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Amargo rimar

Heredada costumbre de la cabeza parlante era rimar amargamente la elegía de las penas o el grave diálogo de anhelos y renuncias: El dolor de un mártir encoge el corazón de los polluelos, insomne y malgeniado en su corta edad. Tarde llegan los coros y danzas a la verbena ya fantasmal. Siempre en despiadada lucha reflexiva, el pájaro cabra vuela contra los cielos morados de su infundado existir mientras los ingenieros lamentan la máquina indigna que es el hombre, azarosa suma de engranajes que caen uno tras otro en la trampa de girar cada cual según le place. El valle era por fin un valle de lágrimas. Sólo la mano de Dios, grácil primera dama y el más rudo jugador, estampó sus divinas fuerzas en las narices de la cabeza parlante y, libre de su negro velo, la razón de los hombres vio, más allá de febriles tragedias, el lugar donde se hace la vida y el cielo abierto espera.  

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