Por las calles de la vieja Barcelona el día enciende azul, pero al caer la noche, el cielo se torna rojo. El viento corre y levanta abrigos, arranca sombreros. Gitanos, árabes y africanos fisgonean entre muebles viejos, letrinas rotas y otras chácharas que han abandonado los vecinos.
Afuera de los bares, los hombres fuman. No importa la hora, sus puertas siempre están abiertas. Algunos son chulos, proxenetas, otros solo quieren beber. Mezclan licores con jugos embotellados de sabores. Como incienso, la mariguana quemada perfuma los alrededores.
A pie, en patineta, con bastón, maleta o en moto, la gente transita. Tosen. La nueva epidemia se llama gripa. Las musulmanas cubren sus piernas y cabeza. En un callejón, las mujeres que venden su carne presumen los muslos, su cabellera larga y el busto. Su sombra las hace verse más largas y esbeltas.
También estornudan. Varias se han quedado en cama, en la suya, no en la que pagan por usar como oficina. Una rumana pálida y tierna besa a un hombre barbón, mayor. Se nota que le da grima. En una esquina, una nigeriana con plataformas altas y vestido de lentejuelas grita, pelea por teléfono, está acostumbrada a la riña.
Como cicatrices los tacones han marcado el piso. Moviéndolos se calientan. Unas, en pareja, platican. Hablan rápido en sus idiomas. El castellano apenas lo mastican, se ayudan con las manos. Las más aburridas observan a los transeúntes comiendo pepitas. Las cáscaras que escupen se acumulan entre meados de perros y gatos.
“¡Es una puta!”, grita una mujer a su esposo al descubrir que ha respondido el mensaje de una exnovia. “Hola preciosa…”, otro hombre aborda a la nigeriana que cansada de pelear se ha sentado sobre dos tambos de plástico.
Una mujer con cabello alborotado y estatura baja entra al callejón con la barbilla en alto y la mirada fija. Se detiene frente a la entrada de un bar y espera. Ella no viste prendas negras, ni lentejuelas, ni tacones. Camina erguida. Usa chamarra blanca pues, asegura, no quiere perderse en la penumbra.
La luz que escapa del bar le ilumina el rostro. “Daisy”, responde cuando le preguntan “¿cómo te llamas?”. Es muy delgada, siempre ha sido así, aunque le gustaría estar “más gordita, más llenita”, pues su novio le pide “más carnita”.
Cuando intenta engordar no puede. Su ropa le sigue quedando guanga. “Hija de mami”, le decían de pequeña en Ecuador, su tierra natal. Ahí conoció al hombre con el que se casó a los diecinueve años.
Pusieron un negocio, algo pequeño, que al poco tiempo quebró. Entonces su suegra decidió que debían buscar un nuevo horizonte. Nadie creía que Daisy podría despegarse de su madre y su familia. Para demostrarles que sí, abordó un vuelo sin retorno que aterrizó en España.
Se instalaron en Madrid. Daisy quería ser escritora, publicar una novela, escribirla, con su puño y letra, vivirla, alimentarla con historias reales, personales, que vinieran de su carne, de sus emociones, frustraciones y ambiciones.
“Jamás”, le decía su marido, “mejor ponte a trabajar”, y consiguió que le pagaran por cuidar a una mujer anciana, casi momia, que no podía caminar.
Fantaseaba la mayor parte del día. Luego concluía que quería vivir más, que le hacía falta. La anciana murió y empezó a cuidar a dos niñas. En sus ratos libres escribía. Plasmaba todo lo que veía y aprendía.
Su esposo y su suegra decidieron dejar Madrid y mudarse a un pueblo cerca de Barcelona. Él había conseguido trabajo en una construcción, uno en el que no requería de formalidades ni papeles. Daisy dejó de trabajar y entre semana, junto con su suegra, caminaban las calles de Barcelona.
“Nunca he estado con otro hombre”, le confesó, y ella le propuso visitar el callejón. Le explicó dónde debía pararse y cómo atender a quien la abordara. Ella la observaría desde el interior de un bar.
Daisy esperó hasta que llegó un hombre. Juntos caminaron hasta un edificio donde él pagó por un cuarto con cama. Ella se desnudó temerosa, como si fuera su primera vez. Todo sucedió lento. Le pagó casi cincuenta euros en las ya desaparecidas pesetas.
Las siguientes cinco noches no durmió. Estaba arrepentida. Escribía y se culpaba por haberle cobrado a un hombre por su intimidad y compañía. Cuando su esposo se enteró, gritó enfurecido. Pero su suegra intervino y lo tranquilizó.
Aquel primer cliente la volvió a buscar. “Quiero verte siempre”, le confesó otra noche. Ella regresaba al callejón, él cada vez le pagaba más. Al compartir las ganancias, su esposo se dejó de quejar.
Una noche, unos policías le pidieron sus documentos y al no tener qué mostrar la encarcelaron por unos días. En el fondo, quería que le pasaran esas cosas, eran más historias que podía escribir.
“¡Maldito hijo de puta!”, grita una muchacha mientras persigue a un hombre que escapa por el callejón. Le ha robado la cartera. Daisy ignora a los ladroncillos. A veces hasta se mueve para dejarlos pasar. Sabe que viven de las turistas que embriagan y son descuidadas.
Su esposo comenzó a insistir en que tuvieran hijos. “No puedo ser mujer, no mientras venda mi cuerpo”, se repetía en la intimidad. Ante su negación, en un arranque de furia y frustración, le destruyó todo lo que había escrito. Daisy lo dejó y regresó al callejón; encontró consuelo entre los brazos de sus clientes.
Un muchacho la hacía sonreír más que los otros. Al poco tiempo descubrió que estaba embarazada. Intentó comenzar una vida con él. Era apuesto pero demasiado mujeriego. Duraron pocos meses, él se fue con otra y Daisy parió en una sala de emergencias con dolor y tristeza.
Cada noche son muchos los que abordan a Daisy. Ya no siente miedo ni pena. Ha aprendido a contestar, a distinguir cuáles les van a pagar y cuáles solo la quieren molestar. “Treinta euros por veinte minutos más cama”, responde a los que no la conocen. La mayoría de sus clientes regresan, tienen su número privado y agendan una cita desde días antes. Jamás se sube a un auto. Pide a todos que se bajen y los guía hasta la puerta del edificio donde paga cinco o diez euros por cama.
“Siempre con goma”, les recuerda y especifica: “oral y normal”. Si no aceptan, entonces no. Nada por el ano ni otras fantasías, “ni que fuera travesti”; es tan pequeña que se puede lastimar. Muchos, ante su negación, le ofrecen más, hasta trescientos euros. Las que escuchan alrededor se lanzan como buitres. Que se lo lleven, piensa Daisy, otro llegará.
Cada día son más las chicas que esperan en el callejón. Vienen de todos lados. Unas aceptan desde diez, veinte euros, y Daisy regresa a casa con las manos frías y vacías. Siente pesar, pues como empleada doméstica podría haber sacado más.
Entonces viaja a Italia. Allá no puede rentar cama. Alquila una habitación que le cuesta trescientos euros a la semana. También invierte en poner un anuncio en los periódicos. La paga es mejor, consigue hasta quinientos euros por día. Cuando regresa, se da unos días para descansar.
Durante el verano, los turistas saturan las calles de Barcelona. En los días de sol le dan hasta doscientos euros. Asiáticos, europeos, latinoamericanos y africanos, aparte de visitar el callejón, esperan enfilados afuera de las casas de citas que están por todos los barrios. Aunque sus puertas siempre aparentan estar cerradas, el olor a incienso las delata.
Adentro, muchos se enamoran, pierden el suelo y el sueldo. Confunden amor con dolor. Ellas, por sus carteras, ofrecen todo. Algunos días no les cobran. Los seducen con caricias, drogas y complicidad. Pasan días encerrados, idealizando. “Deja a tus clientes”, les imploran, pues los celos los consumen sin razón.
Daisy prefiere quedarse en el callejón, en el mismo lugar, pues durante el invierno solo las ratas intentan cruzar la puerta de las casas de citas. “Vuelve conmigo2, le ha rogado su exmarido. Aunque lo estima ya no lo ve con ojos de amor.
“Anda, vente a comer empanadas”, la invita su exsuegra. Ella acepta y los visita. Su exesposo, otra vez soltero, tuvo dos hijas. A Daisy esas cosas no le importan. Ha perdido el miedo a todo.
Hace unos meses, en la calle, conoció a un chico y se hicieron novios. Él cuida a su hijo de cuatro años mientras ella trabaja; lo lleva por golosinas, un vaso de leche o por un hot dog. Cuando le pide que ya no vuelva al callejón, se escapa.
“Los hombres son un ingreso, nunca me enamoro de ellos, menos de un cliente”. Solo quiere sus euros. “El verdadero amor lo descubrí el día que tuve a mi hijo”.
Mientras espera, Daisy observa un bar a lo lejos en el que cuentan se reunían a brindar con absenta Picasso y Hemingway. Ahora, cuando intenta escribir siente que se le dobla la pluma y no puede continuar.
Un hombre alto, con gabardina oscura y paraguas, se acerca. Daisy lo saluda con un beso en cada mejilla; la ha llamado antes. Ella lo guía hasta perderse por una puerta.
En la plaza más cercana, una italiana se queja de la película porno que acaba de ver. Frente a ella, un gitano acomoda un cartón en el que pide ayuda pues tiene dos hijos y está muy enfermo. Encorvado, sostiene un acordeón. La melodía que toca es desgraciada como él.
Este texto apareció antes en la publicación mexicana Nexos.