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Amistad sin fronteras a través de los barrotes

 

Por entre los barrotes de una ventana de la tercera planta del centro de internamiento de extranjeros de Kumkapı, en Estambul, la megalópolis de 15 millones de habitantes que es puerta entre Asia y Europa, se asoman a la calle y saludan con la mano los hermanos Şahin y Mustafa K. Ali, de 22 y 24 años. Huyeron de Kirkuk, disputada ciudad petrolera en el norte de Irak, en busca de seguridad y trabajo, y ahora esperan junto a otros cientos de emigrantes y refugiados de decenas de países a que les permitan seguir en Turquía o les expulsen de vuelta a la casilla 0.

       Desde abajo, en la acera de enfrente del centro de detención, sentados discretamente en la terraza del bar Kumpakı Bira Evi, sus amigos Yahia Ali y Mohammed Salem les devuelven los saludos y les mandan mensajes de ánimo, casi como cada tarde desde que los detuvieron hace dos semanas y media «por trabajar sin contrato». En este trocito de calle de la ciudad más poblada de Europa se representa una bella historia cotidiana de amistad que también sirve como botón de muestra, con unos pocos nombres y apellidos, del masivo drama épico de nuestros tiempos, el de las migraciones, y, en particular, del éxodo que ha provocado la violencia en Irak (dos millones de emigrantes sólo entre 2003 y 2007, según la ONU).

       Hasta hace una semana, Mohammed Salem estaba también al otro lado de las rejas de ese gran edificio gris de la acera opuesta, esperando que de un momento a otro lo expulsaran a Irak por estar trabajando en Turquía sin permiso. Mohammed, de 24 años, es de Mosul, una de las ciudades más violentas de Irak, donde operan grupos atroces de Al Qaeda y criminales comunes. Cuenta que se fue de allí hace cuatro años para salvar la vida, y se sube la manga y enseña cicatrices de cortes de arma blanca en el brazo derecho para probarlo. Una mafia lo estaba extorsionando bajo amenazas de muerte. «Les di dinero varias veces, pero seguían pidiendo más».

       Cruzó la frontera, atravesó Turquía y buscó refugio en Estambul. Al poco de llegar conoció a Yahia, un turco de 19 años que estudia Informática en la universidad, y se hicieron inseparables, cuentan los dos. A los dos hermanos detenidos, que nos siguen mirando entre las rejas desde lo alto del edificio, los conoció Yahia hace dos años en una discoteca, y los unió a la pandilla. Los dos detenidos son iraquíes turcomanos, la minoría turcoparlante presente sobre todo en el norte de Irak. «Şahin y Mustafa también se fueron de Irak por la violencia. No querían que los mataran si se quedaban en Kirkuk. Los han detenido porque trabajan sin contrato. Llevan encerrados dos semanas y media», explican sus amigos.

       Mohammed dice que en el centro de internamiento hay 30 literas por celda, «no muy limpias»; que las dos primeras plantas son para hombres y la tercera, para mujeres, y que a los internos los concentran según su lugar de procedencia o raza: los de Rusia y Georgia, en una celda; los negros africanos, en otra; los de Irán e Irak, en otra común; los de Marruecos y Argelia, lo mismo. En otras ventanas, muchas con ropa puesta a tender entre los barrotes, asoman en la penumbra los rostros silenciosos de más inmigrantes atrapados en la encrucijada: subsaharianos, centroasiáticos, de Bangladesh, de Afganistán. A algunos hombres los acaban soltando. Pero a las mujeres, dicen, las expulsan «a todas» porque tienen menos apoyos en Estambul que intercedan a su favor. A menudo los detenidos permanecen allí, sin plazo límite, hasta que ellos o sus familias pagan el transporte para su expulsión, según denunció el informe de 2009 de Migreurop Fronteras asesinas. Este estudio recuerda que el 13 de octubre y el 19 de diciembre de 2008 hubo aquí dos revueltas de detenidos contra sus condiciones de detención y los malos tratos policiales. En las ventanas colgaron carteles que decían: «¡No somos ni terroristas ni perros!».

       Mohammed, detenido también por trabajar sin papeles, llevaba un mes y medio preso cuando hace una semana vinieron a rescatarlo trabajadores de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), que hicieron ver a las autoridades turcas que el joven tiene concedido el estatuto de refugiado por este organismo. Él saca de su cartera y enseña el carné de Acnur que así lo certifica. Su objetivo es emigrar legalmente a Estados Unidos como refugiado iraquí, un proceso que ya ha iniciado pero que le exige, dice, esperar dos años en Turquía.

       Los policías que vigilan el edificio dan voces cuando se intenta hacer fotos del exterior, pero el de la puerta principal está hoy de buen humor y explica con mímica para qué sirve el recinto: «¿No tienes pasaporte? Pues te metemos aquí para mandarte de vuelta en avión», viene a decir. El centro de internamiento no está en un lugar apartado y fuera de la vista sino en un rincón especialmente bullicioso de Estambul, al lado de las calles turísticas de Kumkapı y sus decenas de restaurantes de pescado, y de la zona comercial de Laleli, especializada en la venta al por mayor de textiles que vienen a comprar comerciantes de África, Europa del Este, del Cáucaso, de Oriente Medio, de Asia Central o del Sudeste asiático. Allí vive gente de todo el mundo. «Turquía es un paraíso para los refugiados, si no creas problemas puedes vivir y trabajar aquí tranquilamente, y no te deportan como en Europa», defiende el director del hotel Antik Ipek, Cavit Beyzade, iraní de Tabriz, residente en Estambul desde hace 15 años y esposo de una rumana.

       Estambul es uno de los grandes cruces de caminos en la emigración entre Asia y Europa, ya sea por vía marítima y terrestre hacia la vecina Grecia (cuyas autoridades planean ahora construir un muro o alambrada en los 200 kilómetros de frontera con Turquía) o por tierra a través de Bulgaria. Pero también, cada vez más, se ha convertido en un lugar en sí mismo de destino, lo que, unido a la presión de la Unión Europea, está provocando que las autoridades turcas endurezcan los requisitos para viajar allí y también las redadas en busca de sin papeles.

       Ya de noche, Mohammed y Yahia se despiden desde la calle de sus amigos presos. «En los días negros, yo estoy con mis amigos para ayudarlos», dice el joven turco, cuya solidaridad no entiende de fronteras, leyes migratorias ni distinción con el yabancı, como apunta que se dice al extranjero en lengua turca. Arriba, entre rejas, unas sombras ondean la mano, solas frente al frenesí de vida y movimiento de Estambul.

 

Estambul, diciembre de 2010

 


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