Adentrarse en el Macizo de Anaga, en la isla de Tenerife, es como hacerlo en el amor, pura dicotomía; es asomarse a una dualidad de emociones y atributos enfrentados, telúricos, naturales, culturales. A escala geológica, la roca madre volcánica de Anaga, de unos seis millones de años de edad, emergió del mar escasos minutos antes de que también el hombre se irguiese por primera vez sobre dos patas y emprendiese su largo éxodo desde África hacia ninguna parte. Sin embargo, los caminos que la recorren son antiguos y apenas guardan un exiguo recuerdo de las innumerables pisadas que se han ido superponiendo sucesivamente a las anteriores. La erosión, temible hermana del tiempo, también ha querido dejar su huella, excavando en la negra piedra porosa una laberíntica red de profundos barrancos y dejando al descubierto afilados picos y escarpados roquedos. En este singular paisaje, a menudo la mente se deja engañar por las distancias, cortas para la vista ingenua, pero agotadoras para las piernas que soportan el subir y bajar de las pendientes.
Ante lo abrupto del terreno y lo aislado de las comunidades, no es de extrañar que la región haya sufrido en las últimas décadas un importante éxodo poblacional. Los vecinos, sobre todo los más jóvenes, se han marchado a zonas urbanas de la isla que ofrecen otras alternativas de vida más cómodas que la pesca, la ganadería o la agricultura de bancales en esas laderas imposibles. Apenas dos mil personas viven ahora en una región de unas 15 mil hectáreas. La escuela de la pedanía de Afur, triste evidencia del despoblamiento, una casita blanca de estancias vacías salvo por algún pupitre abandonado, se usa ahora como lugar de reunión para los escasos vecinos, todos mayores, que aún quedan en el pueblo. El colegio cerró en el año 2000. “Hace no muchos años los niños casi no cabían en las clases”, dice a quien quiera oírle José Alonso Jiménez, José Cañón, de 79 años, sentado a la sombra del bar que administra desde hace 55. “Cuando yo nací vivíamos todos de la tierra; ahora todo el mundo se va fuera a trabajar”. A su lado se sientan otros tres hombres que asienten a sus sentencias, aunque hablan poco y se mueven aún menos. Simplemente miran la vida pasar.
Pero Afur es un pueblo que no está perdido del todo; el autobús de línea es aún capaz de encontrar el camino. Y eso, a pesar de las brumas, presentes durante casi todo el año: por su altitud y orientación, Anaga recibe la constante visita de los vientos húmedos del noreste (NE), los vientos alisios, siempre acompañados de nubes que descargan su preciado tesoro en las partes altas del macizo. En esas zonas, maravillosa paradoja, casi nunca llueve de arriba hacia abajo, sino que lo hace en horizontal, algo tan singular que, en España, sólo he visto que ocurra en la cuna de todas las lluvias: Galicia. El contraste con las partes más bajas, cerca del mar, donde apenas cae una gota y el sol clava con saña sus agujas en la piel, se traduce en un cambio radical en el mosaico de vegetación. Con el azul del mar como telón de fondo, los amarillos dan paso a los verdes y a medida que se sube en altitud por alguno de sus barrancos, los matojos dispersos del cardonal-tabaibal que salpican la costa dan paso a las sabinas y los enebros a media altura y estos al frondoso monte verde de las cumbres, el bosque de laurisilva que, como José Cañón, también es memoria viva de tiempos pretéritos. Estos fósiles vivientes, un húmedo entramado de troncos retorcidos, lianas, líquenes colgantes y hojas de un verde brillante y coriáceo, todas ellas parecidas a las del laurel, cubrían la cuenca mediterránea hasta que las glaciaciones los expulsaron de allí. Ahora sólo sobreviven en pequeños reductos de las islas atlánticas y Anaga es uno de sus más bellos exponentes.
Algo parecido ocurre con Fidelina Gallardo, de 80 años, que resiste en Roque Bermejo al paso de los años y de los escasos caminantes que todavía se atreven a visitar su aldea. Escribe Ander Izaguirre, quién tuvo el valor de hacerlo en 2013, que la aldea de Roque Bermejo “es un puñado de casetas de colores, que parecen dados lanzados desde la montaña, que fueron rodando barranco abajo hasta pararse en el borde del mar”. Así es como se ve desde el faro, que lleva un siglo y medio vigilando el pueblo desde lo alto del acantilado, tras una caminata de dos horas entre matorrales desde el lugar más próximo al que llega la carretera: Chamorga. Pero el espectacular paisaje marino que se contempla, con agrestes agujas de piedra saliendo del mar, y su recogida playa de fina arena negra bien merecen el esfuerzo. Y la presencia de Fidelina, claro, la reina de Roque Bermejo, a la que, cuando están, porque la mayoría sólo acude algún que otro fin de semana, visitan los vecinos de las otras casas del pueblo, que se apelotonan en su estrecha venta para ver juntos la televisión, la única del lugar alimentada con una placa solar. Hasta Roque Bermejo llega el agua, pero no la luz.
El antiguo estilo de vida de Fidelina y de José, nacido en las múltiples casas-cueva que hay en Anaga (en Taborno, Roque Negro, Chinamada o el mismo Afur), perece en el olvido, se encuentra amenazado, como también lo están algunas de las plantas y animales del parque, declarado Reserva de la Biosfera el pasado 9 de junio: cuenta con alrededor de 120 especies que sólo se pueden encontrar en este entorno natural rico y diverso, la zona con mayor concentración de endemismos de Europa. Pero el hombre, esa especie que en tiempos no tan remotos se hizo un solo ser con esa tierra, que exploró sus caminos, que introdujo y cultivó la caña de azúcar, las viñas, las papas y una enorme variedad de frutales, o que pescaba sólo lo necesario para comer un día más, se ha convertido ahora en un extraño, en un amante que la abandonó con lágrimas en los ojos y vuelve ahora pero convertido en un completo desconocido. Ahí radica precisamente la más profunda dicotomía de Anaga.