Además de los cantantes con pinta de drogadictos, en mi adolescencia mostraba una cierta querencia por los escritores. De haber nacido siglos atrás hubiera sido la típica groupie que perseguiría por toda Alemania con la Volkswagen a Schopenhauer, a Heine, o a Hölderlin. No digamos ya a Nietzsche, por el que hubiera estado dispuesta a pagar una millonada para que me alojaran en la habitación del manicomio contigua a la suya.
Él, melenudo, moreno, guapito y creído, iba por ahí con unos poemas amorosos que lo convertían ante mis ojos en una especie de Rimbaud solitario y profundo, a punto de embarcar en el puerto de Vigo rumbo a Sumatra y Java, destinado a monopolizar el tráfico de órganos de chimpancés protegidos y a escribir alguna letra para la posteridad de tarde en tarde. Las primeras citas de los 15 años no tenían nada que ver con las de ahora, entonces nadie se planteaba en depilarse el coño en forma de felpudo rosa, ni se hacía necesaria la utilización de varios edemas para despejar el horizonte tormentoso del norte. Cualquier tiempo pasado era mil veces mejor.
Vino a recogerme en el lugar acordado. Sin saberlo, yo tenía entonces las mismas sensaciones que las producidas por un sobreconsumo de cocaína: mariposas en el estómago, tembleque, labios resecos, nerviosismo, y ganas de pegarle un par de hostias a cualquiera que me mirara más de tres segundos porque mi cita adolescente se retrasaba. Fuimos a cenar, a falta de un mugriento Vips, a un restaurante de su familia, como si su propia madre lo hubiera escogido. Solo faltaba que alguien bendijera la mesa. Él habló toda la noche, yo por aquel entonces solo llenaba mis diarios con muestras de odio, confusión y una enorme pasión hacia no se sabe que. Era tan tímida que si por mí fuera hubiera follado con una bolsa de plástico en la cabeza para no tener que enfrentarme a los ojos de nadie mirándome.
Se comportaba como un auténtico caballero, ni siquiera intentó emborracharme, lo hacía yo sola. Se interesaba por mi exótico collar plateado con el único fin de espiar con escaso disimulo mis tetas, preguntaba por mis diminutas y deliciosas manos, quizá su pequeño tamaño obedecía a algún tipo de deficiencia genética, y yo sentía que empezaba a enamorarme de su sensibilidad. Se hacía el duro y el hombre de mundo ante mí. A falta de un Verlaine sodomizador, pretendía sorprenderme con sus episodios masturbatorios en un colegio de niños, mientras yo lo escuchaba soñadora pensando que al fin iba a ver una polla de verdad, lejos de las revistas de mi padre.
Después de varias horas vagando por distintos bares a falta de un quirófano en el que atacarlo a corazón abierto, sentí sus dientes en mi cuello. Podía considerarme una chica afortunada, siete horas en la compañía de mi dulce amor de verano y en ningún momento se me había pasado por la cabeza considerarlo un imbécil. Santa inocencia perdida. Nos besamos apasionadamente. Luego continuamos en la playa. Sobre mí resoplaba el animal peludo antes de lanzarse a fecundar a toda la manada. Me senté encima de él en una vieja pedaleta. Ni siquiera tenía entonces el suficiente sarcasmo para sonreir cuando me agarró de las manos y empujándome hacia abajo me dijo que confiara en él.
Nuestro pudor y el incipiente tapón creado por las arenas en mis orejas evitaron que la cosa fuera a más. Nos quedamos tumbados en la noche de la estación más violenta, contemplando las estrellas en silencio, escuchando el sonido del mar. Me abrazaba con fuerza e intuía que mi plan maestro de dar tumbos de vida en vida en un futuro lejano era, quizá, solo el largo viaje que me imponía a mi misma antes de llegar a lo que esa noche sí tenía y anhelaba.
Nos despedimos al amanecer. No le pregunté por qué estaba triste. Se había pasado la noche haciéndome reir.