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Mientras tantoAmor hereditario

Amor hereditario


 

 

“Rebeca esperaba el amor a las cuatro de la tarde bordando junto a la ventana”.

Cien años de soledad, Gabriel García Márquez

 

Supongo que hay en todo gesto heredado cierta nostalgia. Como cuando uno cruza las piernas tan a su manera que ni le encajan las rodillas, se aparta el pelo en golpes secos siempre hacia el mismo lado, o se sorprende al verse sujetando el cigarrillo con las dos manos. Nada es original ni inventado, solo un reflejo sutil y práctico de lo que fuimos durante los últimos mil años.

 

El otro día en clase de interpretación la profesora mandó a tres alumnos que me siguiesen y me escuchasen para después adoptar mis gestos y mi voz y así tratar de imitarme. El resultado fue asombroso, tanto que me invadió la envidia al ver lo bien que hacían (incluso mejor que yo) mis propios gestos. Manías en forma de movimiento, tics ligeros que uno lleva como para andar por casa. E imaginé así a algún antepasado bien lejano frotándose las manos con rareza cuando hablaba o girando su tobillo sobre la punta del pie si la conversación le sonrojaba. Aunque me falta contexto, que si me voy tres o cuatro generaciones más allá ya no sé de dónde vengo. Tampoco es algo que me quite el sueño, pero a quién no le gustaría saber si viene de una estirpe de escuderos, navegantes, alguaciles, cocineros, saqueadores, proxenetas, ayudantes de granjeros, señores de la alta nobleza, vagabundos, poetas, curanderos, actores de marionetas… A pesar de terminar así de forma irremediable viéndote condicionado. Como Tennesse Williams, que a los 71 años muere asfixiado al atragantarse con el tapón de una botella de alcohol al intentar beber de ella y la mejor explicación a ese final disparatado es que su padre era un borracho.

 

Por eso igual será mejor renegar de todo, de tu pasado, y hasta de tu corta historia, y así hacer como Krapp en la obra de Samuel Beckett, que al escuchar en una cinta su voz grabada de joven considera que todo lo que dice ese muchacho son pamplinas. Yo ya reniego mucho de mi pasado personal y todavía no tengo ni 24, pero así lo llevo al día. Que luego se le acumulan a uno demasiadas porquerías. Por ejemplo, una buena forma de empezar es limpiando todo lo que uno haya dicho. Gilipolleces en su mayoría, supongo. A todos nos pasa como a Nabokov, “Pienso como un genio, escribo como un notable escritor y hablo como un niño”. Soltamos de chiripa alguna frase con gancho, un par de verbos bien calzados y una metáfora con suerte atropellada por una voz tartamuda. Eso a lo sumo, no habrá mucho más en el estante de trofeos y así el resto se puede ir al carajo. Opiniones, frases hechas, parrafadas tan vacías como una caja de zapatos y el pitido intermitente de las vocales trabajando. Fuera, negar haber dicho nada nunca y así uno se limpia las manos. Y si algo dicho por defecto deja huella imborrable y se te agarra a los tobillos año tras año solo queda echarle la culpa a tu tatarabuelo por haberte contagiado. Y lo mismo con los hechos. Porque si nos paramos a pensar no somos responsables ni de nuestros propios actos. Todo heredado. Así que hay que empezar a delegar responsabilidades cuanto antes.

 

A mí siempre me gustaría poder decir que nací en Florencia, y si tengo que resignarme a haberlo hecho en Madrid es porque mis padres andaban por ahí y no en la ciudad italiana, motivo por el cual igual debería retirarles la palabra un par de años. A un amigo su ascendencia holandesa le revienta a mitad de camino sus ocho apellidos vascos. Y en cuanto al pelo ya ni hablamos, yo como me quede calvo me voy a ajustar cuentas con toda la parte de mi árbol genealógico que no tuviese un buen flequillo engominado.

 

Por heredar se heredan hasta las resacas; yo hoy he pensado en qué bebería mi tatarabuelo cuando me he despertado. Una compi de clase que hace que a uno se le sonrojen las mejillas heredó el ruso, así sin masticarlo, eso sí es un pelotazo, una lengua como esa entre pecho y espalda de regalo. Un amigo me contó el otro día de un muchacho que no ganaba ni para unos huevos fritos solo porque había heredado una deuda del carajo. Y hay quien sale más espabilado y quien va a un par de revoluciones por debajo, y si a veces nos gustaría una mente maravillosa funcionando no tenemos más remedio que resignarnos a una combinación de polvos entre nuestros más directos antepasados. Y ya según lo que le toque a cada uno, con pelo o sin pelo, pues que juegue sus cartas como pueda para comernos la tostada a todos. Aunque de todas formas, herede uno lo que herede lo normal es que se encarguen de etiquetarle los otros y ahí ya sí que lo mejor es desentenderse del todo y agarrarse a lo que sugería del artista el dramaturgo brasileño Nelson Rodrigues:

 

«El artista tiene que ser un genio para algunos y un imbécil para otros. Y si puede ser un imbécil para todos, mejor todavía».

 

Al final de uno mismo ya no depende ni su suerte, si hasta el amor le cae a todo el mundo con las mismas condiciones que un traje heredado. Y no hablo de destino, solo de que uno es gilipollas ya de ante mano, así que lo mejor será tumbarse con un palillo en la boca y no perder el tiempo en luchar por evitarlo. Nuestra respuesta a la vida debería ser la misma que la del exboxeador Ole Anderson en el cuento de Hemingway Los asesinos cuando el joven muchacho de la taberna va a su casa a avisarle de que unos gánsters con sombrero planean matarlo:

 

“No hay nada que yo pueda hacer”.

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