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Mientras tantoAmberes, que llegó al cielo sobre los hombros de África

Amberes, que llegó al cielo sobre los hombros de África


 

Estación de Amberes

 

No había vuelto a Amberes desde que el carguero CanMar Pride nos dejara en el puerto, tras una semana de travesía desde Montreal. El portacontenedores encaró la desembocadura del Escalda con un par de buenos prácticos a bordo. Conocían como la palma de la mano las corrientes del río, los bancos de arena, los bajíos, la mejor forma de llevar la carga a puerto. Aproveché la travesía para dar buena cuenta de los libros de W. G. Sebald que no había podido leer en Nueva York. Austerlitz fue uno de los que más hondos surcos trazó en las arenas movedizas de la memoria. Pero entonces no pude comprobar con mis propios ojos lo que al inicio de este libro el malogrado escritor alemán había escrito acerca de la estación de Amberes: 

 

«Hacia finales del siglo XIX, así había comenzado Austerlitz a responder a mi pregunta sobre la historia del origen de la estación de Amberes, cuando Bélgica, una manchita amarilla grisácea apenas visible en el mapamundi, se extendió con sus empresas coloniales al continente africano, cuando en los mercados de capital y las bolsas de materias primas se hacían los negocios más vertiginosos y los ciudadanos belgas, animados por un optimismo sin límites, creían que su país, durante tanto tiempo humillado por la dominación extranjera, dividido y mal avenido, estaba a punto de convertirse en una nueva gran potencia económica, en aquella época ya remota que sin embargo determina hasta hoy nuestra vida, fue deseo personal del rey Leopoldo, bajo cuyo patrocinio se producía aquel progreso aparentemente inexorable, utilizar aquel dinero del que se disponía en abundancia para construir edificios públicos, que debían dar renombre mundial a su floreciente Estado».

 

Cúpula estación de Amberes

 

Sigue Sebald, con la voz de Austerlitz detrás: «Uno de esos proyectos iniciados por la autoridad más alta fue el de la estación central de la metrópolis flamenca en que ahora nos sentábamos, diseñada por Louis Delacenserie e inaugurada en el verano de 1905, en presencia del monarca, después de diez años de planificación y construcción, dijo Austerlitz. El modelo recomendado por Leopoldo a su arquitecto fue la nueva estación de Lucerna, en la que le cautivaba especialmente la concepción de la cúpula, que tan espectacularmente excedía de la escasa altura habitual en las estaciones de ferrocarril, una concepción adoptada por Delacenserie en su construcción inspirada por el Partenón romano, de una forma tan impresionante, que incluso hoy, dijo Austerlitz, exactamente como era la intención del arquitecto, al entrar en la sala nos sentíamos como si, más allá de todo lo profano, nos encontrásemos en una catedral consagrada al comercio y el tráfico mundiales». Es curioso, porque algo parecido había escrito en mi diario de Viaje (Mar Atlántico. Diario de una travesía), el día que bajamos a las bodegas metálicas, cuyos pasillos, crucetas y arbotantes me recordaron a una catedral consagrada al comercio.

 

El niño y el dromedario en un mirador de Amberes

 

La estación había sido preservada en su fábrica desde los tiempos en que Austerlitz y Sebald hablaron bajo sus bóvedas, pero no el lecho por donde los convoyes y ahora los metros se entrecruzaban para seguir dando aliento al tráfico, el comercio, el turismo, el fin de la historia y el olvido. La gran caja, playa ferroviaria interior, en la que hizo su entrada mi tren de Bruselas, estaba blindada por lienzos de hormigón con cuadrados que parecían lápidas esperando nombres. ¿Cómo no pensar en todos los africanos a los que se les había extraído hasta la última gota de sangre a mayor gloria de Bélgica, es decir, de nosotros? Me acordé de las lápidas del cementerio de Algeciras y de Tarifa donde son enterrados, en tumbas sin nombre, los africanos que perecen en el Estrecho de Gibraltar intentando ingresar en nuestra maquinaria productiva, en nuestro sueño y en nuestra quimera.

 

Lo primero que hice nada más salir de la estación, además de intentar respirar aire puro, fue buscar el niño encaramado al dromedario, sobre el mirador de la torre: «veía cuánto excedía aquel edificio construido con el patrocinio del rey Leopoldo de lo puramente funcional, y me admiraba el muchacho negro totalmente cubierto de cardenillo que, desde hace ya un siglo, se alza solo contra el cielo de Flandes con su dromedario, como un monumento al mundo de los animales y los pueblos indígenas, en lo alto de un mirador, a la izquierda de la fachada de la estación».

 

Una puerta en Amberes

 

«El muchacho se acerca a la casa. Vereda de alerces. La Fronda. Collar de lágrimas. El amor es una mezcla de sentimentalismo y sexo (Burroughs). La mansión sólo es fachada y la desmantelan para instalarla en Atlanta. 1959. Todo está envejecido». Así comienza Amberes, la novela de Roberto Bolaño que todavía no he leído.

 

Para llamar en Amberes

 

Pero las vidas están ahí. Detrás del puño. No podía imaginar que iba a entrar en una tienda, atraído por una pieza de cerámica para descubrir que era fruto de las enseñanzas de dos alfareros, Evelyne Porret y Michel Pastore, que habían decidido irse a El Faiyum, sí, donde los enigmáticos retratos de nuestros antepasados egipcios de los que con tanto tino escribió John Berger, a enseñar cerámica. ¿Como si de esa manera Amberes expiara una culpa inexpiable?

 

Nombres en Amberes

 

Novelas y cuentos detrás de fachadas protegidas amablemente contra los intrusos, contra la sospecha. Escaparates que apenas reflejan de qué manera nos vamos extraviando en nuestros sueños, pero sobre todo en nuestra vigilia.

 

Un número de una calle de Amberes

 

31-1 de una calle de Amberes. Una casa en la que no me atreví a entrar. Vidas insospechadas. No fuera a descubrir que allí habían vivido mis madres, mis hijos, yo mismo, en otra estancia de la culpa y del deseo.

 

Nombres en un portal de Amberes

 

¿Acaso son culpables de lo que hizo el rey Leopoldo II en su nombre? ¿Acaso han de estar constantemente examinando su historia, hasta qué punto las plusvalías les permitieron adquirir ese apartamento, esa vida, esa esperanza, ese futuro y sus cuentas corrientes, una habitación confortable, agua caliente en invierno y en verano, aire acondicionado, vacaciones, nada de culpa?

 

 

Barcazas de Simenon, las que me encuentro en un galpón del puerto. Volver sobre nuestros pasos. Simenon sí sabía cómo deslizarse entre la ropa y la conciencia, entre la piel y el abecedario con el que cada uno seduce y engaña, se busca subterfugios y sobrevive, gana un día, una noche, se disfraza, se muere de placer, hace promesas, vuelve a las andadas, lee una página, se confiesa, o no, se duerme, compra una indulgencia, se autocompadece, bebe una cerveza, besa a sus hijos, da una vuelta en la cama y se duerme como un bendito. Georges Simenon sabía cómo.

 

Puerta y enredadera en Amberes

 

Hacia el río voy sin preguntar a nadie. Sin pensar en cuánta España se esconde detrás de estos nombres, estas cerraduras, estas plantas que se enroscan como serpientes que saben distinguir entre el bien y el mal.

 

Con Sebald, ante la corriente del Escalda

 

Un hombre hace volar una gran cometa contra el cielo de las cuatro de la tarde. Me siento con Sebald otra vez, esta vez ante la mansa corriente del Escalda un día de abril. Por aquí entraban los barcos cargados de marfil, maderas preciosas, animales. Por aquí entró el dinero que permitió a los belgas construir la estación de Amberes y todo lo que surgió alrededor. Ah, su industria. Ah, su ingenio. Nuestros hermanos. Vuelvo a la estación de Amberes cuando la noche cae. Y sobre el Estrecho, sobre el alambre de concertina, nuestra laxa conciencia.

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