Leo en la Folha de São Paulo que la Casa Blanca se planteó en
1964 retirar préstamos a Brasil para debilitar al presidente João Goulart,
alias Jango, que ese mismo año caería con el golpe militar del 31 de marzo. En
plena guerra fría, Estados Unidos ni lo dudó siquiera: Jango tenía pretensiones
demasiado a la izquierda. Entre ellas, la reforma tributaria, que hubiese
obligado a las empresas multinacionales a reinventir sus beneficios en Brasil;
la reforma agraria, que preveía la desapropiación y redistribución de las
tierras de más de 600 hectáreas, y la reforma urbana, que estipulaba que las
personas con más de una casa en propiedad tendrían que donar las demás
propiedades al Estado o venderlas a un bajo precio. A estas alturas, medio siglo
después, la reforma agraria y la reforma urbana, es decir, la brutal
desigualdad en el reparto del suelo, siguen siendo los temas críticos en Brasil. Aunque ahora es difícil de prever que ningún político que llegue
al Palacio de Planalto proponga iniciativas mínimamente parecidas a las de
Jango.
La derecha brasileña no podía permitir tales desmanes. Washington
tampoco. ¿Agua pasada diplomática? Puede ser, pero escocería menos si Barack
Obama se hubiese dignado a pedir disculpas en su último viaje a Brasil y
Chile…
La dictadura militar que dirigió el rumbo del mayor país
latinoamericano entre 1964 y 1985 está de moda. Porque la presidente Dilma
Rousseff combatió en las filas del grupo guerrillero VAR-Palmares y fue presa y
torturada por el régimen. Porque hace al menos dos años que el Gobierno se
plantea crear, de una vez por todas, una Comisión de la Verdad que aclare los
cientos de asesinatos y millares de torturas cometidos por una dictadura que,
si menos letal que otras análogas que se instalaron en el Cono Sur, fue
igualmente siniestra. Porque, después de 25 años de democracia y silencio, ya
tocaba. Y, también, porque desde hace pocas semanas la SBT, uno de los
principales canales de televisión del país, emite la novela ‘Amor e Revolução’,
que se ambienta en la época del golpe con espíritu pedagógico. Puede parecer
una anécdota, pero no lo es tanto en un
país tan desmemoriado y que ha vendido aquella imagen de la ‘dictablanda‘
tan alejada de la realidad -se estima que más de veinte mil personas fueron
torturadas-.
No extraña la resistencia de los militares, como tampoco aquellos
argumentos suyos, que tan familiares suenan en mi tierra, sobre los peligros de
«reabrir viejas heridas». Ya a fines de 2009, cuando el Gobierno Lula
incluyó una Comisión de la Verdad entre las iniciativas de su Plan de Derechos
Humanos -muy avanzado, pero con pocas o ninguna concreción práctica-, la
reacción del Ejército fue tal que el Ejecutivo terminó reculando. Altos mandos
militares, con el apoyo del ministro de Defensa, Nelson Jobim, amenazaron con
dimitir el bloque. Tanto
descontrol a las vísperas de la elección presidencial requería demasiado coraje
político, y no fue nunca ese el estilo de un Lula pragmático y atento. Pero
la elección pasó, y la elegida de Lula ganó, y es una ex guerrillera que fue
torturada por 22 días y encarcelada durante más de dos años.
Desde su llegada al poder, después de una campaña en la que prefirió
no tocar el tema, Dilma ha ido dando señales a los militares, insistiendo en
que la necesidad de que Brasil cuente con unas Fuerzas Armadas
«modernas». Aviso a
navegantes. Ellos se resisten, pero se saben menos apoyados por un Jobim que
sólo permaneció en el cargo -a petición de Lula- porque se resignó a
posicionarse al lado del resto del Gobierno, y sobre todo de la ministra de
Derechos Humanos, Maria do Rosário Nunes. Pero no se han quedado en silencio.
Incluso han pedido la cancelación de la novela de la SBT…
Mientras, mi amiga Paola y yo coqueteamos con la idea de que uno
de estos días salga en la novela una guerrillera de izquierdas con gafas y las
ideas muy claras…