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AcordeónAnatomía de un montaje policial en Nuevo Laredo

Anatomía de un montaje policial en Nuevo Laredo

«Muro baleado», Teresa Margolles, 2009

En la novela Casas vacías de Brenda Navarro una de sus dos protagonistas se pregunta, tras perder a su hermano, “si algo habrá hecho” para desaparecer. Una frase común en México cuando no se le quiere dar una explicación compleja a la violencia cotidiana que desangra el país. Que si fue porque tenía malas compañías, que por un ajuste de cuentas con los narcos, que si era delincuente o amigo de ellos. Un mundo en blanco y negro donde las personas dejan de estar sin motivo alguno. Jennifer Romero López iba a cumplir 21 años y llevaba pocos días en Nuevo Laredo, ciudad al noreste de México, junto a su novio, después de haberse graduado en la prepa, el examen de acceso en la universidad. Pronto empezaría sus estudios como enfermera. Quería ayudar junto a los cascos azules en lugares marginados a quienes más lo necesitan. Tenía dos gatos, le gustaba la comida japonesa, el anime y su película favorita era el Viaje de Chihiro. Vivía en Ciudad de México junto a sus dos padres. Antes de emprender su viaje, visitó a su tío Carlos Aurelio, un joven sacerdote anglicano, para confesar que desde hace tres meses estaba embarazada. Planeaba fugarse junto a su novio por temor a cómo tomaría su familia el embarazo, aunque un día antes a su desaparición pidió a su tío Carlos Aurelio 1.800 pesos mexicanos (unos 80 euros) para un pasaje en bus de regreso a casa.

La mañana del 5 de septiembre siete policías federales llevaron a Jennifer Romero a la colonia de Valles de Anáhuac, la metieron en una vivienda en construcción donde le dispararon un tiro de gracia en la cabeza a corta distancia. El cuerpo encontrado tenía signos de tortura, portaba un arma larga y lucía vestimenta militar. En la versión oficial de la policía de Tamaulipas es que Jennifer pertenecía al Cártel del Noroeste, murió en un enfrentamiento armado con los agentes. Totalmente diferente a la imagen que guarda su tío Carlos Aurelio Ramírez Moreno, quien asegura con tristeza que “era una buena chica, nada tenía que ver con el crimen organizado. Es una bajeza que se criminalice a las víctimas de esa manera”. No puede borrar de su retina el momento de identificar el rostro de su sobrina con el impacto a bocajarro del arma de fuego, y afirma con tristeza: “Continuaremos con el proceso legal para saber qué ocurrió. No vamos a quitar su responsabilidad al Estado. Mi sobrina no era ninguna sicaria”, dice bajando la voz mientras muestra una foto sonriente de la joven que posa con un birrete.

Ella es una las ocho presuntas víctimas de una ejecución extrajudicial con una difusión nacional, cinco hombres y tres mujeres, que fueron encontradas con heridas mortales de bala en Nuevo Laredo (Tamaulipas), estado situado al noroeste de México, en la frontera con Estados Unidos. La Procuraduría de Tamaulipas en primera instancia explicó en una nota de prensa que las muertes se produjeron cuando unos individuos en una furgoneta blindada negra dispararon contra las fuerzas de seguridad del Estado, una bala alcanzó al conductor del vehículo mientras que las siete personas restantes murieron en el interior de las viviendas de ladrillo rojo.

Una semana después, en su cuenta personal de Twitter, Francisco García Cabeza de Vaca, gobernador del estado de Tamaulipas, anuncia que “la Unidad de Asuntos Internos de la Secretaría de Seguridad Pública estatal abrió su investigación y ha suspendido a los elementos que participaron en el operativo”. Asimismo, ha sugerido a la Fiscalía el apoyo técnico del FBI, y de otros organismos internacionales, para dar mayor transparencia al caso en uno de los estados más violentos del país con más de 30.000 desaparecidos desde 2001. El 23 de septiembre un juez de control firmó una orden de detención cautelar contra los siete agentes involucrados en la muerte de ocho personas por los presuntos delitos de homicidio calificado, abuso de autoridad, falsificación de informes y allanamiento de morada. El pasado 16 de noviembre la Procuraduría General de Justicia de Nuevo Laredo detuvo a los policías José Rafael N y Ricardo Guadalupe involucrados en el suceso por los delitos de homicidio calificado, abuso de autoridad, falsedad documental y allanamiento de morada.

“Queremos mostrar nuestra desconfianza de los hechos ocurridos. Las víctimas fueron detenidas, torturadas y trasladas a sus viviendas. Posteriormente fueron ejecutadas de manera extrajudicial”. Con esta contundencia se expresa Raymundo Ramos Vázquez, presidente del Comité de Derechos Humanos de Nuevo Laredo. Según la documentación aportada por este organismo, como los testimonios de familiares de los fallecidos, las pruebas balísticas para conocer la distancia desde la que se efectuaron los disparos y el examen forense de los cuerpos, se trata de una restricción de la libertad de estas personas por parte de las fuerzas de seguridad y de su posterior ejecución.

Ramos afirma que los agentes alteraron el lugar donde ocurrió el suceso cuando ordenaron a una grúa municipal que moviese una furgoneta negra con los cristales tintados hasta el lugar donde ocurrió el tiroteo y, posteriormente, amenazaron a Ramón, su conductor, para que no contase nada de lo ocurrido. Algunos de los agentes montaron un dispositivo policial alrededor de la vivienda del conductor el día que tenía presentarse a declarar. “Fue un mal montaje para ocultar la ejecución de ocho personas, y realmente hay más de cien elementos implicados en la cadena de mando. No es un hecho aislado, es algo que se repite en el tiempo”, explica a fronterad Raymundo Ramos mientras recuerda que no es una práctica aislada.

Nos muestra la ficha de la denuncia en 2017 de la madre en esta misma ciudad por el asesinato de su hijo José Antonio Rodríguez. A partir de un telediario es como Elsa se entera de la muerte de su hijo, acusado de participar en un tiroteo con tres policías de Tamaulipas. No podía creerlo. José Antonio trabajaba como teleoperador en el cuerpo de bomberos local y se preparaba para ir al trabajo de noche en un turno de 24 horas seguidas. Aseguraba que su hijo “no había utilizado un arma en su vida, que era imposible que encontrasen una pistola junto al cuerpo”. Portaba 5.000 pesos en efectivo, que según Elsa había recibido de la venta de un antiguo coche. Recuerda que era muy apreciado por sus compañeros de trabajo durante más de diez años: “Lo suyo era salvar vidas, no quitarlas”.

Ramos pidió que se aplicara el servicio de protección a las víctimas después de que Elsa declarase por el riesgo en el que podía encontrarse su vida y recuerda que con esta son dos las denuncias de ejecuciones extrajudiciales a las que se enfrenta el gobernador de Tamaulipas. Aunque a día de hoy por este caso no hay ningún detenido, ni la investigación ha tratado de esclarecer lo ocurrido. El silencio para con las víctimas resulta ensordecedor.

 

Vínculos del gobernador con el narcotráfico

 

Otra arista por esclarecer es que en México no es infrecuente que las autoridades públicas mantengan una estrecha relación con el crimen organizado. Sucedió en el sonado caso de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, que se saldó con la detención de 142  funcionarios, entre ellos Francisco Salgado Valladares, quien fue jefe de la policía de Iguala, siguieron órdenes del clan de Guerreros Unidos. También fueron investigados José Luis Abarca Velázquez, ex presidente municipal de Iguala, en Guerrero, y a su esposa María de los Ángeles Pineda Villa, por supuestamente entregar a los universitarios al grupo criminal. En la presunta ejecución extrajudicial de Nuevo Laredo, Raymundo Reyes menciona que el propio gobernador de Tamaulipas ha sido investigado por la posible financiación de campañas electorales en 2004 por parte del Cártel de Noroeste. Este estado es históricamente conocido en México por ser la cuna del Cártel del Golfo, uno de las más antiguas y violentas organizaciones criminales del país.

Lo que vinculó por primera vez el nombre de Francisco Cabeza de Vaca, gobernador de Tamaulipas, con el narcotráfico fueron las declaraciones del empresario Antonio Peña, que actuaba como enlace con el cártel, para conseguir el favor de “recursos” para la incipiente carrera del político. En el juicio Peña declaró que entregó un millón de dólares en un maletín al propio Cabeza de Vaca y como agradecimiento el gobernador respondió “que allí estaban para lo que necesitasen”. Hasta en dos ocasiones fue sometido el político del PAN (Partido Acción Nacional) a la prueba del polígrafo para comprobar la veracidad de sus palabras a petición de la Corte Penal de Texas. Las acusaciones contra Cabeza de Vaca fueron archivadas. Cabeza de Vaca mantiene su visado para viajar a Estados Unidos, aunque sí tuvieron efecto sobre la estructura del Cártel del Noroeste. Desde finales de septiembre la Secretaría de Seguridad Pública está investigando activos del propio gobernador y sus familiares que podrían tener un origen ilícito, el posible lavado de dinero en la frontera estadounidense al igual que de proteger a organizaciones criminales.

Familias que buscan justicia

El término falsos positivos proviene del escándalo de las ejecuciones sumarias de miles de civiles por parte de integrantes del ejército colombiano durante el mandato del expresidente Álvaro Uribe. El objetivo era simular una mejora de las estadísticas de la lucha contra las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), cuando se les vestía a los muertos con uniformes de guerrilleros. En un reciente informe de diciembre del Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas señalaba la preocupación ante “las crecientes tasas de homicidios, los asesinatos extrajudiciales y la letalidad de las fuerzas del orden mexicanas”, sugiriendo el exceso de la presencia de ejército en tareas relacionadas con la seguridad ciudadana y la impunidad para depurar responsabilidades. Las últimas cifras aproximadas ofrecidas por el secretario de Defensa mexicano son de 700 homicidios por parte de integrantes de la Policía Federal, del Ejército y de la Marina. Sin embargo, el citado informe de la ONU se hace eco de la falta de transparencia por parte de los poderes públicos para hacer un seguimiento correcto de las cifras, y uno específico destinado a las ejecuciones extrajudiciales.

En el centro de Nuevo Laredo los familiares de las ocho personas que perdieron la vida se manifestaron el 7 de diciembre con cruces blancas de madera con los nombres inscritos de sus seres queridos y unas sencillas velas encendidas para honrarles. A tres meses de los hechos pedían mayores avances a la Fiscalía federal y exigen “justicia”. Cassandra Treviño es una joven de 18 años que perdió a su padre cuando los oficiales derribaron la puerta de su casa en busca de armas y se lo llevaron. Ella estaba presente cuando un grupo de diez agentes se presentó en su casa, profirieron gritos y procedieron al registro de la habitación de su padre en busca de armas. Le “dieron puros golpes en la cocina” cuando Severiano Treviño intentó dialogar con ellos. Les aseguró que tenía los papeles en regla para trabajar, que era un repartidor de refrescos con una furgoneta propia, que no sabía de qué armas hablaban. Después los policías encapuchados le obligaron a subirse con ellos en el furgón policial mientras Casandra gritaba pidiendo ayuda. La joven no volvió a ver con vida a su padre.

“Queremos que se haga justicia, no es justo que nos hayan matado a nuestros familiares, queremos saber que han hecho algo, porque no estamos satisfechos con las investigaciones, faltan más personas involucradas y queremos que se haga justicia por la muerte de mi papá”. Con estas palabras recuerda a su padre Cassandra junto la esperanza de depurar responsabilidades ante cualquier abuso de la autoridad. A día de hoy no hay nadie más suspendido salvo los siete agentes involucrados esperando que se resuelva el juicio. Nadie con responsabilidad en la policía ha sido sancionado, no ha empezado ninguna investigación interna y no ha dejado de tratarse como de un hecho aislado.

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