El impotente Quintanar acaba de morir de un estúpido disparo en la vejiga; Anita Ozores, nazarena, penitente, beata y aburrida hasta la náusea, oscila entre el misticismo y los pecados de la carne sin encontrar nunca el equilibrio ideal; el clérigo de Pas se contempla a sí mismo como un eunuco enamorado, ridículo bajo su sotana negra, y a Don Álvaro Mesía, el gallo vetustense, termina por resultarle insoportable su papel de Tenorio, incapaz de poner fin a la representación sin merma de su prestigio. La Regenta es la historia de una insatisfacción de la que nadie sale indemne. Todos ansían algo, otra cosa, pero la vida y las grandes novelas que logran reflejarla nos recuerdan, como a Rimbaud, que solo somos vulgares campesinos de la realidad.
Empieza a hacer calor. El suficiente como para pasar un par de horas leyendo en la terraza. Los pájaros trinan como si Beirut fuese un bosque en el que nunca hubiese reparado aunque todo a mí alrededor es una colina de cemento cristiana que se precipita hacia el mar. La gente ya ha comido. Se mueven perezosos en esas casas viejas, agujereadas, desgastadas por la guerra, con el color mustio de un rostro que ya ha perdido el esplendor. Una mujer de unos 50 años tiende pausadamente la ropa. Lleva el pelo recogido en un moño, una sencilla camiseta blanca, el pantalón de un chándal, unas zapatillas. Con parsimonia coloca una a una las prendas recién lavadas en medio de un sopor que anuncia la proximidad de otro verano arenoso y húmedo.
En el bloque de enfrente otra mujer, un poco más joven, mira sin ganas el entramado laberíntico de calles que se extiende a sus pies. Da unos cuantos pasos por el balcón, le dirige unas palabras a la vecina que se emplea con la colada, mata el tiempo hablando por teléfono. Varios viejos suben a trompicones cargados de bolsas por las empinadas y oscuras escaleras atrapadas entre una hilera de edificios. Desaparecen en alguna puerta. Se oye el sonido de un cubo de agua sobre las baldosas, una fregona a la que le gustaría llevarse el tedio como se lleva el agua sucia. Una adolescente esbelta y de larga melena le pide dinero a su madre. Juguetea con el pelo, sus gestos son apresurados, nerviosos, como si intuyera que el único fin de la juventud era ser atravesada sin más.
Pienso en la búsqueda desesperada, patética, nerviosa, excitada hasta el límite de Ana, en su anhelo de trascendencia de sí misma, en su vano deseo de confesarse a un Dios impasible que solo ofrece como respuesta el silencio más absoluto, la evidencia de que la añoranza más íntima está condenada a quedar insatisfecha. No hay ninguna posibilidad de comunicación entre la divinidad y el intento torpe del hombre por alcanzar de puntillas el cielo. Dios permanece fuera del alcance humano, se adormece indiferente más allá de las regiones remotas adonde ni siquiera llegan las palabras.
Un niño ha aparecido sobre un pequeño trozo de cemento improvisado como azotea. Sobre su cabeza unas sábanas blancas ondean ligeramente al viento. Desde su atalaya dirige la vista al mar, sentado, quieto, en silencio, dándole sorbos a un vaso de coca-cola. Ajeno a los platos que se apilan en la cocina, a las llamadas que atender,a los primeros escarceos amorosos, a la lucha por sobrevivir a la vida diaria, a los cortes de luz, a la preocupación por llenar el frigorífico, a un pasado que, sin saberlo, empieza a acumularse sobre sus espaldas…
Como si fuera un Dios que no perecerá ante la prosa del mundo…