Home Mientras tanto American Bullshit

American Bullshit[1]

 

Suena Oh you crazy moon,

de Chet Baker

 

Sin ser un cineasta cuyas películas nos incomoden es cierto que David O. Russell nos provoca cierto desconcierto. Es por ello que no nos extraña que sea una figura que, además de por su difícil carácter, en Hollywood se le mire de reojo. Sin embargo, la industria, dispuesta siempre a conseguir las piezas que renueven y a la vez encajen en su mecanismo, con la anterior El lado bueno de las cosas (Silver Linings Playbook, 2012) y con La gran estafa americana (American Hustle, 2013) le reconozca con un montón de nominaciones, aunque de momento siempre se haya ido de vacío. A la espera de saber si este año pasará a la categoría de eterno aspirante,  La gran estafa americana se nos ofrece como una muestra más del tipo de cine que realiza David O. Russell, en el que diríamos que prevalece si no una comicidad sí una falta de gravedad sobre todo aquello que nos cuenta –aquí con Eric Singer como co-guionista.- La suya es una actitud traviesa, que no se excede, y por lo tanto no resulta irreverente, que incluso no es ensimismada, pero tampoco autocrítica. No podemos emparentarle con los hermanos Coen, cuando estos eran más gamberros –Quemar después de leer (Burn after reading, 2008) -, ni tampoco con Tarantino, con esa ambivalencia constante entre la parodia y el homenaje. David O. Russell resulta más difícil de catalogar, y por lo tanto me parece un cineasta más puñetero. Todo ello hace también que se pueda tener la sensación de que sus películas jamás terminan de ofrecer todo aquello que podrían, alejándose sus resultados de las expectativas creadas.

 

 

A mí me sucedió con El lado bueno de las cosas, esa comedia romántica más convencional y tópica de lo que su disfraz pretendía que viéramos. Nada en ella terminaba de conducirnos por una línea determinada. El tono no terminaba de ser amargo ni dulce, ni frívolo ni grave, había apuntes caricaturescos y después cierto dramatismo, de manera que identificarse con los personajes y la historia acababa en un esfuerzo inútil. Sus películas no siguen una línea recta, tampoco son senderos que se bifurcan y que luego vuelven a reencontrarse, sino una apuesta por una zigzagueante estructura dramática. Toleré, en cambio, mucho mejor The fighter (Idem, 2010), tal vez porque me apasiona ese juego de espejos entre la realidad y la ficción, y en ella no sabías muy bien si era la ficción la que deformaba la realidad o viceversa, además de recuperar algo del espíritu de John Cassavetes. Y resulta, pero, que ni con la primera te acabas irritando, ni con la segunda te acabas apasionando, por mucho que a uno le apetecería. Y es precisamente esa falta de gravedad, ya sea en los aspectos cómicos o dramáticos, la que hace que le disculpemos con una media sonrisa. ¿Qué hacemos, pues, nos lo tomamos en serio como cineasta o le ignoramos?

 

La gran estafa americana me resuelve la duda, al menos en parte, aunque me replantee sino me exige más complicidad que la que debería darle. La historia sobre la estafa organizada por dos profesionales del engaño junto a un capitán del FBI es un tema propicio para alguien que tenemos la sensación que va a embaucarnos a la mínima. El tono distendido y frívolo se repite –aquí no se pretende elaborar un discurso de peso sobre la corrupción política- la vulneración de las expectativas vuelve a producirse sin que se haga ostentación de ello o sea una mera pose burlona y La gran estafa americana en cuanto a la historia de la puesta en marcha de todo un dispositivo orquestado por profesionales del timo, que pretenden librarse de una condena,  y un policía con aires de grandeza que ve la posibilidad de convertirse en una celebridad atrapando a políticos corruptos,  acaba por hablarnos de su propia naturaleza. Una película que es en sí la puesta en escena de su propia estafa.

 

 

Ya desde sus inicios nos muestra las cartas con ese Christian Bale, engordado de forma premeditada y exagerada, que se coloca un peluquín cutre del que no va a desprenderse el resto del metraje. No es un detalle baladí, porque como veremos más tarde Bradley Cooper, el policía aparentemente honesto, también se elabora sus tirabuzones, y ¿es en realidad esa la forma de vestir del personaje de Amy Adams, con esos escotes de vértigo, o forma parte de un papel seductor que se crea el propio personaje? Todo se convierte entonces en una mascarada en la que los personajes parecen convertirse ellos mismos en estereotipos sacados de la propia tradición cinematográfica que en este caso remite directamente a Martin Scorsese ¿O no nos recuerda el personaje de Jennifer Lawrence por aspecto y comportamiento al de Sharon Stone en Casino (Idem, 1995). De hecho el cineasta incluso copia el estilo de la puesta en escena del director de Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990), con esos travellings frenéticos, los acercamientos abruptos a los personajes y el uso de la banda sonora. Pero incluso más, porque parece querer imitar, y David O. Russell tiene que ser plenamente consciente de ello, a herederos del cine scorsesiano como Paul Thomas Anderson. ¿O no recuerda acaso el baile entre Bradley Cooper y Amy Adams a la secuencia de baile de Boogie nights (ídem, 1997). Curioso, pues, que sea esta una película que se inspira en una operación llevada a cabo por el FBI en la que se detuvo a varios senadores y otros representante políticos cuando su voluntad no es la de reconstruir los acontecimientos históricos sino reproducir como el cine lo ha hecho, poniéndose de manifiesto lo ilusorio de su naturaleza

 

 

La opción que nos queda frente a las imágenes de La gran estafa americana es la de formar parte de esa especie de juego del gato y el ratón que nos propone la película, con ese relato que empieza in media res y cuya estructura narrativa, fragmentada y que avanza a trompicones, va construyendo con continuos flashbacks, va interrumpiendo con algún paréntesis musical, va punteando con la alternancia de tres voces narrativas. En su conjunto La gran estafa americana se convierte en un gran caos que parece habérsele ido de las manos a sus responsables, un caos en el que nos perdemos porque ya no sabemos quién engaña a quién, porque desconocemos en qué punto estamos del plan orquestado por los protagonistas, y en el que incluso observamos como se acaban invirtiendo los roles, de manera que el ruin y cínico estafador parece preservar alguna idea de nobleza y el policía comprometido e íntegro parece tener interés en su propia grandeza.

 

Puede que una película como La gran estafa americana tenga un desenlace demasiado convencional, dramáticamente, y reconfortante, desde el punto de vista moral y de las buenas maneras, después de ofrecernos una comedia con unas cargas de cinismo semejantes. Sin embargo, algo queda una vez acabada la película, con ese agente federal que en su quijotesca cruzada acaba destapando a varios políticos corruptos aunque para ello corrompa a un político hasta entonces totalmente limpio. Algo nos dice de la actualidad esa paranoia tan propia de los Estados Unidos de los 80 al buscar corrupción donde aparentemente no la había para acabar, finalmente, encontrándola. Y una inquietante y poco edificante conclusión podemos acabar teniendo si nos planteamos cómo la propia operación de los federales acaba ocasionando que muchos de los sospechosos acepten sobornos. ¿Puede incluso que nosotros mismos sin darnos cuenta hayamos sido corrompidos por la propia película, que en el fondo todo esté tan bien orquestado que acabemos aceptándola como quién acepta un soborno pensando que por una vez tampoco pasa nada? Y ya nos avisa el personaje de Amy Adams cuando en la película afirma: «La clave de la gente es lo que cree y lo que quiere creer.» Pues eso, por esta vez, tampoco pasa nada.

 


[1] Título con el que originalmente iban a estrenar la película y que finalmente fue modificado por el de American Hustle

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