Tuve un profesor de alemán muy curioso, un tanto excéntrico, que como buen tudesco no sabía mentir. Una de las cosas que más le descolocaba de España es cómo la gente desnaturalizaba el socorrido “ya te llamaré” al no cumplir esa frase promesa. Era una muestra del “bienquedismo” de cura de aldea con las parroquianas -motor de todas las guerras civiles aquí- y resulta siempre jesuítico. Ello me hizo ver la gravedad de mentir a otros sobre el apego, ya que juegas con las emociones sin darte mucha cuenta.
Las relaciones son para cualquier pequeño filósofo un misterio: nadie sabe de dónde viene tal amistad o cual compañero. Pueden ser afinidades laborales e incluso -las más raras y volátiles- por aficiones. Llegan en círculos, con cierta inevitabilidad, y se van muchas veces sin parar a pensar si los necesitamos o echamos de menos. El ronroneo de las conversaciones, el recuerdo de las voces, es quizá la nostalgia de los afectos que no pudimos decir o incluso los amores inconclusos. Más todavía, una relación sentimental no deja de ser una amistad con fecha de caducidad, si uno resulta honesto con su biografía.
«Hoy se sale»
Los paseos solitarios son siempre el aluvión de recuerdos de aquellos edificios que nos hicieron felices y las sonrisas y anécdotas asociados a ellos. Todos ellos son retablos sin sagrada familia ni bueyes al no estar nuestros conocidos: eran ellos y no el parque polvoriento de Aluche los que daban vida a la escena y convertían el espacio vacío en una iconografía para mitómanos. Quizá por ello no hay nada más infantil que aquellos solitarios que proclaman a los cuatro vientos su soledad como nihilismo con ese complejo de pequeño “Cioran” que tienen muchos bien entrados los 40.
Todos ellos desdeñan que ninguno de sus “yo”, todo tímido es un soberbio intuía bien Orson Welles, no serían nada sin esa cinta de grabación que son los oídos ajenos. Y, ¿Quién quiere oír cintas que uno ha grabado con su voz?