Mi mirada está en deuda, desde hace treinta años, con las ilustraciones de Ana Juan.
Cuando las vi por vez primera, en aquellos días de la revista Madriz a la que el paso del tiempo le ha hecho brotar tantas paternidades, las asocié al instante con una reflexión de Octavio Paz, que era una de mis tablas de salvación ante la esclerosis festiva del momento: “la obra de arte nos deja entrever, por un instante, el allí en el aquí, el siempre en el ahora”. Frente a tanta dislocación como la que nos zarandeaba entonces, proponiéndonos ininterrumpidamente Arcadias huecas, cada dibujo que salía de sus manos operaba como una refracción, alucinada y tierna, del estado mental colectivo que lo impregnaba todo. ¡Qué paradoja que toda aquella vida intensa de la línea apareciese como un programa de alfabetización visual en unos días llamados a encumbrar a los kitschmeister de moda, amigos del impacto directo y relamido que tanto sentimiento despierta entre las masas!
Ni entonces, ni con posterioridad, vi a Ana Juan afanarse en registrar un mundo a su nombre, sino perseverar en esa consistencia poética de la visión que transmuta lo irracional en una síntesis de razón y sentido del tiempo con la que apuntalar las muchas dudas que nos suscita lo entrevisto. Quizá por eso en sus trabajos todo adquiere una condición de realidad en estado de suspensión, de lucidez que busca los tonos bajos para asentar la reverberación de sus significados.
Es precisamente ese respeto al tono de cada obra el que yo creo que la ha convertido en una de las ilustradoras más cosmopolita, en el sentido de auténticamente moderna, del panorama internacional y el que ha deparado que los responsables del New Yorker recurriesen a ella, dada su posición privilegiada de observadora paciente, al objeto de iluminar, con ese dominio nada ostentoso de lo dramático, algunos de los episodios traumáticos colectivos más recientes de nuestra historia: guerra de Irak, 11-S…
Hoy, que la ilustración está lejos de ser el elemento esencial de la cultura de masas de otros tiempos, cada propuesta de Ana Juan es el testimonio de la superación de nuestras barreras interiores para escudriñar más allá de la máscara y resolver la ecuación del miedo a las urgencias y a las tensiones cuya densidad nos aplasta. Su originalidad, pues, reside en que rehuye todo engaño para ahondar en el origen de la autenticidad de cada una de las escenas que nos regala. Y yo, como lector, agradezco el sentido inalienable de las mismas, su capacidad de condensación de la soledad, y las infinitas dudas que atesoran, muestra por igual de la batalla que ella libra por remover sus sedimentos personales y los de nosotros, sus contemporáneos.
Felipe Hernández Cava es editor de ilustración de FronteraD. Miembro fundador del equipo El Cubri. Fue director artístico de la revista Madriz y codirector de Medios Revueltos y El ojo clínico. Humorista gráfico, junto a Federico del Barrio, en el diario La Razón, con el seudónimo de Caín. Además de atender el blog Pecios en FronteraD, ha publicado, entre otros artículos, Última carta de un fusilado. Ricardo Zabalza y Monique de Roux.