Justo en la frontera entre el valle y las montañas que lo rodean, en la cima de una colina de modesta altura, un poyo mediano dentro de un sistema de cumbres carentes de picos, allí surge –enfática, imponente– la silueta de la Basílica de San Francisco en Asís, el centro neurálgico de una orden religiosa que, en teoría, pregona la virtud de la pobreza. Allí, en una noche de otoño, tiene lugar un espectáculo multimediático a cargo de Sebastião Salgado que pretende pasar por visionado fotográfico pero que a fin de cuentas tiene más de meditación intelectual.
Desde las alturas que albergan a la basílica se aprecia el paisaje de la región de Umbría, en la Italia central, una alegoría del efectismo propio del culto cristiano. De la roca, con una naturalidad casi grotesca, surge el campanario de la basílica superior, despuntando hacia el cielo, el único pico de piedra –blanca, por demás– entre tanto verde. Bajo la basílica, de un románico tardío y monumental, se abre el monasterio franciscano, un monstruo arquitectónico descomunal que bien podría pasar por un precedente medieval –acaso una premonición– de un búnker nuclear. En estas latitudes los Apeninos no son ni demasiado altos ni demasiado escarpados, pero en vista de que el valle a sus pies se encuentra prácticamente al nivel del mar, el Monte Subasio, que se eleva por encima de la localidad de Asís, aparenta ser la tierra de la niebla, donde las nubes nacen y crecen antes de partir en su vuelo hacia otras cumbres.
Inclusive cuando el cielo se despeja y el sol brilla, lo hace con cierta cautela. Hemingway habría utilizado este paisaje como preámbulo para ambientar una historia de estafas y engaños –El gran timo–. Sebastião Salgado no es Hemingway, pero la proyección de sus fotografías sobre la fachada de la Basílica de San Francisco en Asís tiene más de arte conceptual que de exhibición museística, y si bien la selva amazónica es el objeto evidente del espectáculo, la puesta en escena que Salgado ha concebido e insistido en orquestar aborda con sutileza cuestiones de moralidad y responsabilidad dignas de Dostoyevski –cuestionando, al fin y al cabo, la superioridad de la cultura occidental, a la que Salgado pertenece, por encima de la cultura indígena, a la que él mismo retrata.
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A propósito del Citroen DS, Roland Barthes escribió en 1957 que las catedrales góticas eran, como el recién salido coche de lujo, “la creación suprema de una era, concebidas con pasión por artistas anónimos, y consumida en imagen y en uso por la totalidad de la población que se la apropia como un objeto puramente mágico”. La Basílica de San Francisco no es, estrictamente hablando, ni gótica, ni catedral, aunque no cabe duda de que es un lugar mágico. A pesar de su dimensión monumental, el exterior del edificio es casi tan recatado como exuberante es su interior. Siguiendo las pautas del estilo románico, la basílica no dice nada por fuera, no revela ningún secreto. Aunque en su construcción estuvieron involucrados los más grandes artistas de la época, Cimabue, Simone Martini, Pietro Lonrenzeti y, por supuesto, Giotto, el Henri Chapron del siglo XIV, la fachada de la basílica es prácticamente un lienzo en blanco, solo quebrantado por las figuras de los evangelistas tetramorfos en torno al rosetón gótico que se dibuja por encima del pórtico central de la iglesia. Y, sin embargo, no cabe duda de que es este uno de los edificios más emblemáticos de la cultura cristiana occidental, uno de los grandes hitos de toda una civilización –la nuestra.
Como tal, la basílica es fuente de admiración, al reunir los grandes logros técnicos y espirituales de nuestra cultura. En la misma medida y por los mismos motivos, la estructura actúa como antídoto contra la soberbia, pues en medio de la grandeza de la naturaleza circundante esta majestuosa obra arquitectónica hace que cualquier ser humano, sea feligrés o espectador, se reconozca insignificante en comparación, diminuto e infinitamente inferior. El propósito de todo esto es, ostensiblemente, alabar la inmensa gloria de dios, aunque implícito en esta alabanza queda afirmado, también, el incontrovertible poder de la Iglesia, acaso la más poderosa de todas las instituciones.
No es producto de la casualidad el hecho de que Sebastião Salgado haya querido que fuera este el lugar donde se proyectara por primera vez, en primicia mundial, una selección de las fotografías que conforman su más reciente proyecto editorial, Amazonia, al cual le ha dedicado la mayor parte de la década pasada. Tampoco es casual el formato del evento –gratis y al aire libre, a pesar de la gran probabilidad de lluvia– ni, se me antoja, el hecho de que Salgado, artista brasileño, decidiera dirigirse al público y a su traductor en francés: momentos antes de utilizar la fachada de, no cualquier catedral gótica sino la Basílica de San Francisco en Asís, antiguamente parte del Estado Papal y uno de los centros de culto más importantes del cristianismo, Salgado repite una y otra vez –en la lengua de Barthes– que en el respeto por el pasado se encuentra la clave para un futuro sostenible, la clave, de hecho, para la preservación de la especie humana.
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Contra la fachada principal de la Basílica de San Antonio, con el rosetón gótico por relieve y abarcando ambos paneles laterales, surge el título de la obra, en enormes letras rojas: AMAZONIA. Es noche cerrada, los focos que generalmente iluminan el recinto han sido apagados expresamente para el evento, y un temporal que desde hace un buen rato amenazaba con aguar la fiesta finalmente ha hecho su aparición. Aun así, el jardín que se abre más allá del atrio de la iglesia está repleto de visitantes, cientos de ellos, quienes han venido a admirar, bajo la lluvia y entre paraguas, la obra de uno de los más grandes exponentes de la fotografía contemporánea.
No hace falta más que unos cuantos minutos, sin embargo, para comprender que esta no es una muestra visual como cualquier otra. Es algo que se ha podido inferir, claro está, tan pronto como se dieron a conocer los detalles del evento, pero muchos de los presentes se preguntaban cómo, con qué ingenio, habría de superar Salgado las dificultades implícitas en la proyección de imágenes de proporciones monumentales sobre una superficie que, a todas luces y a pesar de los paneles laterales, no es lisa.
La respuesta, para desmayo de muchos, es de ninguna manera, pues en lugar de neutralizar el efecto de estos obstáculos, la exhibición los asume como parte del espectáculo. Que este sería el caso quedaba ya en evidencia desde el momento cuando el título de la obra apareció plasmado, como un graffiti hecho no con aerosol sino con brocha gorda y sangre, sobre la fachada de la iglesia. Y luego, un instante más tarde, esa misma imagen dio un salto, milimétrico pero visible, hacia la izquierda, antes de volver, un segundo después, a su posición original.
La imagen del proyector no es estable, ni lo ha de ser durante el resto de la proyección, en la cual más de un centenar de fotos habrán de adornar la basílica al ritmo de siete fragmentos de composiciones del autor brasileño Heitor Villa-Lobos. Se trata principalmente de dos tipos de fotografías: paisajes monumentales, al mejor estilo de Anselm Adams, y glosas antropológicas de los habitantes del Amazonas, gente que vive un período histórico completamente diferente al nuestro, y que en ocasiones carece inclusive de contacto con el hombre occidental.
De cierta manera, la inestabilidad de la imagen del proyector provoca un efecto no del todo disonante, especialmente con respecto a esos paisajes enormes, inabarcables, que se resisten a ser plasmados en una imagen estática, de una vegetación, una hidrografía, una naturaleza que no es nada si no es dinámica y variable. El retrato de aquellas confluencias imposibles, de aquellas extensiones infinitas con millones y millones de hojas, acoge con generosidad los efectos de un conflicto entre idiomas o parámetros entre el proyector y el ordenador, a tal punto que surge la duda si, de hecho, no hacer las correcciones necesarias para prevenir esta situación ha sido, al fin y al cabo, una decisión deliberada.
La duda, ese fermento que logra derrumbar toda certeza, resulta ser el objeto de esta exhibición, de este espectáculo que tiene más, a fin de cuentas, de obra conceptual que de muestra fotográfica. Porque si bien la inestabilidad de la imagen no es del todo invasiva, la presencia del rosetón gótico en el centro de cada una de las imágenes sí que lo es, una enorme arruga distorsionando todo el visionado de este mundo primigenio que Salgado nos presenta. Pero si el contratiempo técnico ha podido ser un imprevisto de última hora que no había sido considerado y para el cual no se halló solución, el rosetón en medio de la fachada de la basílica ha estado allí desde aproximadamente siete siglos, antes inclusive de que Cristóbal Colón descubriera el mundo retratado en las imágenes que sobre él se proyectan.
Es decir, en la planificación y conceptualización de este evento el rosetón siempre tuvo que estar presente, por lo cual, si no se hizo nada para cancelar el efecto que tendría sobre las proyecciones –si no se cubrió con una estructura provisional, por ejemplo– significa que su presencia fue integrada al espectáculo, asumida mas no ignorada. Pero asumir un elemento que arruina el aspecto estético de una muestra fotográfica obliga a pensar –he allí el fermento aquel– que el propósito fundamental de la proyección de estas imágenes tan hermosas en este escenario tan evocativo no es estético.
El rosetón gótico –emblema por excelencia de los méritos y los logros del Viejo Mundo, un mundo de dogmas y escolástica– contamina con su presencia la representación fotográfica de otro mundo, igualmente previo a la Era de los descubrimientos, millones de años más antiguo, de hecho, en el caso de los paisajes, un mundo situado en otra realidad paleontológica, en el caso de los retratos, la misma en la que se encontraban sus ancestros hace 500 años, con la llegada de Colón, y también hace siete siglos, cuando algún artista anónimo tallaba los bustos de los tetramorfos que rodean el rosetón.
El mundo indígena superpuesto, literalmente encima, del emblema de la máxima excelencia medieval y a la vez distorsionado por él. Una metáfora que se repite una y otra vez, y se combina con varios elementos adicionales de esta presentación, en la cual el Amazonas y la Basílica de San Francisco resultan ser solo dos de múltiples partes constitutivas. Está, por ejemplo, el hecho de que lo que se proyecta contra la fachada de la iglesia no es el mundo indígena en sí, evidentemente, sino una representación fotográfica de ese mismo mundo, una representación que sólo puede existir gracias al afán de progreso del mundo occidental, una representación captada con un artefacto millones de veces más avanzado que el utilizado por Louis Daguerre, pero heredero, al fin y al cabo, de aquella invención; una representación, además de un mundo del todo inaccesible, de no ser por la colaboración del gobierno brasileño y la posibilidades que brindan los métodos de transporte del siglo XX, como el helicóptero del ejército que le permitió a Salgado llegar a sitios donde nunca nadie había llegado; una representación que sólo se puede proyectar de esa manera (a pesar de la inestabilidad de la imagen) en la era tecnológica que es la nuestra. Una presentación en la cual se hayan representados mundos opuestos y excluyentes que eventualmente llegaron a coincidir, con consecuencias catastróficas para uno de ellos, y transformaciones no menos fundamentales para el otro.
Amazonia es un espectáculo paradoxal, en el que hay espacio también para el fruto de este choque, pues el hilo musical que ambienta la proyección no pertenece enteramente ni a uno ni al otro mundo, no es música indígena, ni tampoco es Vivaldi, sino la interpretación carioca (no amazónica) de una forma de expresión musical puramente occidental: la música orquestal. En las composiciones de Heitor Villa-Lobos, Salgado encuentra un parangón a sí mismo, un producto del mestizaje que subvierte la herencia de la cultura dominante, que la contamina con elementos foráneos, y la transforma en el proceso.
Y es que ese, precisamente, es el propósito de esta exhibición: hacer una apología al verdadero mestizaje. Pero para conseguir un mestizaje pleno es necesario que los dos mundos en cuestión se encuentren en un mismo plano, es necesario que el intercambio sea entre pares. Para ello Salgado se ve obligado a derrumbar los mitos de progreso que sustentan la ilusión de superioridad que prevalece en Occidente. Al proyectar una imagen hiper-ampliada del mundo indígena encima de la superficie de una de las iglesias más importantes de la cristiandad Salgado hace, físicamente, justo eso: eleva el estatus de lo primitivo y lo coloca a la par de los más grandes logros del mundo occidental. Bajo la lluvia, en una fría noche de otoño, es eso lo que viene a decirnos, con sus fotos y en francés, uno de los más excelsos creadores de la actualidad.