rebelión.org
[5] CALVI, Bettina,. (2009) Las configuraciones vinculares en tiempos de amor líquido. Revista Científica de Vo. XIII Nº2 (UCES), Primevera
[6] ÍDEM.
[7] Platón,. (1986) Vol. III: Fedón, Banquete, Fedro. Madrid, Colección Clásica de Gredos
[8] Freud, S. (2004), Introducción del narcisismo. Madrid, Alianza Editorial
[9] Freud también señala otro modelo de elección de objeto, que se refiere a aquellas personas que eligen según el modelo de su propia persona. A este tipo de elección de objeto Freud lo llamó narcisista. “Todo ser humano tiene abiertos frente a sí ambos caminos para la elección de objeto, pudiendo preferir uno o el otro. Decimos que tiene dos objetos sexuales originarios: él mismo y la mujer que lo crió…” (Freud, 2004). Freud señala que el modelo por apuntalamiento es propio de los varones y el narcisista, de las mujeres (sobre todo de las que son hermosas).
[10] «La vivencia de la separatidad es la fuente de toda angustia. Estar separado significa estar aislado, sin posibilidad alguna para realizar las capacidades humanas. De ahí que estar separado signifique estar desvalido, ser incapaz de aferrar el mundo -las cosas y las personas- activamente; significa que el mundo puede invadirme sin que yo pueda reaccionar”. FROMM, E., (1982)
[11] Byung-Chul Han., (2014) La agonía del Eros. Barcelona, Herder
[12] BAUMAN, Z. (2003) Amor líquido. Madrid, Fondo de Cultura Económica
[13] Matomoros, A., (2007) Amor líquido. Publicado en Cuaderno de materiales. Filosofía y ciencias humanas número 22
[14] Lipovetsky,G., (1997) La Era del vacío. Ensayos sobre el individualismo posmoderno. Madrid, Anagrama
[15] WOOLF, V., (1999) Tres Guineas. Barcelona, Lumen.